La religión católica recuerda el Purgatorio como el estado de purificación de las almas de los muertos, en el que estas deberán limpiar sus pecados antes de alcanzar la gloria eterna del Reino de Dios. Entender la idea que se ha ido transmitiendo sobre el Purgatorio con el transcurso del tiempo, tiene su punto de inflexión a partir del medievo, cuando el poso teológico que beberá de la tradición judía irá desarrollándose.
Una de las descripciones más
populares y que acabará influyendo en la idea del Purgatorio es la que nos
ofrecerá en su obra maestra el poeta Dante Alighieri, miembro de una casa con
cierta entidad, pues su padre Alighiero di Bellincione descendía de un linaje
de la pequeña nobleza de la facción güelfa, mientras que su madre llevaba la
sangre de los Abati (Bella degli Abati), otra casa de la nobleza asociada en
este caso a la facción gibelina. Estos datos para nosotros guardan cierto interés,
por el hecho de que nos indican del sustrato social acomodado del que procedía
el creador de la Divina Comedia.
Para entender la idea que Dante
tenía del Purgatorio, y que beberá de la concepción religiosa extendida entre
la segunda mitad del siglo XIII y primera del XIV sobre la salvación del alma,
es indispensable profundizar en el trasfondo de su obra maestra, ya que así
podremos entrever una parte esencial de la concepción dominante que durante el
medievo se tenía sobre dicha cuestión.
Tengamos en cuenta que la
influencia de la metafísica aristotélica y las corrientes populares que
materializaron una especie de cartografía espiritual, en la que el paraíso, el
Purgatorio y el Infierno posicionarán a cada ser humano tras la llegada de su
muerte (dependiendo del tipo de vida llevada durante su existencia), serán sin
lugar a duda las pautas que determinarán la imagen de ese mundo que la
tradición comienza a describir, y al que era obligado que acudiese el alma de
todo pecador que sin haber entrado en el Infierno, había de visitar siempre y
cuando no estuviera limpio de pecado.
Dante describe el Purgatorio como
una especie de montaña elevada sobre un océano, desde la que ascendiendo
niveles se podía llegar hasta el Jardín del Edén. Este lugar aparece en el
segundo de los tres cantos de su obra cumbre, esbozando una geografía muy
precisa, claramente influenciada por la teología de Santo Tomás de Aquino,
donde los problemas morales que derivan del amor, marcarán por eslabones cada
una de sus secciones. En total veremos siete zonas vinculadas en el Purgatorio con
los pecados capitales: la soberbia, la envidia, la ira, la pereza, la avaricia,
la gula y la lujuria.
Cabe matizar que para Dante, antes
de la entrada en este mundo, existía un punto previo, que tal y como su nombre
indica denominaba Antepurgatorio, es decir, una zona limítrofe, que ya quedaba
a salvo del Infierno, en la que había dos tipos de almas, siendo el caso de
aquellos que en vida habían sido excomulgados (por lo que primeramente para
entrar en lo que estrictamente era el Purgatorio habían de pasar un periodo
treinta veces equivalente a lo que duró su excomunión en vida), así como
aquellos que se habían arrepentido en el momento final de los pecados cometidos,
tanto que ni tan siquiera habían recibido el sacramento de la extremaunción (el
cual como sabemos empezará a extenderse entre los moribundos a partir del siglo
XII). Los sentenciados por esta causa, tenían que permanecer en el
Antepurgatorio un espacio de tiempo idéntico al que vivieron en la tierra, para
luego, como los anteriores, comenzar a ascender paulatinamente cada uno de los
niveles del Purgatorio.
Desde esa zona baja, escenificada
físicamente como un área piedemontera, se iba accediendo a los siete niveles de
la montaña del Purgatorio, en los que el alma habrá de cumplir con una serie de
castigos, para así obtener una limpieza, y que yendo de abajo a arriba seguirán
el siguiente orden:
El primer nivel está dedicado a
los soberbios, quienes habrán de cargar con piedras que no les permitirán ver
nada más que el suelo, pues estarán sujetos a ellas, arrastrándolas
permanentemente hasta que un día pueda acceder al siguiente estadio.
El segundo nivel es el que
ocuparán los envidiosos. Estos tendrán cosidos los párpados, mientras portarán
unas túnicas grises que simbolizarán su martirio, en un entorno donde no serán
incapaces de ver los que les rodee.
El tercer nivel se destinará a
los iracundos, es decir, la gente que había tenido una vida dominada por la
ira, estando ese espacio rodeado de humo, de manera que el castigado no podrá apreciar
nada.
El cuarto nivel es el lugar que
ocuparán los perezosos, donde estos como castigo no podrán parar de correr, permaneciendo
así en continuo movimiento, sin ningún tipo de descanso.
El quinto nivel es la zona
destinada a los avaros, habiendo el alma del difunto hallarse boca abajo y
repitiendo un rezo presente en el salmo 119:25.
El sexto nivel es el espacio
dedicado al pecado de la gula, en el que los golosos no podrán comer ni tampoco
beber ningún tipo de alimento, a pesar de que delante de sus ojos dispondrán de
los manjares más exquisitos que nunca han degustado.
El séptimo y último nivel será
para los lujuriosos, quienes habrán de pasar por una pared de llamas de forma
continua, padeciendo el dolor del fuego abrasador. Desde ahí, finalmente se
accederá a un espacio de transición, en el que el alma ya se purifica por
mediación del agua del río del olvido, y así poder ascender hacia el Paraíso.
Partiendo de esta idea
netamente jerarquizada del pecado en la que se apoya Dante, queda clara la
esencia de una tradición que tendrá su poso en el Gehena hebreo, es decir, un
lugar donde va el alma del difunto hasta que se purifica.
No cabe duda que el propósito
de Dante era de manera pedagógica, enseñarle a la humanidad, el riesgo que
conllevaba el alejarse de Dios, y las consecuencias que comportaba el tener que
limpiar los pecados tras la muerte.
Cierto es que aunque sería un
error el querer comparar el “Purgatorio judío” con el Purgatorio cristiano,
apreciamos la existencia de una larga tradición teológica que arranca más allá
del simplismo que muchos autores intentan atribuir a su génesis durante el Concilio
de Trento o los anteriores Concilios de Florencia (siglo XV) o II de Lyon (1274).
Gracias a algunos documentos
que hemos leído en el territorio conquense durante los siglos XVI y XVIII,
podemos hacer un esbozo sobre la idea que tenían del Purgatorio nuestros
antepasados. Esto se refleja en algunos procesos inquisitoriales, en los que
por causas de herejía u otra serie de acusaciones, entendemos que la
interpretación que se tenía del Purgatorio en las zonas rurales iba variando
dependiendo de los elementos que incorporaba cada sociedad. Así pues, conocemos
el caso de Juana de Rueda, definida por el Santo Oficio como una mujer
anciana “ilusa del demonio, que la
tiene embebida”, natural de Buenache de Alarcón, y acusada por la Santa Sede durante la
primera mitad del siglo XVIII.
A lo largo del interrogatorio
que se le efectúa, apreciamos su concepción del Purgatorio y el Infierno,
indicando que “entre las muchas almas que
entraban en el Infierno, unas se quedan para siempre, otras salen, y otras
están por tiempo determinado de donde salen, y pasando por el Purgatorio se van
al Cielo”.
Según su visión, el Infierno
era un lugar del que se podía escapar, aunque no siempre (pues tal y como
comenta, algunas de las almas quedarán encerradas para la eternidad).
Esto nos recuerda la idea del
Antepurgatorio de Dante, donde sin haber llegado a introducirse en el nivel
superior del Purgatorio, el alma del condenado deberá de pasar por el suplicio de
un espacio transicional del que sí puede escaparse, aunque con la condición de transcurrir
un tiempo extra, para que una vez superada la pena, ese alma consuma el periodo
correspondiente en el Purgatorio antes de su llegada al Paraíso.
Al respecto, no serán pocos los
teólogos y religiosos que siguiendo esa idea de un espacio vertical, colocarán
el Purgatorio en un estado fronterizo con el Infierno, donde en algunos casos
llegará a introducirse el fuego por la proximidad de ambos, hasta el punto de
que incluso podían mezclarse las almas, tal y como comentará Juana de Rueda.
Igualmente, leeremos otras visiones que le darán cierta distancia, al
establecer el Limbo como zona intermedia entre el Purgatorio y el Infierno.
Juana de Rueda comentaba como
por ejemplo el difunto párroco don José López de Gastea (quien fue racionero de
la Santa Iglesia de Cuenca), estaba en el Cielo en cuerpo y alma sentado en una
silla, o por ejemplo que el Licenciado Marcos (también fallecido e hijo de Ana
Ximénez y Juan Pérez de la Parra) padeció en el Purgatorio un total de seis
meses.
Otros como el Licenciado
Barambio, según Juana no le cabía duda de que estaba presente en el Infierno.
No obstante, esta fue todavía más precisa con la afirmación realizada sobre el
Licenciado Lara, quien sostenía que se hallaba en el averno hasta el día del
Juicio Final por haber realizado un pacto con el demonio, tras perder su dinero
en una partida a los naipes.
La llamada economía de la
salvación conllevaría conflictos como veremos en el interrogatorio que se
efectuará al peralejero Juan de Benito Saiz, quien fue investigado en 1570, al
ser señalado por alguno de sus vecinos, cuando dijo que si alguien fallecía, era inútil efectuar una
inversión económica en el pago de misa, argumentando que su coste “sólo servía para lucirse”. Vecinos
como Alonso de Tudela, especificaban que Juan alardeaba de “no pagar ni medio real” en
menesteres de aquella índole.
Finalmente, ante las
acusaciones del Santo Oficio, el miembro de los Benito argumentó que tales
difamaciones se produjeron por encontrarse “fuera de su juicio tras haber bebido tres veces sin comer”,
declarando que “no recordaba haber
dicho tales cosas”.
Interrogatorios como los dos
que hemos trasladado brevemente, y que se podrían completar con la extensa
colección de procesos que se preservan en los fondos del Archivo Diocesano de
Cuenca, nos ayudan a indagar en la forma de pensamiento de esa otra cara de la
sociedad rural conquense, donde ateos o herejes, ya tenían su propia idea de lo
que era el Purgatorio, la Salvación, y otras tantas cuestiones que desde la
tradición extendida desde la época de Dante como en siglos posteriores,
tuvieron un peso destacado en el subconsciente de poblaciones analfabetizadas, en
las que los conceptos teológicos y espirituales, solo era posible entenderlos
desde una pedagogía iconográfica o material, y que a tenor de los testamentos
que hemos estudiado en las varias localidades de este territorio, a pesar de no
precisar un periodo de tiempo concreto en el que se gestaba la purgación del
alma, quedaba claro que aquello dependía de la vida llevada por el difunto, y
que según la interpretación que nosotros extraemos de la documentación local, suponemos
que para ellos duraría un periodo aproximado de dos generaciones.
Una idea para nada consensuada,
pues en ese tiempo, además de depender de los pecados realizados en vida por
esa persona, veremos también a religiosos que al realizar una exégesis sobre el
periodo que el pueblo de Israel pasó en el desierto, entenderán que 40 años era
la fecha que un alma había de pasar en el Purgatorio. No obstante, otros teólogos
de la época, subirán la cifra a varios siglos, pues conocemos indulgencias que
otorgaban perdones superiores a mil años. De ahí que resulte imposible precisar
en una tabla numérica el transcurso de tiempo que un alma tenía que pasar en ese
estado.
Desde las sagradas escrituras
se especifican algunas de las características del Purgatorio, influyendo claramente
en la mentalidad dantesca, como sucederá con la penitencia dolorosa, en la que
se estará carente de la visión de Dios, así como con los sufrimientos derivados
del fuego especial que se nos recuerda en 1 Corintios 3:15.
Una cuestión que como indicamos,
hemos apreciado en el momento de leer los testamentos de muchos de nuestros
antepasados, cuando en la parte dedicada a la solicitud de misas, veremos que
se destinaba siempre una serie de misas para la salvación del alma de los padres
y abuelos de los difuntos, que comparando desde ese momento en el que se
redactaba su manda, con el periodo en el que aquella gente ya había fallecido,
podían haber transcurrido varias décadas, o como decimos, unas dos
generaciones, de ahí que interpretemos que el lapso de tiempo que un alma
estaba divagando por el Purgatorio, era más grande de lo que dicta la tradición
judía (11 meses), de lo contrario, no se entendería que una
persona siguiese invirtiendo dinero en misas, 30 años o incluso más
de medio siglo después de que un padre o abuelo hubiese fallecido.
Cierto es que
proporcionalmente, la cantidad de misas del recién difunto, respecto la de sus
padres y abuelos, era mucho mayor, por lo que se daría por hecho que era una obligación
el tener que solicitar rezos por ellos, al considerarse que estos seguían
presentes en el Purgatorio, aunque sin la necesidad de extender este pago en
más generaciones, ya que si bien es cierto, en la última manda de las misas,
siempre se dedicaba una tercera solicitud para las almas del Purgatorio (y por
tanto hay entraban el resto de personas fallecidas, más allá del núcleo
familiar), tampoco se explicitará un pago de misas para la salvación de
bisabuelos o parientes más remotos, seguramente por darse como válida para la
limpieza del pecado esas misas que durante varias décadas podían haber ejercido
de manera directa los seres más cercanos, abarcando por tanto un marco
cronológico que a grosso modo ocupará
el intervalo de tiempo en el que vivieron y se conocieron estas personas.
La tradición católica recordará
como el cristiano será sometido a dos juicios, por un lado el particular, y que
vendrá justo cuando esa persona fallezca, siendo destinado hacia el Cielo si
Dios lo consideraba (y pasando previamente si resultase necesario por esa
purgación o limpieza de los pecados), o en su defecto acabando en el Infierno. Es en este punto (indefinido en
términos temporales), donde la salvación del alma necesitará de la ayuda de los
familiares y fieles que en la tierra rezarán para la consecución de ese paso
previo al encuentro con el Reino de Dios.
A continuación, esa alma
llevada al Cielo, aguardará a lo que se denomina como la Resurrección General
de los Cuerpos, es decir, el segundo juicio, denominado como Juicio Final en el
que se confirmará la absolución definitiva ante el Creador.
David Gómez de Mora
Referencias:
*Archivo Diocesano de Cuenca.
Legajo 249, nº 3353. Juan de Benito Saiz. La Peraleja (Cuenca), año 1570
*Archivo Diocesano de Cuenca.
Legajo 773, nº 1866. Juana de Rueda. Buenache de Alarcón (Cuenca), año 1727