Estos días tuve la fortuna de volver a visitar la tierra en la que descansa una parte importante de mis raíces. Como suele ocurrirme, cada vez que llego a casa, pienso y valoro lo poco que uno necesita para ser feliz sin necesidad de irse muy lejos de donde vive. Esta vez parte de mi viaje lo centré en el despoblado de Carrascosilla, un lugar aparentemente dejado de la mano de Dios, pero donde tuve la suerte de toparme con el guarda rural que de forma permanente se encuentra vigilando todo el perímetro del coto de caza en el que se encuentran los dominios de esta vieja aldea.
En esta ocasión, Jaime, y a quien desde aquí agradezco enormemente el interés mostrado por enseñarme y explicarme como fue el devenir de las últimas décadas de este enclave, uno todavía puede respirar esa esencia de las áreas rurales en la que los duros quehaceres diarios forjaban la personalidad del campesino inmerso en aquella rutina que tanto lo castigaba físicamente, y donde debemos ser conscientes del legado que de manera impertérrita fueron manteniendo sucesivas generaciones con el paso de los siglos, hasta que de manera brusca y como la vida misma, trágicamente se acabaría desvaneciendo.
Un municipio que como sabemos partía de unos precedentes de despoblamiento, pero que siempre se pudieron enmendar. A simple vista, y a pesar de encontrarnos delante de un montón de ruinas, nadie con dos dedos de frente se atrevería a poner en tela de juicio la riqueza etnográfica que impregnó a las gentes que en el pasado daban vida a sus casas. Un patrimonio inmaterial de largo recorrido, y que por desgracia no suelen recoger los libros, pero que tan sabiamente se transmitía generacionalmente entre los hogares de hombres y mujeres sin estudios, cuyo sentido de la intuición y las vivencias diarias, les bastaba para vivir mejor que cualquiera de nosotros (a pesar de la ingente cantidad de cacharros y aparatos con los que hoy contamos para no ahogarnos en un vaso de agua). Cuánta grandeza humana se ha ido perdiendo con esas personas.
Lo poco que uno puede hacer desde aquí, a parte de lamentarse, es manifestar una y otra vez su admiración hacia gentes anónimas a los ojos de la historia, pero hábiles y diestros en el manejo de la azada, y sin los que muchos no habríamos llegado hasta el presente. Gentes que nunca pisaron una universidad, que con 15 años ya estaban hartos de trabajar, y a quienes pasadas varias generaciones, nadie recuerda salvo las hojas de los registros parroquiales que dan testimonio de su paso por este mundo terrenal.
No me canso de recrearme imaginando en cómo vivían aquellos grupos familiares, cerrados a la vez que endogámicos, constituidos sobre la base de un puñado de casas. Aldeas con una distribución urbana muy parecida, pero a la vez heterogénea, en las que uno presencia los recodos más característicos de esa vida rural, como sucede con las cuadras y corrales, los cuales daban a la vivienda el complemento ganadero que todavía engrandecía más si cabe la independencia económica de sus gentes.
Sabemos que algunas veces estos espacios se disponían anexos a la casa, o bien se prolongaban en la parte baja de la residencia, de modo que con sus abrevaderos y comederos se conformaba un entorno idóneo para que los animales se encontrasen a salvo, y gracias a los que se calentaba y regulaba térmicamente la zona superior del hogar.
Estas viviendas como era obligatorio, contaban con su correspondiente chimenea, estando en funcionamiento buena parte del año debido a la dureza del clima de esta tierra. Era por ello necesario contar con una buena reserva de leña, pues en esta región uno nunca sabía como podía comportarse la meteorología. Alrededor de la chimenea se disponía lo que era el espacio social por excelencia de la familia, de forma que gracias a su lumbre, y con la ayuda de unas cuantas sillas y taburetes, todos los presentes se disponían a cenar. En esa misma planta solían encontrarse las habitaciones, y en las que como sabemos era habitual que durmiesen varias personas. Resulta imposible ignorar el palomar. Una construcción popular destinada a la cría de pichones y palomas que consumían los mismos inquilinos.
La decoración de la vivienda era austera, y salvo estanterías o la presencia de algún elemento de índole religioso que colgaba en las paredes, pocas cosas más podían verse en aquellas habitaciones encaladas de arriba a abajo. En la mayoría de casos sabemos que se solía ser respetuoso con las tradiciones y la práctica de la religión cristiana, y eso a pesar de que en estos tiempos uno llegue a leer visiones completamente distorsionadas, que pretender secularizar una sociedad, donde pocos discutían la importancia de la religión ya no solo como un elemento espiritual, sino también cultural y gracias al que nuestros abuelos fueron ese tipo de personas que conformaron una gente trabajadora y luchadora que dio a sus hijos todo lo que pudo y más.
El horno de Carrascosilla como la inmensa mayoría de su trama urbana se encuentra en estado ruinoso, no obstante sabemos que se hallaba en la zona cercana al riachuelo que discurre junto a un lateral. Cruzado este perímetro, y adentrándonos en las montañas del término, uno puede apreciar las características cuevas-bodegas en las que nuestros antepasados depositaban esas vastas tinajas que hoy sirven de reclamo turístico a muchos de los forasteros que desconocen la grandeza etnográfica de estas tierras.
(Imágenes de una cueva-bodega, palomar, chimenea y comederos de Carrascosilla)
David Gómez de Mora