Como ya sabemos, durante el estallido de la guerra incivil española, se quemaron y diezmaron multitud de archivos locales. Estos trágicos sucesos se extendieron por doquier en todos esos lugares en los que existía cualquier papel escrito. Fundamentalmente, estos podían hallarse en el interior de las parroquias o en las dependencias municipales y provinciales de la administración, en las que como casi siempre, la magnitud del daño irreparable, no comenzaría a calibrarse hasta que comenzarían los investigadores a reconstruir los retazos del pasado de esos entornos afectados, en los que la ausencia de fuentes escritas y conclusiones extraídas, comparadas con las que ofrecían otros puntos que no se vieron envueltos por esa espiral de la degradación cultural del ser humano, eran claramente muy distantes.
El problema por desgracia no
acabaría aquí, ya que junto a esa riqueza documental y que es el testimonio de
la vida de nuestros antepasados, veríamos como correrían el mismo destino
múltiples de las tallas y obras que se protegían en muchísimos de los edificios
religiosos del país.
Si bien, aunque durante la guerra
contra los franceses, la desamortización y las contiendas carlistas, determinados
lugares podrían haber visto afectada una porción de ese patrimonio escrito, no
será hasta el año 1936 cuando ayuntamientos, y especialmente iglesias, desvanecerán
súbitamente un legado centenario, almacenado en los volúmenes de unas inocentes
estanterías sin desempolvar. Del mismo modo, en las dependencias de las casas
de las villas, desaparecerán protocolos notariales, partidas de registro civil
y otra serie de documentos, que en su conjunto consolidaban ese corpus patrimonial
al que nos estamos refiriendo.
Sin ánimo de jerarquizar una
escala de daños, resultaría absurdo negar que de entre todos estos espacios, si
existe una tipología de documentación tremendamente vulnerable, esa fue la de
ámbito parroquial, es decir, la vinculada con los registros sacramentales,
capellanías y los libros de fábrica de las iglesias, ya que por norma general,
solía custodiarse en la casa del párroco o en las dependencias del propio
templo.
Consideramos que a estas alturas
(independientemente de la falta de objetividad que puede causar el fanatismo
político), nadie discute que estos edificios fueron unos de los focos más
señalados y perseguidos durante el periodo en el que se prolongó una barbarie, entre
la que afortunadamente, siempre hubo gente con dos dedos de frente, y que no dudó en
poner su vida en peligro, con tal de salvaguardar un patrimonio artístico, como
especialmente escrito, incluso a pesar de que muchos ni tan si quiera sabían
leer o escribir.
Sentido común, sí, eso mismo,
aunque como ya decía Voltaire, por desgracia en ocasiones este será el menos
común de todos los sentidos.
Numerosos héroes y heroínas
anónimos, repartidos a lo largo y ancho del país, gracias a los que hoy podemos
viajar al pasado sin necesidad de salir de nuestro hogar. Mi agradecimiento hacia
esas personas es imposible de cuantificar.
Cubierta de uno de los protocolos notariales de Verdelpino de Huete,
caja nº IX, años 1661-1665. Archivo Municipal de Huete
Afortunadamente, este tipo de
acciones que nos recuerda la naturaleza animal del ser humano, no siempre
fueron un comportamiento generalizado, pues muchos lugares a pesar de todos los
avatares que jugaron en contra, consiguieron rescatar algo o una parte
importante de ese fondo documental, tal y como sucederá con el caso que nos
ocupa este escrito.
Verdelpino de Huete pudo
salvaguardar una sección destacada de su fondo parroquial, como especialmente
del que nosotros designamos de tipo notarial. Todo eso a pesar de que su patrimonio
artístico y religioso acabaría siendo mayoritariamente pasto de la vulgaridad humana.
De entre la documentación
conservada, cabe destacar las referencias existentes en el Archivo Municipal de
Huete, donde se custodia una parte primordial de ese legado ancestral, a través
de una serie casi ininterrumpida de protocolos notariales que arrancan desde
finales del siglo XVI, más concretamente del año 1590, a través del puño del
escribano Alonso Muñoz, miembro perteneciente a una familia de la burguesía
labriega del lugar.
Lo mismo apreciaremos con el
fondo del Archivo Provincial de Cuenca, donde censos y documentos muy precisos
nos hablan de los quehaceres y acontecimientos ocurridos en las casas y
entornos familiares de muchos de nuestros antepasados. Tampoco quisiera
olvidarme del Archivo Histórico Nacional, en el que pleitos, expedientes y otro
tipo de informes, de modo directo o indirecto, nos recuerdan la vida durante el
pasado en este municipio.
Es nuestro deber valorar la
importancia que adquieren este conjunto de bienes, especialmente cuando remarcamos
la necesidad de preservar la identidad y las raíces que nos singularizan como
sociedad o pueblo.
David Gómez de Mora