La preocupación por ofrecer una mejor imagen o aspecto
físico, será sin duda una de las consecuencias que fomentarán el disfrute de
los baños de sal. Un lujo que antaño sólo estaba al alcance de las clases más
pudientes, entre las que se encontraba la nobleza. Sabemos por ejemplo, que ya
en el antiguo Egipto, Cleopatra disfrutaba de este ejercicio relajante. De
igual modo sucedía en la sociedad griega, donde el acceso a los baños con
aceites era propio de aquellas gentes con poder económico.
Las propiedades de baños (como sucedía con los de leche),
además de la mencionada Reina de Egipto, también los conocían los patricios
romanos. Sabido es el gusto por esta afición de la esposa de Nerón. Y
ello igual sucedió con aquellos que preferían el uso de
sales de roca. Tal era su exclusividad que algunos hablaban de sales de reyes.
Sabemos que a finales del siglo XVIII (y con más fuerza
en la centuria siguiente), la nobleza y la burguesía comienzan a tener una
predilección por los balnearios. A raíz de ahí, surgirán diferentes lugares que
hasta el día de hoy son un referente en
el ocio acuático, bien por características minerales, termales y demás
particularidades, que obtendrán una seña distintiva y de calidad.
En nuestro país los baños de sal marina y de aguas
minerales cobrarán interés a finales del siglo XIX y primera mitad del siglo
XX. En aquellas fechas todavía seguían siendo una actividad al alcance de muy
pocos, pues sólo hemos de recordar que por aquellos tiempos muchas viviendas ni
tan siquiera disponían de una simple bañera.
David Gómez de Mora