Ya hemos comentado el uso que se les daba a algunas de las piedras que veremos consolidando las construcciones de diferentes municipios estudiados, al destacar la tipología del material con el que se han fabricado sus sillares, por presentar unas características adecuadas para muescar su superficie, tal y como sucederá con el rodeno u otros de características similares, siendo empleados desde la edad de los metales para afilar utensilios cortantes.
En este sentido, de nuevo apreciamos como en una de las esquinas de la Iglesia Parroquial de San Miguel Arcángel de La Peraleja, pueden presenciarse una serie de líneas de desgaste, distribuidas de manera paralela en la cara de algunos de sus sillares, y que acompañadas por otras incisiones de diferentes periodos, y entre las que destacan las marcas escritas de lo que nosotros pensamos que podría haber sido una rogativa, y que recodaría como el 17 de mayo de 1658 se bajó la imagen de la Virgen hasta la localidad, uno puede hacerse una idea de por qué en un espacio tan concreto afloran tantos elementos de esta tipología.
Cierto es que aquí podríamos esbozar diferentes explicaciones, tales como la practicidad de disponer de una piedra que no será usual ver en todas las viviendas del pueblo, aunque habría que añadir otras explicaciones adicionales (de tipo religioso o espiritual), y que arrancan de las costumbres como tradiciones que nuestros antepasados irán transmitiéndose de manera generacional.
Sabido es que las iglesias son edificios sagrados, y por tanto, poseen unas características que los convierten en lugares excepcionales de carácter divino.
Precisamente, debido a este motivo, veremos como muchos vecinos desde siglos atrás considerarán sus áreas externas, como un espacio en el que se extenderán esos atributos sacros, a lo que en contra de las advertencias que se podían efectuar desde el clero local por querer salvaguardar lo mayormente posible la estética del edificio, seguía habiendo gente que acudía hasta allí (no solo para perfilar el filo de un cuchillo que cortase mejor), pues existía una motivación de índole devocional, bien por querer dejar constancia de una fecha que recordara una situación extraordinaria obrada por Dios, o directamente por las propiedades divinas que se le atribuían al lugar.
Precisamente, es en este último sentido, por el que en muchos pueblos tanto del norte del territorio castellonense, como en otras zonas de la península, existía la creencia de que siempre que llegaran nubes de tormenta, ante el riesgo de que cayera pedrisco en las cosechas, una de las opciones para combatirlas (además del volteo de campanas o el rezo de oraciones a determinadas advocaciones), era la de colocar objetos cortantes en forma de cruz, tales como hachas o cuchillos, para que así estos ejerciesen la función protectora de los campos de cultivo.
Es por ello que la creencia popular extendió la costumbre de que si estos habían entrado previamente en contacto con un espacio sagrado como era el caso de un templo cristiano, su efectividad se multiplicaba, y por tanto resultaban más eficientes para la desintegración de los temidos nubarrones, que bien por la caída de rayos sobre las casas o el granizo en los campos, ponían en peligro a los habitantes de un lugar, al depender sustancialmente en términos económicos de la vida en el campo.
Evidentemente la iglesia no veía con buenos ojos muchas de aquellas tradiciones que ahondaban en la superchería popular, y es que en estos pueblos ruralizados, donde los preceptos católicos entre mucha de su población se alejaban bastante de la correcta formación, había un cierto margen de acción, en el que se entremezclaban cuestiones de índole religiosa con costumbres heredadas de tiempos ancestrales difíciles de eliminar, y que a pesar de haberse ido adaptando, partían de un poso muy antiguo.
Cierto es que la acción de cruzar dos cuchillos o hachas siempre estuvo vinculada con la lucha, pues como sabemos durante el medievo “cruzar espadas” era una forma de arreglar una disputa entre caballeros, de ahí que este gesto guarde una enorme significación, en la que el labrador empleará sus utensilios (con el aliciente de estar afilados en un espacio sagrado), para así combatir eficazmente las tan temidas tormentas.
David Gómez de Mora
Cronista Oficial de La Peraleja