En una de las zonas elevadas de la cara litoral de la Serra d'Irta, hallamos una modesta loma que alcanza una cota máxima de 204 m.s.n.m., y que en la localidad de Peñíscola se designa con el nombre del coll d'En Berri.
Aunque la forma escrita varia dependiendo de las fuentes que consultemos (Emberri o Enberri), cabe decir que ya hace varias décadas atrás, en un artículo de la revista Peñíscola bajo el título “La barraca del secano peñiscolano”, el investigador Juan-Luis Constante Lluch, plantea la posibilidad de que el topónimo En Berri, pudiese derivar de la forma En Bayarri, apellido de un linaje local, que como sabemos se encuentra presente desde hace varios siglos entre muchos de sus habitantes.
Cualquiera que conozca esta franja de la sierra, sabrá que en la ladera que desciende hacia el piedemonte costero, aparecen decenas de estrechos márgenes de piedra, que nos confirman el uso agrícola del lugar en tiempos pasados, a pesar de que hoy toda su extensión se encuentre abandonada. Es precisamente metros abajo de esa referida área, donde apreciamos las ruinas de una característica casa de labranza con miras hacia el mar, y que por su altura (en la cota de los 170 m.s.n.m.), ofrece unas vistas espectaculares en las que uno comprueba la inmensidad de las aguas del Mediterráneo.
A finales del siglo XIX calculamos que en el término municipal de Peñíscola podían existir alrededor de unas 150 casas de labradores, las cuales, dependiendo de su tamaño y forma, se podrían catalogar dentro de un amplio abanico de subcategorías, no obstante, comentábamos anteriormente que su uso por norma general se limitaba a periodos o días concretos del año. Tratándose de obras rústicas, alzadas muchas veces por el mismo labrador, especialmente cuando la disponibilidad de animales y el hecho de frecuentarlas más a menudo, incentivaba su ampliación con espacios adicionales.
La individualización de la propiedad rural, motivaría la aparición de pequeños y medianos labradores que como decíamos irán construyéndolas. Así pues, en las zonas agrícolas, veremos como el trigo, el algarrobo, el olivo, y especialmente el cultivo de vid hasta el momento de la filoxera, marcaron el uso del suelo de una parte considerable del campo peñiscolano.
La estampa más auténtica de estas construcciones se acompañaba con el característico carro y macho con el que el labrador se había desplazado hasta la zona, todo ello sin olvidarse de la compañía de uno o varios perros, que bien adiestrados podían ayudarle a cazar alguna de las muchas perdices o conejos que había en las inmediaciones.
Tampoco podemos olvidar que muchas de estas modestas residencias tenía como origen la presencia de un pajar, los cuales se construían en un primer momento como un mero espacio de almacenaje, en el que luego el complejo podía evolucionar hacia una vivienda más propia de un labrador, y que llevará a la consolidación de casas-pajares esparcidas en diferentes zonas del término municipal.
La ausencia de fuentes en muchas de estas, obligaba a la creación de un cocó: una estructura para la captación de agua de pequeñas dimensiones (inferior a una balsa), protegida por una cubierta para que el agua no se evaporara, y que el propietario empleará para el consumo animal.
Tampoco hemos de olvidar que también se podían levantar muros de piedra, barracas o refugios, especialmente cuando la cantidad de roca que afloraba en la finca era abundante, ya que muchos campesinos, antes de dejarla amontonada en una zona, o abandonada en medio del campo (con la incomodidad adicional que comportaba para faenar), esta se destinaba para la realización de construcciones de piedra en seco.
La disposición de estas casas de campo en un entorno remoto y aislado, propició que en periodos de guerras, como especialmente durante la contienda carlista, muchos rebeldes y forajidos de la población aprovecharan su disponibilidad como punto de encuentro, nada extraño como sabemos en el caso de Peñíscola, pues la idiosincrasia de su vecindario siempre les acercó más estrechamente al carlismo, que a esa vida burguesa del aposentado de capital, a pesar de la tan repetida historia generalista que intenta vincular a sus habitantes, con los intereses de una minoría que desplazó el gobierno hasta lo alto de su roca, para ocupar su plaza militar únicamente por las prestaciones geoestratégicas del enclave.
Cuestión que como sabemos poco tiene que ver con la multitud de vecinos que durante este periodo maquinaron conspiraciones que tenían como objetivo la entrega del lugar al “enemigo”. Fenómeno que no debe de sorprender a quienes desconocen la forma de vida llevada a cabo por nuestros ancestros, pues sabido es que una buena mayoría siempre estuvo más cerca de aquella rutina costumbrista, que se insertaba profundamente en el contexto de las sociedades ruralizadas, de la que escasas o ninguna diferencia existía respecto la desempeñada por los habitantes de tierras más interiores de nuestra provincia, y de los que pocos se atreverían a discutir su involucración por la causa antiliberal, donde afortunadamente las tradiciones como la identidad, eran características sagradas, que de forma intergeneracional, se transmitieron como esenciales en sus familias.
David Gómez de Mora