sábado, 6 de febrero de 2021

Disputas entre labradores peralejeros

El pleito entre Francisco Jarabo y Juan Rojo durante la segunda mitad del siglo XVII dio mucho de que hablar en La Peraleja. El primero había recibido a través de su esposa Catalina de Hernán-Saiz una suculenta herencia repartida en varias tierras, al recaerle por la esposa de Juan (Ana de Hernán-Saiz), quien en sus últimas voluntades acabaría acordándose de la citada Catalina por ser su sobrina favorita.

La reputación de la familia de Ana como labradores acomodados nadie la cuestionaba en el municipio, aunque Juan, y que tras haber enviudado acabaría comprometiéndose con ella, diría tras la muerte de su segunda esposa todo lo contrario.

Al final todo acabaría en un pleito.

Y es que durante el siglo XVII entraron en juego una serie de políticas matrimoniales entre las principales familias de labradores de este pueblo, cuyas consecuencias desencadenarán el desarrollo de un nuevo estadio en la lucha por el control del poder a escala municipal.

Aquellas gentes del campo sabían que no necesitaban alardear de ningún escudo de piedra encima de sus casas para reafirmar algún tipo de estatus ficticio, pues en el pueblo los hidalgos nunca fueron vistos con buenos ojos, y es que irónicamente, muchos de esos campesinos eran realmente los verdaderos descendientes de unos cristianos viejos que tan obsesivamente buscaban realzar en sus informes una nobleza local con manchas de conversión, y que a esas alturas entre estas calles ya estaban sumidos en una acelerada fase de regresión social.

De nada les servía a los Suárez-Carreño, Salinas o Patiño vacilar de una ejecutoria de hidalguía, pues su potencial económico ya había comenzado a mermarse. Recluidos en un entorno donde la mitología genealógica de poco valía, eran conscientes de como empezaba a quedar lejos esa época dorada que sus abuelos habían vivido en la cercana localidad de Huete.

Ahora su máxima aspiración se ceñía en mantener a duras penas la existencia de un apellido en un pueblo donde su única alternativa era la de casarse con unos nativos que ya habían nacido con una azada bajo el brazo.

El ritmo ahora lo marcaban casas como los Rojo, hábiles propietarios agrícolas que vieron la importancia que suponía el sellar alianzas con los Hernánsaiz, una familia afincada en el lugar desde el Medievo, y de la que emanarían una larga lista de alcaldes y curas que dominaban ese terruño de tanto encanto.

Ni que decir de otra de las grandes casas, que si no obtuvo nobleza, fue probablemente por no albergar ningún interés..., así eran los Vicente, terratenientes locales, bien posicionados con el brazo eclesiástico, y fundadores de un mayorazgo gracias a la ingente cantidad de tierras que atesoraron varios de los suyos.

Finalmente a la ecuación faltaba añadir un linaje que acabaría siendo toda una institución en las tierras de la Alcarria Conquense, una estirpe que de manera ininterrumpida conseguiría dar durante cinco siglos varios de los hijos más influyentes de este entorno: los Jarabo.

Aquellos linajes, curtidos en el trabajo y el esfuerzo que les otorgaba una aceptable calidad de vida por poseer recursos de modo independiente, tenían clara cual debía ser su carta de presentación. Lo cierto es que no se equivocarían, pues durante centurias mantuvieron el nivel y esa característica identidad por la que se han distinguido nuestros antepasados. Trabajadores, católicos y defensores de una vida fundamentada en la tradición legada por sus abuelos, artífices de una mentalidad que calaría en una sociedad rural que poco a poco fue adaptándose a los nuevos tiempos que agudizaba un éxodo rural, y que después de la última guerra empezaba a ser imparable, trastocando lo que durante siglos y siglos fue un modo de vida impertérrito.

Como decíamos al principio, durante la segunda mitad del siglo XVII nos encontramos con uno de esos tantos enfrentamientos entre clanes de labradores donde un conjunto de familias han sellado unas alianzas matrimoniales, en las que los vínculos de sangre, endogamia e intereses vuelven a mezclarse.

Cuando Ana se casó con Juan aportaba a la dote matrimonial dos machos de labor, valorados en doscientos ducados junto con otras ganancias, pero que como veremos iban separados de los bienes nupciales. Durante el año de 1664 y que es cuando veremos esta referencia del pleito, el alcalde de La Peraleja era Pedro Muñoz, dando fe de la situación el escribano Felipe Jarabo.

A continuación apreciamos como entre la documentación se presentará una transcripción del testamento de Ana. Lo primero que vemos es que ésta mandó enterrarse en la sepultura donde yacía su hijo Francisco Vicente, fruto de su primer matrimonio. No olvidemos como los Vicente, Rojo, Hernán-Saiz y Jarabo habían tejido una serie de alianzas matrimoniales, entre las que se consolidaba un conglomerado de intereses entre clanes de labradores.

No había duda de la disponibilidad de recursos a la hora de invertir en el pago de misas, ya que Ana solicitó trescientas por la salvación de su alma, diez para el purgatorio, otras diez por su primer esposo Francisco Vicente, repitiendo la misma cantidad para su hijo fallecido, junto seis para su tía, y que era la esposa de Juan Benito. Sumaría otra media docena para su madre, lo que daba un sumatorio de 342. El testamento fue redactado ante varios testigos entre los que habría que citar al Licenciado Juan de Escolar, quien defendería en su interrogatorio a Juan Rojo.

Se precisa que Catalina (la sobrina de Ana), y esposa de Francisco, sería la heredera universal, además de recibir dos fincas de una fanega de trigo, así como otra de cuatro almudes de cebada con cargo anual de una fiesta perpetuamente el día de San Francisco, junto un majuelo, un olivar y dos tinajas.

Parece ser que el testamento lo redactó una vez que enviudó e iba a casarse con Juan. Del mismo modo cita otros familiares que resulta importante conocer en esta historia para así comprender la genealogía de su familia. Por ejemplo menciona a María de Hernán-Saiz, hija de su hermano Roque de Hernán-Saiz, quien recibirá un cañamar, sin olvidar a otra hija de éste, Isabel de Hernán-Saiz.

Veremos como una sobrina que aparece en el testamento es Ana de Hernán-Saiz, mujer de Bautista Rojo, recibirá dos fincas, junto dos olivares y varias piezas de ropa entre las que se encontraba una mantellina verde. Bautista era vástago de Juan, procedente de un matrimonio anterior. De modo que intuimos como de nuevo se intentarán cruzar unos intereses familiares reforzando el parentesco con otras líneas de sendos linajes.

Otros bienes agrícolas irán dirigidos a Sebastián Rojo, a sus sobrinos Diego de Hernán-Saiz y José de Hernán-Saiz, o a sus hermanos Francisco y Roque de Hernán-Saiz, sin olvidarse de una donación a la Virgen del Monte, a la que destina media arroba de aceite, todo ello sin pasar por alto otra para la Virgen del Rosario y al albergue de los pobres.

Entre las piezas de ropa nos llama la atención dos mangas de terciopelo de las que una acabará siendo destinada para Ana Jaraba (hija de Francisco Jarabo), mientras que la otra para Juana Parrilla.

Por aquel entonces Pedro Martínez era el alguacil de la villa, quien junto con Francisco y su esposa Catalina fueron a divisar las propiedades entre las que se encontraban la heredad del cerro (de seis almudes de cebada) así como la posesión de unas casas de morada en el barrio de abajo, pues fueron parte de la herencia recibida. Juan Rojo se había hecho cargo de las deudas que su mujer tenía con algún vecino, además de las pendientes con los miembros del clero local, pues no hemos de olvidar la relación de misas que ésta solicitó en su testamento.

Juan recriminaba que toda la herencia patrimonial que compartió su esposa con él se reducía poco menos que a ese famoso macho viejo del acuerdo matrimonial, argumentando que ésta no tenía tanto poder económico como señalaban las lenguas del pueblo, remarcando literalmente que “entró en nuestro matrimonio muy alcanzada y pobre, en tanto grado que no pudo pagar los gastos del entierro de su primer marido (Francisco Vicente) y su hijo (Francisco Vicente de Hernán-Saiz), que murieron poco antes que se casara conmigo”.

Lo complejo de esta historia es que como habíamos dicho antes, Juan sería el que debía de achacar con aquellos gastos, tal y como demostrará en unas cartas de pago que se adjuntan en la documentación del pleito. Ante esta situación, el labrador suplica a la justicia que se tenga en cuenta toda su defensa para sacar adelante el pleito.

Como resultado del mismo se irán citando a un nutrido número de testigos, y que acabarán defendiendo a cada una de las partes. Los primeros dirán que la mujer de Juan Rojo disponía de recursos, incluso antes de casarse con él, además de que no arrastraba ningún tipo de deudas, pues la familia contaba con posibles gracias a las ganancias que obtenían de las cosechas. Los nombres y edades de la primera tanda de interrogados eran:

- Juan Vicente de la Peña, de 33 años poco más o menos.

- Juan Martínez del Rabel, de 43 años poco más o menos.

- Juan Vicente Suárez, de 57 años poco más o menos.

- Juan González Rojo, de 58 años poco más o menos.

- Juan de Villalba, de 51 años poco más o menos.

- Pedro de Molina, de 7o años poco más o menos.

- Juan Rojo Conde, de 42 años poco más o menos.

- Alonso Parrilla, de 30 años poco más o menos.

- Asensio de Hernán-Saiz, de 55 años poco más o menos.

- Gabriel Vicente, de 37 años poco más o menos.

Llama la atención el dato que se da de forma repetida en la pregunta número tres, al afirmarse que Ana tras casar con Juan Rojo “está muy sobrada y sin deudas, y que llevó al matrimonio mucho trigo, también cebada y aceite, y otros muchos bienes de casa porque siempre fue de las casas más sobradas de esta villa, y sabe que el dicho Juan Rojo no estaba tan rico como la susodicha”. Se incide que durante el momento de sellar el matrimonio, ésta contribuyó con un macho negro y otro que vendió. Cosa que para nada concuerda con el discurso llevado por Juan, donde informa de que su mujer si pudo afrontar sus gastos, era porque él le costeó todos los pagos que tenía pendientes.

Por otra parte, Juan efectuará una probanza con varios testigos, entre los que destacará su primo Diego Palenciano (pues su progenitor era primo hermano del padre del Juan), de unos 34 años y que en aquel momento era regidor de la villa. También se cita a un hermano de Juan, llamado Miguel Rojo, quien dejó que Francisco Jarabo le vendimiara una viña propiedad de su cuñada Ana de Hernán-Saiz. Otro testigo era Miguel Vicente Rubio, de 65 años poco más o menos. Éste reforzaba la tesis de Juan y su primo Diego. En 1665 cuando el pleito todavía seguía disputándose, era en esos momentos alcalde ordinario el peralejero Alonso de Hernán-Saiz Peñalver, esposo a su vez de María Parrilla de Crespo. En esta nueva tanda los vecinos que darían parte de los hechos fueron:

- Miguel Vicente Rubio, de 65 años poco más o menos.

- Manuel González, de 32 años poco más o menos.

- Gabriel Martínez -mayor-, de 60 años poco más o menos.

- Juan de Huerta, de 25 años poco más o menos.

- Julián Parrilla, de 20 años poco más o menos.

- Catalina Vicente, mujer de Juan de la Peña, de 32 años poco más o menos, quien señala como Francisco Jarabo estuvo casado en primeras nupcias con su tía Catalina Vicente, hermana de su padre Miguel Vicente.

- Ana Saiz, mujer de Simón Vicente, de 33 años poco más o menos.

- Isabel Palenciano, mujer de Gregorio Muñoz, de 38 años poco más o menos.

- Licenciado Francisco Martínez Catalán (presbítero de la villa), de 75 años poco más o menos.

- Licenciado Juan de Escolar (presbítero de la villa), de 29 años poco más o menos.

- Catalina Parrilla, mujer de Alonso Saiz, de 27 años poco más o menos.

Como dato anecdótico, cuando el pleito parece que ya iba a a resolverse, veremos que los alcaldes ordinarios de La Peraleja en el año 1666 eran Alonso Parrilla y Juan de la Peña, sin olvidar la figura de Pedro Saiz Jarabo, que en ese momento ocupaba el puesto de regidor en el consistorio local.

De toda esta situación comprobamos como el orgullo y la demostración de poder entre los hogares que tuvieron cierto peso en la economía local, fue una realidad que siempre estuvo presente, y es que nadie debe de olvidar que junto a la nobleza local donde no pocas veces encontrábamos a una parte importante de los caciques del lugar, habríamos de incluir a un sustrato social complementario, consolidado por estirpes de labradores, cuya fuerza iba en relación a la producción de frutos y especialmente gramíneas que emanaban de sus tierras.

Genealogía de las familias implicadas y en la que se reflejan sus políticas matrimoniales (elaboración propia)

En La Peraleja no existía la división de estados entre alcaldes, a pesar de la presencia de algunos nobles, cuyos integrantes bien podían haber gozado de sus consiguientes prestaciones. Buen ejemplo serán los González-Breto, una familia de hidalgos con quienes precisamente los Rojo serán quienes más enlaces matrimoniales pactarán, fortaleciendo de este modo el núcleo duro de los propietarios peralejeros.

Ni que decir como era de habitual asistir a la celebración de matrimonios amañados entre vecinos de una misma condición social.

Desde luego el pleito entre Juan Rojo y el esposo de la sobrina de su mujer levantaría muchas ampollas. Juan, de quien a primera vista podríamos decir que era todo un buenazo, denunciaba como una vez que enviudó y habiendo pactado una alianza matrimonial con Ana de Hernánsaiz (quien por su edad ya no podría dejar una nueva línea de descendientes), volvería a ver como trascurrido el tiempo, éste sería testigo presencial de la muerte de Ana.

A Juan las cosas no le saldrían como pensaba, pues el testamento de la segunda viuda como hemos visto no le resultó muy favorable, pues ésta en sus últimas voluntades antepondría la distribución de sus bienes a familiares y allegados. Si leemos el testamento de Ana, apreciaremos como ésta volcaría una parte sustanciosa de sus tierras sobre la figura de la que no me cabe duda alguna que sería su sobrina favorita (la esposa de Franisco Jarabo), Catalina de Hernánsaiz.

Por aquellas fechas en La Peraleja nadie juzgaba el poder acumulado por la casa de los Hernánsaiz, otra de esas muchas familias de campesinos nativos, artífices de aquel modo de vida cimentado en la tenencia de diferentes propiedades agrícolas dentro de un mismo hogar, y que como veremos con el paso de los siglos, hábilmente les ayudaron a alcanzar un nombre y estatus entre las gentes del pueblo.

Como hemos visto a largo de esa disputa jurídica, y que abarcaría cerca de un periodo de dos años, irían desfilando diferentes vecinos que acudirían de testigos para responder el cuestionario que dictaminaría si las costas de muchos de los gastos habían de correr a cargo del último marido, o de los herederos favoritos de la fallecida.

Ya desde el inicio, el primer testigo, Juan Vicente de la Peña, avivaría los ánimos recordando como Ana de Hernánsaiz (cuando casó en segundas nupcias con Juan Rojo de Hernánsaiz) “estaba sobrada (de dinero) por tener mucho trigo en grano, cebada y avena y otros muchos muebles, sabiendo que Juan Rojo por el dicho tiempo no tenía tantos bienes”.

Aparentemente nadie ponía en tela de juicio la implicación de aquel patrimonio familiar en momentos cercanos a la boda, al indicarse como ésta aportó al matrimonio “un macho mayor que valdría hasta 50 ducados poco más o menos, porque otro que tenía lo vendió en el año cincuenta y cuatro (1654) a Gabriel Vicente, vecino de esta villa”. Confirmaba el testigo que Ana tenía dos pedazos de tierra en los que plantaba cebollas, incidiendo que no disponía de tierras en barbecho, sino que cultivándose, pues incluso el mismo año en que casó con el señor Rojo, ésta obtendría cantidades reseñables de azafrán.

Otros comentarios que van dirigidos en la línea de ensalzar la posición de Ana, reconocían del mismo modo la disposición de riquezas por parte de su nuevo marido, informándonos de que Ana se hallaba “sin deudas porque tenía muy buena labor y pagaba muchos tributos al Rey por estar rica la susodicha además del dicho Juan Rojo, quien estaba también acomodado de bienes”.

Veremos incluso como a Ana le llevaban las tierras, dato que se desprende por la factura de gastos que mostró Juan en el pleito, además de que se menciona durante la temporada del año 1655 como uno de sus ayudantes era el peralejero Juan Rojo Conde (a quien no debemos de confundir con su esposo Juan Rojo de Hernánsaiz, a pesar de que en origen ambos procediesen de un mismo linaje de labradores).

Por otro lado estaban los testigos que defendían al esposo de Ana, quienes recalcaban como éste pagó todas las deudas que arrastraba su esposa, y en las que se incluían diversas cantidades a vecinos y trabajadores que faenaron sus tierras, a lo que habríamos de sumar las facturas pendientes con el clero, tales como la del costeo de sus misas y entierro.

Diversos testigos afirmaban que Juan era un hombre muy solvente, tanto que hasta se cree que tenía el doble de bienes que los aportados por su esposa, recordándose que sería desde su bolsillo donde saldría todo el dinero para afrontar la deuda acumulada en diezmos, rentas y pagos pendientes de Ana.

Al final, la conclusión a la que uno llega cuando analiza este tipo de documentación, es que buena parte de las alianzas que se formalizaban en aquellos tiempos, tenían un elevado componente social, puesto que las dos familias debían de aportar una cantidad de patrimonio prácticamente similar. Incluso en este caso, donde ya hablamos de gente con una edad avanzada, y donde inocentemente uno podría pensar que habría más una interés de ayuda mutua y compañía, que la de personas que miden con precisión cuanto tiene y aportan a esa unión.

Desde luego es difícil entender como pensaban muchos de nuestros antepasados, pues la cultura de estas sociedades rurales resulta más compleja respecto los modelos simplistas que en ocasiones la historiografía general nos ha querido plasmar. Sin lugar a dudas la etnografía junto con la historia de las mentalidades de estas personas en la Castilla de siglos atrás, es un tema del que todavía queda muchísimo por escribir.

David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Apuntes genealógicos de David Gómez de Mora (inédito)

* Archivo Histórico Nacional. Universidades, 202, Exp. 36

davidgomezdemora@hotmail.com

Mi foto
Profesor de enseñanza secundaria, con la formación de licenciado en Geografía por la Universitat de València y título eclesiástico de Ciencias Religiosas por la Universidad San Dámaso. Investigador independiente. Cronista oficial de los municipios conquenses de Caracenilla, La Peraleja, Piqueras del Castillo, Saceda del Río, Verdelpino de Huete y Villarejo de la Peñuela. Publicaciones: 25 libros entre 2007-2024, así como centenares de artículos en revistas de divulgación local y blog personal. Temáticas: geografía física, geografía histórica, geografía social, genealogía, mozarabismo y carlismo local. Ganador del I Concurso de Investigación Ciutat de Vinaròs (2006), así como del V Concurso de Investigación Histórica J. M. Borrás Jarque (2013).