El lapis specularis o yeso espejuelo es sin lugar a duda el mineral más preciado que antaño hubo en muchas de las localidades de la Alcarria Conquense, tal y como sucede en el caso de Saceda del Río, donde sabemos que existe una de las cuevas que eran aprovechadas como minas romanas en las que explotar este material. Un recurso de enorme utilidad en esa época, y que se extraía de las entrañas de las lomas para luego ser llevado por muchas zonas del Imperio, incluyendo ni más ni menos que la famosa ciudad de Pompeya, nada extraño teniendo en cuenta las características y consiguiente calidad del explotado en esta zona, pues era de los mejores para aprovecharse como cristal de ventana.
Su exportación obviamente se dirigía especialmente hacia las diferentes zonas de la Hispania Romana que lo demandaban. Conocemos en este caso otras minas en la comarca de las que hay constancia de importantes filones que potenciaron su uso hace dos milenios atrás.
Este mineral recibe nombres variopintos como el de piedra del lobo, piedra de espejo o espejillo del asno (entre otros), a raíz de las diferentes historias, usos y propiedades que históricamente se le han asignado.
No cabe duda que las minas más importantes de la época romana eran las del área alcarriense de Segóbriga, y de esto da fe el mismísimo Plinio el Viejo en su Historia Natural, al indicarnos que buena parte del mismo se extraía en esta zona, al tener según los entendidos una calidad óptima de traslucidez.
Su empleo como yeso para la realización de obras mediante su calcinación fue también otra de las aplicaciones que se le dieron a nivel local, además de su uso ornamental o incluso para cubrir construcciones. Evidentemente nadie pone en tela de juicio el peso de Segóbriga y la importancia de sus explotaciones al ser un área estrictamente minera.
El lapis specularis podía sacarse en zonas abiertas una vez que se localizaban ejemplares de tamaño considerable o bien desde minas cerradas, como sucederá con el ejemplo de la cueva de Sanabrio de Saceda del Río. El mineral, una vez extraído, sabemos que se podía calcinar para tener materia aplicable para molduras o enyesados. Cuestión por la que había de ser puesto en un horno que se hacía para la ocasión. Todo un proceso en el que el yeso era transportado hasta esos puntos de calentamiento, y que eran activados gracias al ramaje seco o la aliaga tras su quema.
Aprovechando el espacio disponible, el horno se llenaba con bloques dejando una boca, hasta que se llegaban a introducir diez toneladas de yeso. La cara externa del horno se cubría con barro, para que así no se agrietara la masa al secarse. Como solía ocurrir con los hornos de cal, había que alimentarlo durante un tiempo considerable, no obstante el periodo requerido era muy menor, durando alrededor de unas 12 horas, en las que las tres primeras horas eran muy duras al haber de alimentarse constantemente con el ramaje hasta coger la temperatura deseada. Posteriormente, trascurrido el tiempo y habiéndose enfriado el horno, este se rompía para extraer el yeso, así como luego machacarse y cribarse.
David Gómez de Mora