La preocupación por la muerte y el temor a que el alma del pecador no llegase a encontrar la salvación, o permaneciera un tiempo considerable sufriendo dentro del purgatorio, eran motivos más que fundamentados para que muchos de nuestros antepasados invirtieran ingentes cantidades de dinero en promover mediante obras y pagos de misas, una solución con la que remendar los pecados que la religión cristiana recordaba que las personas cometíamos frecuentemente, a través de las imperfecciones y debilidades con las que ya venimos marcados a fuego desde el día de nuestra existencia. No olvidemos que los pecados capitales reconocidos por el cristianismo son siete: la ira, la gula, la soberbia, la lujuria, la pereza, la avaricia y la envidia.
Partiendo de este hecho, hemos de entender que el ser humano ya nace pecador, de ahí que la teología escolástica distinga entre el peccatum originale originans, es decir, el pecado original originante que deriva de la desobediencia cometida por Adán y Eva con sus respectivas consecuencias (Gen 2:17), así como el peccatum originale originatum: el pecado original originado, y que representa la fragilidad que todos los mortales presentamos ante Dios, incluyendo hasta los reyes y magnates, que ni con todo el dinero del mundo jamás podrán alcanzar una gloria directa y segura, pero casi garantizada, a través de la realización de obras y acciones que demostrarán ante los ojos del Señor, la involucración de esa persona por el cumplimiento de unas buenas acciones encauzadas a su arrepentimiento.
Como veremos en algunas de las Iglesias que hemos podido estudiar a través de la documentación que se conserva en los fondos parroquiales de los diferentes municipios de la provincia de Cuenca, percibimos en términos generales como la fundación de una capellanía o la necesidad de ingresar familiares dentro de una corporación religiosa o parroquia, eran una garantía para las personas de su entorno, puesto que se traducía en la tenencia de un miembro dentro de la casa del Señor, y por lo tanto, de alguien que había rezando constantemente por la salvación del alma de sus seres queridos. Cuestión que como podremos apreciar no estará reñida con el tamaño de cada localidad, pues por ejemplo, veremos como en el caso de Saceda del Río, a finales del siglo XVIII llegarán a existir alrededor de 9 sacerdotes, cuando en el pueblo ni tan siquiera se superaba un vecindario con más de un centenar de hogares.
El afloramiento de capillas privadas, será también otra de las formas de mejorar la imagen de cada templo, a la vez que de proyectar el linaje que pagaba esas obras, es decir, un arma de doble filo que mientras promovía los actos positivos de esa familia por colaborar con la Iglesia y limpiar sus pecados, les ayudaba a incrementar la influencia de su nombre dentro del municipio, ejemplo son los Reyllo, Ximénez-Moreno y Ruiz de Alarcón en la localidad de Buenache, donde cada una de estas familias disponía de una capilla privada para su enterramiento, además de una zona distinguida desde la que poder escuchar la celebración de las liturgias, y a las que eran invitadas las personalidades de cierta relevancia cuando visitaban la población.
Lápida del cura don José López Saiz. En ella puede leerse: “D.O.M. Deo Optimo Maximo (que significa -Para Dios el mejor y más grande-), Aquí yace Don Joseph López, presbítero natural de esta villa de Villarejo de la Peñuela (…) murió el 31 de mayo de 1730. Puso esta lápida su sobrino Pedro López, presbítero, año de 1759, R.I.P.”
De la misma forma habrá quienes buscarán sitios concretos dentro del templo, que a través de la ubicación o tenencia de una sepultura en un lugar considerado como de sacralización superior, lucharán por la adquisición de una parcela concreta dentro de cada Iglesia. Así pues, la zona cercana al altar mayor o aquellos lugares a los que un linaje tenía un cariño especial (por estar ahí una advocación a la que la familia guardaba mucha veneración), serán algunos de los criterios que premiarán en la elección de un espacio determinado por parte de los feligreses.
Las zonas de tránsito de la nave, o la franja diestra, por ser la parte que quedaba a la derecha del Padre (pues recordemos que Jesucristo está sentado a la diestra de Dios Padre en el cielo), serán otro ejemplo de puntos codiciados, pero que nunca podrán competir con el área en la que se posicionaba el altar mayor, estando muy reñida la ocupación del entorno que quedaba a sus pies, hecho que veremos en el caso de la lápida de los Sainz de Zafra de Buenache de Alarcón, quienes durante el siglo XVIII tras sacar una ejecutoria de hidalguía, enaltecer su nobleza, y ser una de las casas más ricas del pueblo, optarán por la adquisición de este preciso lugar. La explicación por ocupar esa zona de la Iglesia, se debe a que esta es la parte más cercana a la celebración del sacramento de la Eucaristía, y por lo tanto, del ofrecimiento del pan y el vino, que como ya sabemos, representan los signos del cuerpo y sangre de Cristo, en memoria de su pasión, muerte y resurrección.
No obstante, también veremos casos en los que directamente las personas más pudientes, llegarán a ocupar una zona de enterramiento en uno de los lados que había dentro del mismo altar mayor, tal y como ocurrirá en la Iglesia Parroquial de Caracenilla con el mecenas y canónigo León-Gascueña.
Los beneficios de las gracias que se obtenían a través de las fundaciones, o del espacio ocupado para el descanso eterno, generarán una serie de intereses por la venta y ocupación de los vasos de almas ubicados en las filas más próximas al altar. En este sentido cabe recordar el croquis de sepulturas que se conserva en el Archivo Diocesano de Cuenca, referente a las zonas de enterramiento que había en la Iglesia Parroquial de Piqueras del Castillo, en donde se especifica a través de un mapa, la propiedad que tenían asignadas cada una de las familias del pueblo, y que evidentemente en el caso de las más próximas al altar, correspondían con aquellas que gozaban de una mayor disponibilidad de bienes.
En Verdelpino de Huete, el aprecio por el altar de la Virgen del Rosario, se hará patente en el libro de defunciones, tal y como lo manifiesta la lápida de un religioso, que junto con otras familias, estuvieron interesadas en poder enterrarse en esa zona concreta. Ello se debe a que las indulgencias que se podían recibir de determinadas advocaciones, además de poder enterrarse con un hábito que evocara un signo de pobreza como la del franciscano, eran muestras que manifestaban ante Dios su arrepentimiento por el cumplimiento de sus pecados, y por tanto acciones positivas con las que limpiar el alma de modo eficaz.
El temor de la gente a ser condenados eternamente en el infierno, o el trámite pasajero del purgatorio, se percibía en cada templo, especialmente en la iconografía de los retablos y cuadros que recordaban a los feligreses el peligro de alejarse de los preceptos morales.
Hemos de decir que aunque no habrá una temporalidad asignada en lo que respecta al periodo que un cristiano podía pasar en el purgatorio, hemos comprobado a través de muchas partidas de defunción, como se siguen solicitando misas para la salvación de las almas de padres y abuelos por parte de sus hijos, cuando estos ya llevaban fallecidos bastantes décadas, cuestión por la que nosotros al menos llegamos a desprender que la presencia en ese estado no debería de ser muy reducida, ya que por ejemplo en la mentalidad judía, la limpieza del alma del difunto no sobrepasa un periodo de tiempo superior al año.
La envidia por parte de quienes deseaban aspirar a tener más bienes que los de sus vecinos; la ingesta de alimentos innecesarios en periodos de caristia o el excesivo consumo de alcohol; el acomodamiento de una vida rutinaria fundamentada en la pereza, los pensamientos o actos impuros de la carne a través de la lujuria, sin olvidar la avaricia, motivarán la necesidad de una inversión constante por parte de estas sociedades, que a través de la compra o adquisición de piezas para la celebración de la liturgia, además de obras que permitiesen una mejora del templo o el alzamiento de una ermita (como ya hemos visto en el caso de Saceda del Río y Villarejo de la Peñuela, o con la edificación de un humilladero, tal y como se recoge en la documentación notarial de Verdelpino de Huete), reflejan esa constante preocupación por parte de las personas con cierta capacidad económica, en aras de intentar poner a buen recaudo su alma antes de la llegada del Juicio Final.
Creemos indispensable, tal y como hemos repetido en multitud de ocasiones, que para la comprensión de la mentalidad de las sociedades de antaño, como especialmente por lo que atañe en nuestro caso a las de índole rural, los investigadores no solo hemos de ceñirnos a documentos y legajos que abarquen elementos de carácter fiscal, civil o jurídico, sino también referentes a la teología y mentalidad católica de la que bebe nuestra tradición, y por lo tanto, consiguientes referencias interpretadas de las sagradas escrituras, pues solo de ese modo, uno puede acercarse con mayores garantías, a la idea de la moralidad establecida en su momento, sobre una población de la que poco o casi nada se ha escrito desde esta perspectiva, pues veremos como partiendo de este enfoque, comenzaremos a entender los miedos y preocupaciones que acechaban las mentes de aquellas gentes, la gran mayoría nombres anónimos, olvidados, o en apariencia carentes de interés, pero que gracias a los que muchos de nosotros hemos llegado hasta aquí.
David Gómez de Mora