La historia de Peñíscola
tendemos a enfocarla desde los acontecimientos que se irían viviendo con el
paso del tiempo dentro del principal elemento arquitectónico que define la
imagen de la localidad (su castillo). No cabe duda que este será uno de los
grandes alicientes que motivarán guerras, visitas y un sinfín de relatos, que
superpuestos cronológicamente reflejan una parte de ese envidiable pasado ancestral
que arrastra este municipio.
No hemos de olvidar que tanto o
incluso más importante dentro de sus murallas, serán las historias que se irán gestando
en muchos de los hogares que componen su trama urbana, evidentemente
encorsetada por la propia geografía de un terreno, dentro de la que con el trascurso
de los siglos, se irá consolidando una personalidad propia, muy arraigada y
definida a través del mantenimiento de sus costumbres y tradiciones, donde
resulta casi imposible no hablar de una idiosincrasia netamente peñiscolana,
fruto de muchos factores, tales como el aislamiento geográfico al que se vio
sometido este lugar durante siglos (aunque cueste de creer a los ojos del
turista o foráneo del siglo XXI), así como de otra serie de elementos, que
únicamente a través de una radiografía histórica y social de su pasado, nos
ayudan a comprender cómo y de qué forma, han podido preservarse elementos que
componen un corpus etnográfico y folklórico de largo recorrido.
¿Cómo
era la familia peñiscolana del siglo XIX?
La falta de documentación es un
escollo que debemos evitar los historiadores en el momento de abordar la
reconstrucción de un episodio o aquellos periodos que definen las
características de un lugar. La quema de una parte considerable
del archivo de la localidad durante el desarrollo de diferentes contiendas bélicas,
como la pérdida irreparable del fondo eclesiástico, y que había en la iglesia
parroquial hasta antes del desencadenamiento de la guerra incivil de 1936,
explican en buena medida ese grado de dificultad.
Conocemos un censo del año 1857
en el que se refleja la distribución familiar de los habitantes de la roca. No
obstante, hemos de efectuar unos cuantos matices en el momento de querer
definir de qué forma vivía el peñiscolano de antaño, para entender que ese
estilo de vida del que nos separan más de un siglo y medio de tiempo, no debió
cambiar mucho respecto épocas anteriores, ya que tanto la estructura económica,
como las tradiciones y hábitos que impregnaron a sus gentes, seguiría
manteniéndose de modo ininterrumpido.
Una de las características que este
lugar tuvo en común y con la que habría de convivir tanto la sociedad
peñiscolana de la reconquista, como la del siglo XVI y el momento de estudio
que hemos escogido, fue la de adaptar su crecimiento demográfico a una trama
urbana caracterizada por unos límites, donde cada metro cuadrado tenía un valor
especial.
Así pues, ante la imposibilidad
de ampliar el viario de la población, era necesario rentabilizar al máximo la
disponibilidad de terreno, aunque para ello se hubiese de ganar espacio trabajando
la misma caliza del peñasco, puesto que el riesgo de vivir fuera del perímetro
defensivo era elevadísimo.
Es por ello que el peñiscolano habrá
de gestionar cada porción de suelo de manera inteligente. Por lo que si en una
localidad cualquiera, el repartimiento de una vivienda entre dos hijos podía
consistir en una división física al 50% de aquella casa, en Peñíscola la
fragmentación de la propiedad se tendrá que precisar en alturas o incluso por
habitaciones, no siendo extraño que un vecino tuviera una parte de su casa
compartida con la de otro hermano (entrando por la misma puerta), o incluso poseer
una habitación en una vivienda que distaba varias residencias de la que vivía
habitualmente, pues tras haber pertenecido a un abuelo, y habiéndose
consecuentemente repartido entre tíos y ahora hermanos, aquello daba lugar a
que en una misma estructura residencial hubiese diferentes propiedades,
creándose así en muchos casos un modelo familiar extenso. Ejemplo de ello lo
tenemos en el labrador Andrés Bayarri Simó, quien en 1857 residía con su esposa
Teresa Ayza Llopis y su hija Sebastiana Bayarri Ayza, así como conjuntamente
con el matrimonio de labradores de Luis Roca y Antonia Beltrán, junto con sus
tres hijos, y sobre quienes desconocemos por ahora qué tipo de parentesco les
unía.
Ejemplo de ese mismo periodo lo
tenemos en el hogar del jornalero Antonio Beltrán Arenós y su esposa Vicenta
Arenós Castell, quienes además de sus tres hijos, dos sobrinos, junto una
cuñada de este y que se encontraba soltera, se hallaba también su suegra.
Conocemos el caso de una vivienda formada toda ella por
integrantes dedicados al pastoreo. Se trataba de los Peña, cuyo hogar pudo
estar compuesto por un total de doce personas. Así pues, Ramón Peña Rovira y su
mujer Paula Drago Castell compartían casa con sus cuatro hijos, así como otro
familiar, Ramón Peña Martorell y su esposa Vicenta Castell Vizcarro, quienes
además de los tres hijos menores que tenían a su cargo, convivían con otro
pastor de edad más avanzada, llamado Alejandro Castell Fresquet, y que
entendemos por su apellido podría ser suegro de este último.
Algo bastante normal será ver
la convivencia de varias generaciones dentro del mismo hogar, así lo apreciamos
en la casa del labrador Florencio Albiol y Albiol, quien con su hijo Valentín
Albiol Martorell y la esposa de este (Celedonia Pauner), criarían conjuntamente
a sus varios vástagos.
Ni que decir que cuando una
persona quedaba soltera, esta no solía abandonar el hogar pada independizarse,
por lo que acababa residiendo con sus progenitores mientras estos vivieran,
hecho que sucederá por ejemplo con el labrador Gabriel Simó Bayarri (de 38
años), quien al no tener pareja, compartía residencia con sus padres Miguel
Simó Fresquet (de 87 años) y su madre Rosa Bayarri Albiol, quien tenía 80 años.
El tema de la herencia era otra
cuestión que estaba insertado en la mentalidad de aquella idiosincrasia local,
donde las costumbres eran inapelables, aceptándose a pies juntillas.
Veremos que la tradición del hereu catalán y que también se hallaba
arraigada en las sociedades rurales del interior de la provincia de Castellón,
dejará medianamente percibirse entre los integrantes de esta población. Y es
que en Peñíscola, había una preferencia en el favorecimiento del primogénito,
al aplicarse un modelo de repartición del patrimonio (especialmente agrícola),
donde a pesar de que a cada uno de los vástagos les tocara por derecho una
parte de los bienes, este siempre resultaba más favorecido.
Imagen: arterural.com
Ello se reflejará por ejemplo
cuando en la familia las propiedades se extendían tanto por la zona montañosa
de la Serra d’Irta como en el área pantanosa de la marjal. En aquel entonces la
primera franja del territorio era mucho más productiva y rentable a pesar de su
distancia respecto el casco urbano, pues los inconvenientes de las extensiones empantanadas
al querer explotarlas como zona de cultivo, hacían que esta careciese de
interés agrícola, de ahí que las fincas ubicadas en el entorno de secano eran
siempre las preferentes para los hijos mayores, mientras que las del área
lacustre irán destinadas para el resto de los herederos.
Lo que nadie se hubiese imaginado
es que en los años setenta del siglo pasado, y tras la aparición del boom
turístico que cambiará por completo esa idea sobre el valor del suelo, la zona
que antes nadie quería y que poco menos eran las migajas de los bienes del
hogar, acabará revalorizándose con la edificación de hoteles y urbanizaciones
que ahora consolidan el motor turístico de la población, mientras que por otra
parte, las explotaciones apartadas de la zona de secano (donde el olivo,
algarrobo o la vid y que eran el principal recurso con el que se consolidarán
estas poblaciones), quedarán en muchos casos relegadas a un entorno olvidado
carente de todo interés.
Otra cuestión que no podemos
pasar por alto, y que apreciaremos en cualquier localidad en donde se
experimenta un crecimiento social de sus integrantes, es la disponibilidad de
personas que auxilien en las tareas u obligaciones que comportan los quehaceres
diarios.
Así pues, dentro de los hogares
con posibles, era normal disponer de una persona que ofrecía un servicio
doméstico, y que en el referido censo de 1857 llegará a distinguir entre el
cargo de criada y sirvienta. Dos conceptos que incluso a día de hoy, son motivo
de discrepancia entre historiadores y sociólogos en el momento de querer buscar
diferencias que expliquen su distinción semántica.
Para entenderlos de forma vaga,
el sirviente (y que es “el que sirve”), estaba subordinado a un servicio que se
le pagaba, pero que no siempre había de ser remunerado en términos económicos,
pues la manutención y alojamiento del lugar en el que se encontraba trabajando,
podía ser una forma que a veces se complementaba con un pago salarial. Por otro
lado, el criado (“que se ha sido criado o formado”), era quien servía en ese
lugar donde este ya podía haber crecido o desempeñado una labor a cambio de un
salario.
Muchos
autores indicarán que la diferencia entre ambos conceptos es prácticamente
inexistente, otros en cambio considerarán que es necesario jerarquizar o
diferenciar entre ambos términos.
Veremos por ejemplo como en el
año 1857, el médico Juan Bautista Sanz y Bayarri (y que era esposo de Dolores
Ayza y Albiol), tenía por sirvienta una moza del pueblo llamada Vicenta Ayza
Bastiste.
Otro caso lo tenemos con el
escribano del ayuntamiento y su esposa, quienes contaban con una criada de 19
años. En la casa de una familia de marineros compuesta por una decena de
integrantes, entre los que estaban los padres de siete hijos de entre 19 y 2
años (Manuel Simó y Albiol, junto su esposa María Martorell y Albiol), se
menciona una criada soltera, hermana de la referida María, y por tanto cuñada
del cabeza de familia.
Las casas más acomodadas como
veremos contaban con el refuerzo de algún miembro que ayudaba en el servicio
doméstico, de ahí que el presbítero Agustín Gombau tuviera dos sirvientas, así
como los párrocos don Lorenzo Albiol y Miralles (de 84 años) y mosén don Manuel
Albiol (de 81 años), dispusieran de una criada de 70 años (Mariana Drago
Arenós), además de un criado y labrador (veamos cómo se remarcan por separado
ambos conceptos), llamado José Albiol Arenós (de 30 años), quien probablemente
gestionaría las propiedades agrícolas de dichos religiosos.
Conocemos otros casos en los
que aparecen citados sirvientes y criados, tal y como ocurre con el matrimonio
entre Vicente Bayarri y Albiol con Gertrudis Roig (ambos de 40 años), quienes
además de sus cuatro hijos menores, tenían a su disposición un sirviente, en
este caso de 65 años de edad.
En el caso del hacendado don
Francisco Ayza y Albiol, veremos que este vivirá con una hermana suya y que era
soltera (María Rosa Ayza), figurando ella como sirvienta. Por otro lado el
médico-cirujano Juan Masip y Bayarri, además de su esposa, convivía con una
sirvienta soltera de 16 años (Joaquina Pascual y Jovani).
El coronel-gobernador de la
plaza y su mujer (que como era habitual no eran vecinos del lugar), tenían una
sirvienta llamada Juana Rochals. Finalmente veremos que los labradores con
recursos, tal y como sucedía con Mariano Martorell y Riba (de 70 años) junto su
esposa Carmela Guzmán y Ripollés, se podían permitir la presencia de una
sirvienta, pudiendo esta guardar un parentesco con la mujer por compartir el
mismo apellido, tratándose de la joven de 16 años Josefa Guzmán y Beltrán.
David
Gómez de Mora
Referencia:
-Censo de la población de Peñíscola (1857). Fondo Municipal
de Peñíscola