domingo, 9 de octubre de 2022

La idea del Purgatorio

La religión católica recuerda el Purgatorio como el estado de purificación de las almas de los muertos, en el que estas deberán limpiar sus pecados antes de alcanzar la gloria eterna del Reino de Dios. Entender la idea que se ha ido transmitiendo sobre el Purgatorio con el transcurso del tiempo, tiene su punto de inflexión a partir del medievo, cuando el poso teológico que beberá de la tradición judía irá desarrollándose.

Una de las descripciones más populares y que acabará influyendo en la idea del Purgatorio es la que nos ofrecerá en su obra maestra el poeta Dante Alighieri, miembro de una casa con cierta entidad, pues su padre Alighiero di Bellincione descendía de un linaje de la pequeña nobleza de la facción güelfa, mientras que su madre llevaba la sangre de los Abati (Bella degli Abati), otra casa de la nobleza asociada en este caso a la facción gibelina. Estos datos para nosotros guardan cierto interés, por el hecho de que nos indican del sustrato social acomodado del que procedía el creador de la Divina Comedia.

Para entender la idea que Dante tenía del Purgatorio, y que beberá de la concepción religiosa extendida entre la segunda mitad del siglo XIII y primera del XIV sobre la salvación del alma, es indispensable profundizar en el trasfondo de su obra maestra, ya que así podremos entrever una parte esencial de la concepción dominante que durante el medievo se tenía sobre dicha cuestión.

Tengamos en cuenta que la influencia de la metafísica aristotélica y las corrientes populares que materializaron una especie de cartografía espiritual, en la que el paraíso, el Purgatorio y el Infierno posicionarán a cada ser humano tras la llegada de su muerte (dependiendo del tipo de vida llevada durante su existencia), serán sin lugar a duda las pautas que determinarán la imagen de ese mundo que la tradición comienza a describir, y al que era obligado que acudiese el alma de todo pecador que sin haber entrado en el Infierno, había de visitar siempre y cuando no estuviera limpio de pecado.

Dante describe el Purgatorio como una especie de montaña elevada sobre un océano, desde la que ascendiendo niveles se podía llegar hasta el Jardín del Edén. Este lugar aparece en el segundo de los tres cantos de su obra cumbre, esbozando una geografía muy precisa, claramente influenciada por la teología de Santo Tomás de Aquino, donde los problemas morales que derivan del amor, marcarán por eslabones cada una de sus secciones. En total veremos siete zonas vinculadas en el Purgatorio con los pecados capitales: la soberbia, la envidia, la ira, la pereza, la avaricia, la gula y la lujuria.


Cabe matizar que para Dante, antes de la entrada en este mundo, existía un punto previo, que tal y como su nombre indica denominaba Antepurgatorio, es decir, una zona limítrofe, que ya quedaba a salvo del Infierno, en la que había dos tipos de almas, siendo el caso de aquellos que en vida habían sido excomulgados (por lo que primeramente para entrar en lo que estrictamente era el Purgatorio habían de pasar un periodo treinta veces equivalente a lo que duró su excomunión en vida), así como aquellos que se habían arrepentido en el momento final de los pecados cometidos, tanto que ni tan siquiera habían recibido el sacramento de la extremaunción (el cual como sabemos empezará a extenderse entre los moribundos a partir del siglo XII). Los sentenciados por esta causa, tenían que permanecer en el Antepurgatorio un espacio de tiempo idéntico al que vivieron en la tierra, para luego, como los anteriores, comenzar a ascender paulatinamente cada uno de los niveles del Purgatorio.

Desde esa zona baja, escenificada físicamente como un área piedemontera, se iba accediendo a los siete niveles de la montaña del Purgatorio, en los que el alma habrá de cumplir con una serie de castigos, para así obtener una limpieza, y que yendo de abajo a arriba seguirán el siguiente orden:

El primer nivel está dedicado a los soberbios, quienes habrán de cargar con piedras que no les permitirán ver nada más que el suelo, pues estarán sujetos a ellas, arrastrándolas permanentemente hasta que un día pueda acceder al siguiente estadio.

El segundo nivel es el que ocuparán los envidiosos. Estos tendrán cosidos los párpados, mientras portarán unas túnicas grises que simbolizarán su martirio, en un entorno donde no serán incapaces de ver los que les rodee.

El tercer nivel se destinará a los iracundos, es decir, la gente que había tenido una vida dominada por la ira, estando ese espacio rodeado de humo, de manera que el castigado no podrá apreciar nada.

El cuarto nivel es el lugar que ocuparán los perezosos, donde estos como castigo no podrán parar de correr, permaneciendo así en continuo movimiento, sin ningún tipo de descanso.

El quinto nivel es la zona destinada a los avaros, habiendo el alma del difunto hallarse boca abajo y repitiendo un rezo presente en el salmo 119:25.

El sexto nivel es el espacio dedicado al pecado de la gula, en el que los golosos no podrán comer ni tampoco beber ningún tipo de alimento, a pesar de que delante de sus ojos dispondrán de los manjares más exquisitos que nunca han degustado.

El séptimo y último nivel será para los lujuriosos, quienes habrán de pasar por una pared de llamas de forma continua, padeciendo el dolor del fuego abrasador. Desde ahí, finalmente se accederá a un espacio de transición, en el que el alma ya se purifica por mediación del agua del río del olvido, y así poder ascender hacia el Paraíso.

Partiendo de esta idea netamente jerarquizada del pecado en la que se apoya Dante, queda clara la esencia de una tradición que tendrá su poso en el Gehena hebreo, es decir, un lugar donde va el alma del difunto hasta que se purifica.

No cabe duda que el propósito de Dante era de manera pedagógica, enseñarle a la humanidad, el riesgo que conllevaba el alejarse de Dios, y las consecuencias que comportaba el tener que limpiar los pecados tras la muerte.

Cierto es que aunque sería un error el querer comparar el “Purgatorio judío” con el Purgatorio cristiano, apreciamos la existencia de una larga tradición teológica que arranca más allá del simplismo que muchos autores intentan atribuir a su génesis durante el Concilio de Trento o los anteriores Concilios de Florencia (siglo XV) o II de Lyon (1274).

Gracias a algunos documentos que hemos leído en el territorio conquense durante los siglos XVI y XVIII, podemos hacer un esbozo sobre la idea que tenían del Purgatorio nuestros antepasados. Esto se refleja en algunos procesos inquisitoriales, en los que por causas de herejía u otra serie de acusaciones, entendemos que la interpretación que se tenía del Purgatorio en las zonas rurales iba variando dependiendo de los elementos que incorporaba cada sociedad. Así pues, conocemos el caso de Juana de Rueda, definida por el Santo Oficio como una mujer anciana “ilusa del demonio, que la tiene embebida”, natural de Buenache de Alarcón,  y acusada por la Santa Sede durante la primera mitad del siglo XVIII.

A lo largo del interrogatorio que se le efectúa, apreciamos su concepción del Purgatorio y el Infierno, indicando que “entre las muchas almas que entraban en el Infierno, unas se quedan para siempre, otras salen, y otras están por tiempo determinado de donde salen, y pasando por el Purgatorio se van al Cielo”.

Según su visión, el Infierno era un lugar del que se podía escapar, aunque no siempre (pues tal y como comenta, algunas de las almas quedarán encerradas para la eternidad).

Esto nos recuerda la idea del Antepurgatorio de Dante, donde sin haber llegado a introducirse en el nivel superior del Purgatorio, el alma del condenado deberá de pasar por el suplicio de un espacio transicional del que sí puede escaparse, aunque con la condición de transcurrir un tiempo extra, para que una vez superada la pena, ese alma consuma el periodo correspondiente en el Purgatorio antes de su llegada al Paraíso.

Al respecto, no serán pocos los teólogos y religiosos que siguiendo esa idea de un espacio vertical, colocarán el Purgatorio en un estado fronterizo con el Infierno, donde en algunos casos llegará a introducirse el fuego por la proximidad de ambos, hasta el punto de que incluso podían mezclarse las almas, tal y como comentará Juana de Rueda. Igualmente, leeremos otras visiones que le darán cierta distancia, al establecer el Limbo como zona intermedia entre el Purgatorio y el Infierno.

Juana de Rueda comentaba como por ejemplo el difunto párroco don José López de Gastea (quien fue racionero de la Santa Iglesia de Cuenca), estaba en el Cielo en cuerpo y alma sentado en una silla, o por ejemplo que el Licenciado Marcos (también fallecido e hijo de Ana Ximénez y Juan Pérez de la Parra) padeció en el Purgatorio un total de seis meses.

Otros como el Licenciado Barambio, según Juana no le cabía duda de que estaba presente en el Infierno. No obstante, esta fue todavía más precisa con la afirmación realizada sobre el Licenciado Lara, quien sostenía que se hallaba en el averno hasta el día del Juicio Final por haber realizado un pacto con el demonio, tras perder su dinero en una partida a los naipes.

La llamada economía de la salvación conllevaría conflictos como veremos en el interrogatorio que se efectuará al peralejero Juan de Benito Saiz, quien fue investigado en 1570, al ser señalado por alguno de sus vecinos, cuando dijo que si  alguien fallecía, era inútil efectuar una inversión económica en el pago de misa, argumentando que su coste “sólo servía para lucirse”. Vecinos como Alonso de Tudela, especificaban que Juan alardeaba de “no pagar ni medio real” en menesteres de aquella índole.

Finalmente, ante las acusaciones del Santo Oficio, el miembro de los Benito argumentó que tales difamaciones se produjeron por encontrarse “fuera de su juicio tras haber bebido tres veces sin comer”, declarando que “no recordaba haber dicho tales cosas”.

Interrogatorios como los dos que hemos trasladado brevemente, y que se podrían completar con la extensa colección de procesos que se preservan en los fondos del Archivo Diocesano de Cuenca, nos ayudan a indagar en la forma de pensamiento de esa otra cara de la sociedad rural conquense, donde ateos o herejes, ya tenían su propia idea de lo que era el Purgatorio, la Salvación, y otras tantas cuestiones que desde la tradición extendida desde la época de Dante como en siglos posteriores, tuvieron un peso destacado en el subconsciente de poblaciones analfabetizadas, en las que los conceptos teológicos y espirituales, solo era posible entenderlos desde una pedagogía iconográfica o material, y que a tenor de los testamentos que hemos estudiado en las varias localidades de este territorio, a pesar de no precisar un periodo de tiempo concreto en el que se gestaba la purgación del alma, quedaba claro que aquello dependía de la vida llevada por el difunto, y que según la interpretación que nosotros extraemos de la documentación local, suponemos que para ellos duraría un periodo aproximado de dos generaciones.

Una idea para nada consensuada, pues en ese tiempo, además de depender de los pecados realizados en vida por esa persona, veremos también a religiosos que al realizar una exégesis sobre el periodo que el pueblo de Israel pasó en el desierto, entenderán que 40 años era la fecha que un alma había de pasar en el Purgatorio. No obstante, otros teólogos de la época, subirán la cifra a varios siglos, pues conocemos indulgencias que otorgaban perdones superiores a mil años. De ahí que resulte imposible precisar en una tabla numérica el transcurso de tiempo que un alma tenía que pasar en ese estado.

Desde las sagradas escrituras se especifican algunas de las características del Purgatorio, influyendo claramente en la mentalidad dantesca, como sucederá con la penitencia dolorosa, en la que se estará carente de la visión de Dios, así como con los sufrimientos derivados del fuego especial que se nos recuerda en 1 Corintios 3:15.

Una cuestión que como indicamos, hemos apreciado en el momento de leer los testamentos de muchos de nuestros antepasados, cuando en la parte dedicada a la solicitud de misas, veremos que se destinaba siempre una serie de misas para la salvación del alma de los padres y abuelos de los difuntos, que comparando desde ese momento en el que se redactaba su manda, con el periodo en el que aquella gente ya había fallecido, podían haber transcurrido varias décadas, o como decimos, unas dos generaciones, de ahí que interpretemos que el lapso de tiempo que un alma estaba divagando por el Purgatorio, era más grande de lo que dicta la tradición judía (11 meses), de lo contrario, no se entendería que una persona siguiese invirtiendo dinero en misas, 30 años o incluso más de medio siglo después de que un padre o abuelo hubiese fallecido.

Cierto es que proporcionalmente, la cantidad de misas del recién difunto, respecto la de sus padres y abuelos, era mucho mayor, por lo que se daría por hecho que era una obligación el tener que solicitar rezos por ellos, al considerarse que estos seguían presentes en el Purgatorio, aunque sin la necesidad de extender este pago en más generaciones, ya que si bien es cierto, en la última manda de las misas, siempre se dedicaba una tercera solicitud para las almas del Purgatorio (y por tanto hay entraban el resto de personas fallecidas, más allá del núcleo familiar), tampoco se explicitará un pago de misas para la salvación de bisabuelos o parientes más remotos, seguramente por darse como válida para la limpieza del pecado esas misas que durante varias décadas podían haber ejercido de manera directa los seres más cercanos, abarcando por tanto un marco cronológico que a grosso modo ocupará el intervalo de tiempo en el que vivieron y se conocieron estas personas.

La tradición católica recordará como el cristiano será sometido a dos juicios, por un lado el particular, y que vendrá justo cuando esa persona fallezca, siendo destinado hacia el Cielo si Dios lo consideraba (y pasando previamente si resultase necesario por esa purgación o limpieza de los pecados), o en su defecto acabando en el  Infierno. Es en este punto (indefinido en términos temporales), donde la salvación del alma necesitará de la ayuda de los familiares y fieles que en la tierra rezarán para la consecución de ese paso previo al encuentro con el Reino de Dios.

A continuación, esa alma llevada al Cielo, aguardará a lo que se denomina como la Resurrección General de los Cuerpos, es decir, el segundo juicio, denominado como Juicio Final en el que se confirmará la absolución definitiva ante el Creador.

 

David Gómez de Mora


Referencias:

*Archivo Diocesano de Cuenca. Legajo 249, nº 3353. Juan de Benito Saiz. La Peraleja (Cuenca), año 1570

*Archivo Diocesano de Cuenca. Legajo 773, nº 1866. Juana de Rueda. Buenache de Alarcón (Cuenca), año 1727

davidgomezdemora@hotmail.com

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Profesor de enseñanza secundaria, con la formación de licenciado en Geografía por la Universitat de València y título eclesiástico de Ciencias Religiosas por la Universidad San Dámaso. Investigador independiente. Cronista oficial de los municipios conquenses de Caracenilla, La Peraleja, Piqueras del Castillo, Saceda del Río, Verdelpino de Huete y Villarejo de la Peñuela. Publicaciones: 25 libros entre 2007-2024, así como centenares de artículos en revistas de divulgación local y blog personal. Temáticas: geografía física, geografía histórica, geografía social, genealogía, mozarabismo y carlismo local. Ganador del I Concurso de Investigación Ciutat de Vinaròs (2006), así como del V Concurso de Investigación Histórica J. M. Borrás Jarque (2013).