martes, 4 de octubre de 2022

La previa a la “llegada de las ánimas” en la tierra de Cuenca siglos atrás

Antaño octubre era un mes de preparativos, un momento clave y punto de inflexión dentro del calendario cristiano, que recordaba la llegada inminente de una de las festividades que gran arraigo y significación tenía en aquellos enclaves católicos como el caso de los pequeños municipios que se diseminan por la geografía rural de esta provincia.

La documentación y los resquicios de un folklore de una riqueza ancestral, ya nos dejan entrever como era la vida desde la festividad del Arcángel San Miguel (a finales de septiembre, cuando las mujeres invertían ingentes cantidades de tiempo en rezos por las almas de los difuntos hijos, padres, abuelos, parientes y amigos), hasta llegar a una serie de jornadas claves, que recordaban como era la vida en pleno otoño en una zona, donde el frío y la reducción de las horas de sol, daban paso al recogimiento y la reflexión del cristiano, todo ello con el fin de honrar a unos antepasados, que durante tres días que comprendían desde la víspera de Todos los Santos, hasta finalizar la jornada de los Fieles Difuntos, la tradición cuenta que volvían a sus hogares.

Nadie discutía la importancia que tenían esas jornadas, en las que muchísimos conquenses encendían velas dentro de sus viviendas, e incluso incrementaban el número de platos de comida encima de la mesa, dependiendo de la cantidad de almas de difuntos, y que según la costumbre, volvían a su hogar para visitar a los familiares que todavía quedaban en el mundo terrenal.

Desde la misma tarde del día 31 de octubre, hasta el transcurso del día 2 de noviembre (según el lugar o sus gentes), las procesiones de ánimas invadían las calles de aquellas tranquilas localidades, donde desde sus cofradías se invertían ingentes cantidades de tiempo y dinero en el rezo de misas por la salvación de las almas, en memoria de aquellas personas, que todavía estaban atrapadas en el Purgatorio y que por tanto no habían conseguido alcanzar el Reino de Dios.

Eran días de rigor y mucho respeto, en los que estaba prohibido bromear o salir de casa para actividades ociosas, e incluso faenar. Jornadas estrictamente en familia, de esas en la que los integrantes de la casa se disponían alrededor del calor de la chimenea, comiendo dulces y degustando los platos típicos, con los que recordaban la figura de aquella gente entrañable que por desgracia ya había partido hacia el mundo de los muertos.

El sonido y repique de las campanas de manera aleatoria a lo largo del día, no se producía únicamente desde el campanario de la iglesia, pues dentro de los hogares, era necesario tener algún manojo a mano de este instrumento, no fuese que huéspedes inesperados les visitasen. Se decía que el sonido de la campana podía repeler la entrada de almas que solo podían traer desgracias a sus moradores.

Durante ese intervalo de tiempo se vivía una mezcla de sentimientos, por un lado la ilusión y ganas de volver a sentir que los seres queridos que habían habitado aquel hogar volvían durante unas horas a reencontrase con su gente, no obstante, el temor (alimentado por relatos que bebían de la tradición y la superchería), daba paso a la preocupación de que alguna ánima ajena o perdida, pudiese merodear la vivienda, suponiendo ello un grave riesgo para los residentes. Pues no era buena idea que los muertos que no estaban invitados acabasen invadiendo un espacio que no les correspondía.

¿Qué podía hacerse para prever una situación como aquella?

Los lugareños sabían de métodos y costumbres ancestrales, que muchas veces sobrepasaban la línea de lo oficialmente aceptado por la iglesia, pues venían de un poso anterior a la fundación cristiana. No podemos averiguar cuáles de aquellos dichos, y que se habían ido introduciendo con el transcurso de los siglos, eran más antiguos, pues estos acabarían fosilizándose en el inconsciente de un colectivo rural, que paulatinamente los fue aceptando y adaptando con el paso del tiempo. De lo que no había ninguna duda, es que existía una enorme preocupación por querer hacer las cosas bien, pues todo el mundo deseaba evitar cualquier tipo de desgracia.

Si desde siglos atrás en Saceda del Río muchos de los puntos alejados del casco urbano eran protegidos con velas que funcionaban como una especie de aduanas que indicaban a las almas, cuales habían de entrar o salir del pueblo, algo similar sucedía en los postes que se emplazaban en los caminos ubicados en las zonas de entrada, tal y como veremos en Caracenilla.

Poste de las ánimas en las afueras de Caracenilla

Octubre era un mes indispensable para hacer bien los deberes, tal y como se recordaba en Piqueras del Castillo, donde el primer domingo de ese mes, cada año se realizaba la fiesta del Cabildo de Nuestra Señora del Rosario, siendo respaldada por los cofrades de dicha agrupación. Para ello se efectuaba una procesión, con misa cantada, que al día siguiente finalizaba con un réquiem, y que corría a costa del mayordomo.

Algo parecido ocurría en la mayor parte de las iglesias de esta tierra, tal y como veremos en Verdelpino de Huete, donde tampoco podía faltar el altar dedicado a esta advocación. Al respecto hemos de recordar que el día de esta Virgen, se rezaba para pedir su intercesión, todo ello siguiendo un rezo similar al que se efectuaba habitualmente, pero con la diferencia de que esta vez se le agregan algunas jaculatorias, así como se produce una leve variación en la Letanía.

El motivo no era otro que los beneficios que reportaba su veneración, pues del mismo modo que como ya había ocurrido durante el día de San Miguel Arcángel, estábamos ante una jornada en la que la eficiencia de los rezos por la salvación de las almas del Purgatorio era mucho más potente, ya que el rosario es un objeto poderoso que destruye el pecado, y obtiene actos misericordiosos para los hijos de Dios que están en la búsqueda de su salvación.

El encontrar un espacio libre en las bancadas que quedaban junto a los altares que veremos de esta Virgen en las diferentes iglesias de los pueblos que hemos ido estudiando, se convertían en puntos codiciados, junto a los que uno ya no solo deseaba descansar eternamente llegado el momento de la muerte, sino también alrededor del que pasar la mayor parte de las horas durante esa fecha tan señalada, pues la salvación de las ánimas no se producía rezando de modo esporádico. 

Podemos decir que esta cuestión la hemos apreciado personalmente en el momento de leer los testamentos de muchos de nuestros antepasados, cuando en la parte dedicada a la solicitud de misas, apreciamos que se dedicaban siempre una serie de estas para la salvación del alma de padres y abuelos de los difuntos, que comparando desde ese momento en el que se redactaba su manda, con el periodo en el que aquella gente ya había fallecido, veremos que podían haber transcurrido varias décadas, de ahí que podamos interpretar, que el lapso de tiempo que un alma estaba divagando por el Purgatorio, era más grande de lo que uno puede llegar a imaginarse, de lo contrario, no se entendería que una persona siguiese invirtiendo dinero en misas, 30 años o incluso más de medio siglo después de que un padre o abuelo hubiese fallecido.

Altar de la Virgen del Rosario en la Iglesia de Verdelpino de Huete

En los pueblos, la presencia de animales en las casas y los campos, hacían que alrededor de su figura comenzasen a extenderse muchas leyendas que calaban fuertemente en el subconsciente de una población muy creyente, y que muchas veces no sabían separar de los preceptos católicos, por lo que evidentemente esas costumbres no eran bien vistas desde el clero de la ciudad.

Durante estas semanas, había infundido un temor, que señalaba determinadas acciones o comportamientos de los animales, que se entendían como augurios que iban asociados con situaciones que ponían en peligro la vida de las personas.

Así por ejemplo, sabemos que antaño en este territorio, como en otros puntos de nuestra geografía peninsular, estaba extendida la creencia de que el aullido de los perros (especialmente durante la llegada de los días claves para las procesiones de las almas), podían significar que algún miembro de la casa pudiese fallecer en cuestión de poco tiempo. Resulta interesante esta creencia, por el hecho de que veremos como ya en el Antiguo Egipto, Anubis era la deidad encargada de vigilar las tumbas, es decir, el señor de las necrópolis o cementerios, estando precisamente representado con una cabeza de chacal o perro salvaje, de ahí el trasfondo de una tradición que como veremos asociará la presencia o acción del cánido con el mundo de los muertos desde milenios atrás, extendiéndose a lo largo del territorio, hasta finalmente llegar a estas latitudes. En Saceda del Río se decía que cuando un perro lloraba se anunciaba una muerte inminente.

Otro animal al que se miraba con muchos recelo durante esas fechas era el gato, el cual se decía que cuando posaba su mirada sobre un lugar en el que no había nada y este erizaba su pelo, era por el hecho de que había observado la presencia de alguna alma que estaba presente.

Cuadro de las almas del Purgatorio en la Iglesia de Piqueras del Castillo

Igual de larga es la tradición que hay sobre los búhos y las lechuzas, pues se decía que ver u oír a una de estas aves cerca de una casa, era sinónimo de mal presagio, puesto que la muerte podía llegarle a alguno de los residentes de la morada. No olvidemos como precisamente en el municipio conquense de La Peraleja, ya se asustaba a los niños diciéndoles que si estos se alejaban de sus casas, el Bú (un ser mitológico representando por un gigantesco búho de rasgos antropomorfos, con el rostro de un ave y fuertes garras en sus brazos y pies), podía llevarse a los niños que no obedecían a sus progenitores. Muestra de que precisamente por estas tierras, la idea que se tenía de estas aves no era precisamente muy buena.

Los zorros formaban también parte de aquellas creencias, pues el folklore local recordaba que si este entraba en una casa durante el día sin poder salir de la misma, aquello era presagio de que en esa familia alguien moriría pronto.

Algo parecido como sabemos ocurría con los gallos o las gallinas, y que tan frecuentemente aparecen citados en los inventarios de los bienes de nuestros antepasados. Pues de los primeros se decía que si cantaban en horas que usualmente no solían hacerlo (especialmente durante estas jornadas tan señaladas), era signo inequívoco de que la muerte acechaba la casa. Un hecho similar se decía de la gallina cuando imitaba el canto del gallo o si cacareaba de noche, llegando incluso a distinguirse, de acorde a si los cantos se emitían entre un gallo y una gallina o dos gallinas, que esa muerte podía ser para una soltera o el matrimonio del hogar. Sabemos que muchas veces para prevenir esta desgracia, el ave era sacrificada al día siguiente, de modo que se indicaba que aquel presagio ya no surtía efecto.

Finalmente, tampoco podemos olvidar el caso de los cuervos, un ave abundante en estas tierras, y que como sabemos, siempre irá asociada con la muerte. Tanto si aparece en sueños, como físicamente alrededor de una vivienda, se creía que este animal podía estar anunciando un trágico final. El color negro de su plumaje, el sonido de su canto, y el hecho de que se alimenta de animales muertos, le ha valido en muchas culturas su vinculación con el mundo del oscurantismo.

Tampoco podemos pasar por alto el uso de amuletos protectores, que la documentación de algunos testamentos sacan a la luz, habiendo unos más deseados o cotizados que otros, y que conforman ese corpus de las creencias y una preocupación ancestral por la llegada inesperada de la muerte. Al respecto recomendamos las obras del “Catálogo de amuletos del Museo del Pueblo Español”, así como especialmente, y para tratar con mayor profundidad el caso que nos ocupa, el libro de “La Colección de Amuletos del Museo Diocesano de Cuenca”. Ambas publicaciones, explican el uso y creencias que se le han dado a minerales o diferentes objetos, que cobraban especial interés durante esta fase previa a la llegada de las fiestas de los difuntos, por ser según la tradición local, unas de las mejores herramientas para proteger a los inquilinos de una casa, ante la llegada de un fatídico destino. Una cuestión que brevemente en otro artículo vamos a tratar un poco más a fondo.

David Gómez de Mora

davidgomezdemora@hotmail.com

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Profesor de enseñanza secundaria, con la formación de licenciado en Geografía por la Universitat de València y título eclesiástico de Ciencias Religiosas por la Universidad San Dámaso. Investigador independiente. Cronista oficial de los municipios conquenses de Caracenilla, La Peraleja, Piqueras del Castillo, Saceda del Río, Verdelpino de Huete y Villarejo de la Peñuela. Publicaciones: 25 libros entre 2007-2024, así como centenares de artículos en revistas de divulgación local y blog personal. Temáticas: geografía física, geografía histórica, geografía social, genealogía, mozarabismo y carlismo local. Ganador del I Concurso de Investigación Ciutat de Vinaròs (2006), así como del V Concurso de Investigación Histórica J. M. Borrás Jarque (2013).