Benedicto Collado Fernández en su obra monográfica sobre la historia del Picazo, nos regala una colección de datos valiosísimos, gracias al ardua labor en la que reconstruye una parte de su pasado, mediante los diferentes episodios vividos en las calles y casas de una localidad conquense, que tampoco se librará de un conflicto político (muchas veces ignorado por la historiografía general en el caso de estas latitudes), donde como es sabido, las secuelas del carlismo y consiguientes contiendas civiles derivadas de su desarrollo, calaron incluso en las generaciones futuras.
Así pues, su autor apoyándose tanto en documentación de las actas del archivo municipal, como especialmente en los testimonios de un episodio acaecido en el pueblo en septiembre de 1834, y relatado con todo lujo de detalle en un expediente de la audiencia territorial criminal del Archivo Histórico Provincia de Albacete, podemos hacernos una idea, de cómo se vivió esta fase inicial del conflicto en las tierras meridionales de la provincia conquense.
Para mayor precisión, queremos apuntar que de las más de 370 hojas que forman el trabajo de Benedicto, cabe destacar para nuestro interés las secciones que comprenden el periodo de la primera guerra carlista (páginas 138 a la 156), así como la relativa al periodo final (páginas 175 a la 184), donde se destacan los principales episodios ocurridos en el municipio durante el desarrollo del conflicto.
Durante el desarrollo de la fase inicial, a pesar de que en El Picazo la columna móvil de su demarcación junto la milicia local intentarán garantizar un control de la situación, veremos cómo entrado el verano del año 1834, la cosa comenzó a enturbiarse, así pues, el 3 de septiembre de ese mismo año, en El Picazo se producirá un levantamiento, encabezado según los testimonios del lugar, por un joven estudiante, que acompañado por los hombres del pueblo, y entre los que estaba nuestro personaje de interés (Nicolás Segovia), se iniciaría una escaramuza, que acabaría sentenciando el destino de muchos de sus partícipes.
Sabemos que la jornada previa a los hechos ocurridos, Collado (2004) informa que el alcalde liberal del Picazo, sospechaba de algunos vecinos (que como era sabido simpatizaban con el movimiento), pudiesen estar tramando una intervención para sublevarse, puesto que durante la noche anterior, en una ronda en por los hogares de los sospechosos, este se percató de que algunos no estaban en sus casas, razón por la que al día siguiente, viendo lo ocurrido en Campillo y que a continuación vamos a relatar, este acabaría citándolos, para que se presentaran hasta las dependencias municipales, y de este modo ser encarcelados por precaución.
Partiendo de la evidencia de lo que iba a sucederles a los carlistas del municipio, estos solicitaron si se les podía dejar al menos comer aquella tarde en sus hogares con la familia, cosa que como era de imaginar no ocurrió. Viendo la situación, los rebeldes prepararon una emboscada con la que acabaron recibiendo a balazos al alcalde y su milicia, justo cuando estos fueron a su búsqueda tras no haberse cumplido con lo acordado.
Es entonces cuando desde la chopera, tal y como relata Benedicto Collado (2004, 140), al grito de viva Carlos V y a por ellos, los sublevados respondían con un fuego cruzado, que debido a su superioridad numérica (pues recordemos que la milicia picaceña aquel mismo día tenía una parte de sus hombres prestando servicio en la localidad de Campillo de Altobuey, es decir a 35 kilómetros de este lugar, ya que la partida del carlista apodado como Perejil había atacado esa población), los rebeldes aprovecharon la situación, entendiendo que aquella era la única alternativa que tenían antes de una entrega y por lo tanto acabar encerrados en los calabozos.
No olvidemos que Antonio Ruiz (Perejil) era un guerrillero que se movía con soltura por el área de la Manchuela, de ahí que pensamos no sería un fenómeno casual, que de lo ocurrido esa misma mañana en Campillo, los facciosos picaceños no supieran nada, lo que podría explicar porque la noche anterior, estos se hallaban tejiendo un plan que les permitiese accionar una jugada similar.
El ataque por sorpresa de los rebeldes y la superioridad numérica obligaron a una retirada de los escasos efectivos que acompañaban al alcalde, alcanzado trágicamente una bala al secretario del ayuntamiento, quien falleció en el acto tras recibir el impacto de un proyectil que le atravesó su cabeza.
Rápidamente, el alcalde tras conseguir salir de la zona de fuego, marchó rápidamente como pudo hasta la cercana localidad de Tébar en busca de refuerzos. Era un trayecto de unos 10 kilómetros en dirección hacia el noroeste. Diez mil metros de recorrido que a pesar de efectuarlos a los lomos de su caballo entendemos que se le harían eternos, pues mientras tanto, los carlistas viendo la inferioridad numérica de las fuerzas de defensa, aprovecharon para asaltar los hogares de los principales dirigentes del municipio, y entre los que estaban las casas de aquellos miembros que habían prestado apoyo a su alcalde.
Durante el periodo de tiempo en el que los facciosos comenzaron a amenazar e intimidar con sus escopetas y machetes a quienes consideraban que debían de pagar por todo lo ocurrido, se desprende claramente por los testimonios de los afectados (aunque la documentación no sea explícita), que los aires de revancha y venganza por el costado rebelde estaban a flor de piel, pues estos continuamente recordaban a los asaltados que por fin había llegado la hora en la que comenzarían a pagar por el daño que les habían ocasionado durante ese tiempo.
En este sentido, la residencia del alcalde fue la primera a la que la marabunta se dirigió, encontrándose con su mujer, quien decía ignorar donde estaba el dinero de la casa cuando a esta se le exigió que lo entregara. Finalmente tras la presión ejercida por los facciosos, el criado condujo a los hombres hasta el lugar donde la familia tenía ocultos varios miles de reales de plata y oro.
Benedicto Collado (2004) seguirá describiendo las diferentes viviendas por las que los rebeldes se irían dirigiendo, haciendo un botín monetario, así como de algunas armas, ropa y animales de transporte, pues bien sabían aquellos hombres que disponían de un margen muy escueto de tiempo, al tener que prepararse para una huida (en muchos casos sin retorno), ya que no podrían volver a su hogar como si antes nada hubiese ocurrido, y es que mientras eso pasaba, el cadáver del secretario que cayó en el margen del río tras la escaramuza, iba discurriendo aguas abajo del lugar donde se produjeron los hechos.
Durante el breve intervalo de tiempo en el que los facciosos efectuaron aquel itinerario del terror, estos irían proveyéndose de todo en cuanto pudieron, no dudando en ser selectivos en sus visitas, ya que se dirigieron a una serie de determinadas viviendas, en las que irían encañonando a algunos de sus moradores, puesto que según ellos, aquella gente debía pagar sus deudas, algo que de nuevo repitieron tras llegar a la residencia del alcalde que ocupaba el cargo anterior, quien como sabemos era amigo del que lo estaba haciendo vigentemente, y a quien increparon amenazando con matarle.
Los facciosos tampoco se olvidaron de visitar la residencia del comandante de la milicia local, quien en ese momento se hallaba socorriendo a sus compañeros de Campillo de Altobuey.
Cierto es que durante ese espacio de varias horas, no hubo que lamentar ninguna víctima. Por lo que una vez que las casas de los principales dirigentes liberales fueron requisadas, los rebeldes sin más demora, se adentraron en dirección hacia el norte, en busca de las tierras de Piqueras del Castillo y Barchín del Hoyo. Una distancia de veinte y pocos kilómetros, que a pie les pudo llevar poco más de cinco horas de trayecto, justo cuando finalmente estando en el paraje de Navodres, entendemos que antes de poder buscar un sitio más seguro o discreto como hubiese sido la sierra del monje, y que a pie distaba a poco más de una y media de trayecto, “se corrió la voz de que llegaban los nacionales, por lo que cada uno de los rebeldes tiró por su lado. Algunos fueron capturados enseguida y otros se marcharon hacia la sierra de Cuenca a incorporarse a las tropas de Cabrera” (Collado, 2004 ,148).
Trascurridos los meses, y con muchos de aquellos hombres detenidos, “el dos de abril de 1835, se dividió el expediente judicial, separando del principal en el que se juzgaba el delito de rebelión, de otro especial, para juzgar los delitos comunes cometidos durante el asalto al Picazo” (Collado, 2004, 148).
Finalmente veremos que una parte de los agitadores no llegarían a morir, aunque si acabarían siendo enviados a diferentes prisiones, como en el caso de las de Valencia, Ceuta o Málaga.
De esta forma, de los más de treinta acusados, apreciamos cómo algunos de los que habían participado activamente, como sucederá en el caso de Gabino Vallés (considerado por los testimonios uno de los principales instigadores en la ejecución del golpe), llegaría incluso a ser padre de un hijo en el año 1836. Igualmente cabe decir que el responsable de la muerte del secretario (Antonio Olivares), falleció mientras cumplía la condena de dos años de cárcel. Es por ello que de entre todos los implicados en aquel altercado (y que fueron varias decenas de hombres), únicamente media docena serían sentenciados a la pena capital.
Para nosotros no cabe duda que uno de los personajes más interesante de los imputados en esa acción, y sobre quien nos gustaría desengranar más detalles en un futuro, será el picaceño Nicolás Segovia, quien escaparía de la intensa persecución a la que durante las semanas de septiembre estuvo expuesta la partida de los rebeldes, moviéndose como un forajido por los montes de la zona, agregándose a otros combatientes, gracias a los que llegaría a conformar un pequeño grupo de asaltadores, que le permitieron resistir más de tres meses y medio, hasta que finalmente sería sorprendido en las postrimerías del año, en compañía de un rebelde popular de estas tierras: el mítico Cirondo. Todo ello sin antes no haber mostrado alarde de su resistencia, al mantener un tiroteo de varias horas contra un grupo de milicianos liberales que le superaban en número, y que diferentes medios de la prensa no tardaron en publicar, al conocerse su captura y entrega en El Picazo, donde a los pocos días acabaría siendo fusilado en la plaza del pueblo (concretamente el día 31 de diciembre de 1834), no sin antes solicitar una confesión con un monje agustino, y posterior recepción del sagrado viático.
Nicolás Segovia según los testimonios de las familias afectadas, fue uno de los participantes activos en los hechos, indicándose que como muchos de los alborotadores iba armado con su escopeta, además de una buena cantidad de munición, así como haber increpado en determinadas ocasiones a algunas de las víctimas en los asaltos a sus moradas.
Trascurrido el tiempo, podemos apreciar como aquel fatídico episodio ocurrido en las calles del Picazo, no respondió a un acto de vandalismo aislado o puntual, sino que más bien cabría insertarlo dentro de una amalgama de cuestiones de índole política, religiosa, social y económica que preocupaban a muchas de las gentes del país, y es que a pesar de ser una buena parte de sus agentes personas iletradas, aquello no impedía que estas reflexionasen sobre los problemas y cambios que las políticas liberales estaban provocando en sus vidas. Solo hemos de comprobar como con el trascurso de los años, y ya pasada la muerte de Nicolás, en la localidad seguirían produciéndose situaciones de tensión, tal y como Benedicto Collado menciona a través de un acta del ayuntamiento (2004, 156) al comprobarse que “la importancia de la actividad de los carlistas en el Picazo seguía siendo patente por los datos del censo de 18 de enero de 1838, en el que consta que 21 individuos se hallaban ausentes de esta vecindad, por encontrarse 19 en la facción y 2 en el presidio de Málaga”.
De la tercera guerra carlista nuestro autor (2004, 175) indica que en El Picazo “a fines del año 1874 no se pudieron enviar al ejército los mozos a los que les correspondía incorporarse porque, según comunica el Ayuntamiento al Gobernador Civil, todos los de la quinta se habían marchado con los carlistas”.
La adhesión al ideario en este municipio fue tan evidente, que incluso años después de finalizadas las guerras, Collado (2004, 184), recoge a través de un acta municipal que “todavía el 8 de enero de 1887 el alcalde del Picazo se ve en la obligación de comunicar al Gobernador Civil -que algunos vecinos de esta localidad se presentan en público con boinas [rojas], por más que no producen alarma y quizás sin ningún interés, pero sin dejar de producir sospechas por ser de los que han militado en las filas carlistas y, tratando de evitarlo, han contestado-.”
David Gómez de Mora
Para saber más sobre los hechos aquí relatados, consultar la obra de:
-Collado Fernández, Benedicto (2004). Picazo: un lugar en tierra de Alarcón. Diputación Provincial de Cuenca, 373 páginas.