lunes, 8 de febrero de 2021

Los Orozco y los Francés de Cañete la Real

A finales del siglo XVII el cañetero don Juan de Orozco y Francés era pretendiente como racionero medio, una prebenda eclesiástica que siguiendo con el protocolo del momento, debía antes de ser revisada por el Santo Oficio, en busca de alguna tacha que afectara a la genealogía de la familia, pues sabido era que si existía cualquier sambenito o resquicio de conversión en alguno de sus ancestros (por muy lejano que fuese), aquello podía suponerle serios problemas para alcanzar sus intereses.

Don Juan era hijo de Simón de Orozco y doña Ana Francés (ambos naturales y vecinos de Cañete), así como nieto paterno de Juan de Orozco y María Pérez (también vecinos del mismo lugar, aunque afincados en el burgo de la población) y nieto materno de don Francisco Francés y doña María de la Guerra (él de Cañete, mientras que su esposa de la ciudad de Ronda).

Como dato curioso decir que sus bisabuelos paternos-paternos eran de nuevo dos integrantes de las familias Orozco y Francés (Juan de Orozco y Juana Francés), lo que muestra un refuerzo de las políticas matrimoniales entre sendas casas, en una época en la que intuimos como los Francés habían dado un salto cualitativo desde la perspectiva social, pues ya habían conseguido establecer enlaces con familias de la nobleza rondeña.

Decir que tanto los Orozco como los Francés eran linajes que durante el siglo XIX ya estaban reconocidos como miembros de la nobleza local, destacando especialmente el caso de los segundos, cuya solera veremos arrastrada por diversos cañeteros con el trascurso del tiempo. Así pues en 1647 estaba inscrito como hidalgo en la población Hernando Galán de Orozco, o unos años antes don Francisco Francés, quien serviría con sus armas y caballo en las levas a las que fue llamado. El hecho de que los Francés en 1639 no llevaran aparejado este reconocimiento social, nos hace pensar que el linaje adquiriría su hidalguía tras haber participado en la campaña de 1640 (Gómez de Mora, 2020). Pues como destacamos en el referido estudio, el aprovisionamiento de soldados en las guerras españolas, fue un argumento que después sería aprovechado para la acumulación de actos positivos en una localidad donde las miserias y dificultades estaban a la orden del día.

Es por ello, y desde nuestra modesta opinión, que debamos de entender el ascenso de estos linajes como parte de un producto que sirve a los intereses de la corona, donde la monarquía hispánica viéndose en la necesidad de disponer de carnaza que combatiera en la primera línea de combate (pues ya se veía en la difícil tesitura de apagar los múltiples focos que tenía activos por todo lo ancho de su territorio), no tuvo más remedio que recurrir a un sinfín de personas procedentes desde diferentes puntos de la península, en los que la compensación desde la perspectiva social que se les daba no era poca. Tengamos en cuenta que el reconocimiento de una hidalguía ayudaba a mejorar el nombre de toda una familia que tuviera unas mínimas posibilidades y aspiraciones por crecer fuera de su lugar de origen.

Esta situación tan excepcional motivará a que la localidad entre las guerras del siglo XVII junto con las de inicios del XVIII, pase a disponer de un nutrido número de vecinos con capacidad para ser reconocidos como miembros del estado noble. Una jugada que será hábilmente aprovechada por aquellas casas en las que todavía se gozaba de cierto estatus , tal y como se desprende por los censos de principios del siglo XIX, tras invocar (y gracias al arduo trabajo de los escribanos) unos derechos que rememoraban un pasado prácticamente olvidado.

Cañete era un municipio tremendamente hermético, donde hasta llegados al siglo XX podemos apreciar como la gran mayoría de sus enlaces matrimoniales se producen entre vecinos naturales del mismo pueblo.


Firma del pretendiente a medio racionero don Juan de Orozco y Francés

Para que don Juan optara a los beneficios que le comportaba el ser medio racionero, habría de pasarse previamente por un proceso de información, que a través de un interrogatorio a distintos vecinos del pueblo, éstos debían de salir en defensa de su genealogía.

El primer testigo era don Martín de Segovia, presbítero del lugar. Éste dijo tener 55 años (nacería alrededor de 1636), no ser pariente del pretendiente, y que conoció hasta los abuelos maternos de don Juan. Confirmaría que ninguno de ellos había sido penitenciado, condenado o relajado (quemado) por el Santo Oficio, añadiendo que los padres, abuelos y bisabuelos de Juan ostentaron oficios propios de hidalgos, al ser nobles por sus cuatro líneas, además de muchos actos positivos, y recordando que guardaban grado parental con los caballeros de la Orden de Calatrava: Don Francisco de Andrade y don Fernando de Villaseñor.

El segundo será otro presbítero, don Francisco de Aroya, quien como el anterior también ejercía en la parroquia de Cañete. Éste por su parte conocía a la familia paterna, y del mismo modo que don Martín, reiteraría su discurso indicando que los familiares de don Juan “eran limpios de toda mala raza, sin nota, ni infamia de penitenciados”, siendo tenidos en el lugar por cristianos viejos. Veremos que el párroco vuelve a mencionar el parentesco estrecho que unía a éstos con los dos caballeros de Calatrava anteriormente citados.

El tercer testigo fue otro cura del pueblo, don Antonio del Arria y Vargas. Éste conoció a la generación de los abuelos del pretendiente (aunque matiza que a don Juan Francés no). El discurso de la limpieza de sangre se vuelve a repetir, confirmando que ninguno de los antepasados ha sido castigado por el Santo Oficio, además de que sus padres y abuelos han poseído los oficios más honrosos de esta villa.

No hemos de olvidar que estos testimonios idealizan un discurso que debe acotarse a los requisitos sociales de la época, de ahí que normalmente cuando no se matiza que cargos pudieron tener estas personas, aunque se diga que eran de los más honrosos (pues no olvidemos que los trabajos mecánicos estaban considerados como algo indigno), normalmente solían ser labradores o ganaderos, y es que a pesar de gozar de un buen patrimonio, el no poseer un cargo como el de abogado o tesorero, marcaba también de por vida las pretensiones de toda una familia, de ahí la necesidad de no dar detalles y adscribirse a catalogaciones ambiguas como la de esos “oficios honrosos”.

El cuarto testigo llamado al interrogatorio es don Pedro de Andrade y de Ocón, también vecino de Cañete, de 34 años de edad, quien sigue en la misma línea de los discursos anteriores. El hecho de que éste fuese miembro del estado noble, le daba una mejor imagen y rotundidad a la historia defendida desde la casa de los Orozco, pues insertar en el mismo a personajes de esta índole, incrementaban la reputación que perseguía el interesado.

El quinto testigo es el presbítero don José Antonio de Ribera, de 51 de años de edad, quien recordaba como “esta familia ha tenido muchos actos positivos como son familiares y comisarios de la Inquisición”, añadiendo que “el primer familiar que hubo en esta villa fue deudo muy cercano del primer pretendiente”. A continuación el sexto testigo es el regidor de la villa, Pedro Cerezo Navarro, de 55 años de edad, que confirma la pureza de sangre del linaje, añadiendo que ninguno de ellos había sido perseguido por el Santo Oficio.

Luego veríamos como séptimo testimonio a Antonio Trujillo, de 60 años de edad, junto al octavo, Pedro Martín Verdugo, de 74 años, y un noveno, don Diego de Troya Pérez, con 40 años. Éstos tendrán en común una misma línea de argumentación que las anteriores, ensalzando la pureza racial de los antepasados de don Juan, e incidiendo en que aquellos nunca tuvieron problemas con el clero, pues obviamente de haber sido así, eso era un handicap siempre que se deseara ingresar en sus filas. Y es que como veremos en otros muchos casos, un acto deshonesto por un antepasado podía marcar de por vida a generaciones posteriores inocentes, en las que en ocasiones para paliar esa especie de mancha, se necesitaba invertir una mayor cantidad de dinero, pues de esta forma era factible blanquear cualquier tipo de información que imposibilitara o mermara las capacidades de ingresar en este tipo de beneficios.

El décimo testigo fue don Francisco de Cuevas (de 87 años), miembro de una familia de la nobleza local, y que sin lugar a dudas será una de las históricas con las que contará Cañete la Real. Éste comentará que los antepasados del interesado siempre poseyeron puestos destacados dentro del municipio. El onceavo, don Diego de Troya, junto con los siguientes: Andrés Ximénez (quien dice que sus linajes son descendientes de los primeros asentados en tiempos de la conquista del lugar, motivo por el que siempre se les dio los oficios más honoríficos de la villa); don José de Linero, (vicario de la parroquial de Cañete y familiar del Santo Oficio de allí) comentaban que su historia genealógica era intachable, añadiendo este último que “el dicho Juan de Orozco, sus padres, abuelos y bisabuelos han sido cristianos viejos limpios de mala raza, y que han sido y son nobles de todas líneas, y que siempre ha oído decir a sus mayores y más ancianos que dichas familias fueron de las ganadoras de esta villa, y han tenido los oficios honoríficos de ella”. Recordemos que todos esos relatos invocaban a principios del siglo XV, cuando en el año 1407, Gómez Suárez de Figueroa, hijo del maestre de Santiago, consigue tomar en su asalto la fortaleza de Cañete, a la vez que se prolongaba el sitio de Setenil.

Para finalizar el paso de testimonios por una primera tanda del interrogatorio, quedarán aportaciones como las de don Miguel Linero Anaya y Juan Bautista de la Torre, que siguiendo el mismo hilo de los discursos precedentes, invocaban el parentesco del pretendiente con don Francisco de Párraga Verdugo, personaje que en aquel momento estaba ejerciendo como alcalde por el estado noble en la localidad.

El turno de los últimos testigos lo cierran Francisco Gil, Felipe Ramírez de Vivar, Alonso Pérez y don Matías Capacete, quienes destacan los actos positivos de los Orozco y los Francés, recordando que aquellos habían tenido oficios ejemplares en la villa, además de reiterar su parentesco con caballeros que en ese momento habían ingresados en órdenes militares. Y es que el objetivo de esta documentación, al fin y al cabo era la de recopilar los mejores argumentos que se pudieran extraer, no sólo para contribuir a un interés o beneficio del pretendiente, sino que marcar un hito que allanara el camino en esa lucha de crecimiento social a futuros descendientes o parientes que optaran por seguir la misma senda. Es decir, la importancia que guardaba el alcanzar un buen reconocimiento gracias a este tipo de testimonios, se convertía en un arma de doble filo, puesto que pesaba mucho en las políticas matrimoniales de todo el linaje, además de señalar unos precedentes que sociales. El caso de los Orozco o la familia Francés en Cañete la Real será simplemente uno de otros tantos.

David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Archivo de la Catedral de Sevilla. Expediente de limpieza de sangre de don Juan de Orozco Francés. Referencia J-94, legajo 31. Año 1691

* Gómez de Mora, David (2020). “Hidalgos en Cañete la Real”. En: davidgomezdemora.blogspot.com

domingo, 7 de febrero de 2021

Pobreza y picaresca en Villarejo de la Peñuela durante el siglo XVII

Mantener el patrimonio no era una tarea sencilla, pues en ocasiones aquellos labradores tenían que recurrir a la caridad de quienes tenían más ingresos. Así le sucedió a mediados del siglo XVII a Ambrosio Saiz, quien vivía de la limosna que le daba el Conde de la Ventosa y Señor de Villarejo de la Peñuela (la familia de los Coello de Ribera). Parece ser que los hijos de Ambrosio (Ambrosio Saiz -el menor- y Francisco Saiz) vendieron una viña que tenía censo perpetuo del Conde para pagar las deudas que éste llevaba acarreadas en el alfolí.

Ambrosio y Francisco todavía consiguieron sacar 75 reales que fueron destinados para la realización de 50 misas por el alma de su padre (quien falleció en 1669) y su madre (muerta con anterioridad). La importancia por el pago de misas era vital, aunque para ello se hubiese de vender lo que con tanto esfuerzo y ahínco había conservado el linaje durante generaciones. No fueron pocos los que por fuerza hubieron de deshacerse de tierras, e incluso su hacienda, para así satisfacer las últimas voluntades de unos seres queridos, que temían severamente por el martirio del purgatorio.

Ahora bien, ¿tenían los pobres algún tipo de recursos para solventar sus problemas en Villarejo?. Lo cierto es que sí, y esto lo sabemos por una episodio acaecido siete años antes, concretamente en febrero de 1662, pues como venía siendo habitual, cada cierto tiempo se efectuaba desde el Obispado una visita de rigor a las localidades del territorio conquense. Se trataba de una inspección y supervisión en la que se intentaba averiguar que podía estar sucediendo en la Iglesia de cada municipio, donde además de controlar si el cura estaba cumpliendo con sus obligaciones (tales como anotar la celebración de los diferentes sacramentos en los libros de partidas parroquiales), también se cercioraban si la recolección y contabilidad de pagos de misas se estaba llevando de forma correcta, además de la puesta al día de los libros de fábrica y cuya responsabilidad recaía en el mayordomo, junto otros tantos ejercicios, y que no todo el mundo podía desarrollar.

Resulta que durante el momento de las pesquisas de aquella visita, el representante se percató de que entre los volúmenes de anotaciones del archivo parroquial, faltaba el registro de caudales vinculado con el pósito para los pobres. Para más inri, el día que esto sucedió, el responsable que llevaba su control no estaba presente en la villa. Suponemos que poco después, tras una búsqueda entre las estanterías de la sacristía y viendo que el libro no salía por ningún lado, el visitador comenzó a entrevistarse con algunos vecinos, descubriendo que parte del fondo extraído del pósito fue repartido entre algunas personas del pueblo, en perjuicio de los pobres, y que era a quienes realmente debía de destinarse.

Suponemos que no había un control férreo sobre que cantidades entraban y salían de aquellos cereales. Recordemos que la función principal de este edificio era la de realizar préstamos en condiciones módicas a quienes necesitaban el uso de trigo para su subsistencia.

No sabemos cuanta gente podía disponer de sus servicios, aunque poco menos de un siglo después, leeremos en el Catastro de Ensenada como a mediados del siglo XVIII en Villarejo de la Peñuela sólo había seis jornaleros, además de ningún pobre de solemnidad, a lo que si sumamos que entre el vecindario a duras penas se llegaba a alcanzar los alrededor de 300 vecinos, podemos suponer que no sería excesiva la cantidad de gente que podría hacer uso de este servicio, de ahí que varios habitantes, apreciando una evidente falta de vigilancia, supieron aprovecharse de la situación.

Recordemos que por mucho que dijeran algunos de ellos que en el pósito tendrían que haber alrededor de unas 120 fanegas de trigo, si el libro no aparecía, poco se podía averiguar en lo que respecta a cual había sido el paradero de una parte de la cantidad sustraída.

Finalmente el visitador indicará que se recaude todo lo robado, obligando a los deudores que se fuesen descubriendo, para que éstos reconocieran que cantidades habían de incorporar, dando como fecha límite de entrega el mes de agosto de ese año, añadiendo a su vez una cifra adicional, en la que se dará potestad al párroco en funciones de absolver y dictar las penas por su cuenta.


David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Archivo Diocesano de Cuenca. Libro III de defunciones (1623-1764), Sig. 113/15, P. 2126

* Catastro de Ensenada. Cuestionario de Villarejo de la Peñuela. http://pares.mcu.es/Catastro/

Los Sotoca de Villarejo de la Peñuela

El origen del apellido Sotoca en Villarejo de la Peñuela se remonta a la segunda mitad del siglo XVI, cuando fruto del matrimonio entre Juan Sotoca y María Sainz nacerán dos varones, Alonso y Juan (el mozo). El primero casará con Isabel Moreno, una familia de labradores locales, cuya descendencia adquirirá una representación importante en el lugar, pues el nieto Juan de Sotoca ejercerá funciones como escribano. Mientras tanto, su primo hermano Bartolomé, e hijo por tanto de Juan, casará en dos ocasiones, la segunda con María Redondo Torrecilla.

Recordemos que los Sotoca ya habían enlazando con los Torrecilla en 1643, además de entroncar con casas como la de los Torrijos, y que ya hemos comentado en más de una ocasión que aportaron alcaldes y regidores en este pueblo.

Villarejo era un municipio que desde el siglo XIV había pertenecido al Señorío de los Ribera, ahora por aquellas fechas, insertado en los dominios de los Condes de la Ventosa. A su vez Alfonso Martínez, un caballero de Huete, y que según se relata era gobernador de la fortaleza de esta ciudad, tuvo un vástago llamado Alfón Martínez de Ribera. Éste del mismo modo que su padre ostentó la alcaidía del castillo, casando con su esposa Inés Fernández. El destino de Alfón cambiaría de forma brusca, cuando tras una heroica intervención de resistencia ante la ofensiva de don Juan Manuel (quien pretendía tomar la fortaleza optense), recibió como recompensa por su acto memorable, la donación de la aldea y castillo de Anguix, además del señorío del Villarejo de la Peñuela junto con el de San Pedro Palmiches. Todo esto sucedía en 1328.

Mientras tanto los años irían trascurriendo, hasta que llegamos a un periodo clave, la guerra de sucesión castellana, donde carecemos de información que nos detalle que tipo de situación se estaba viviendo en la localidad. Lo que si se puede afirmar es que por aquellos tiempos sus dominios señoriales estaban en manos de los Ribera, a pesar de que habrá algún cambio de jurisdicción repentino. Y es que durante un periodo este pasaría a convertirse en zona de realengo, para después volver a revertirse en el tipo de señorío precedente.

Resulta difícil calibrar las consecuencias de estas alteraciones en el tejido social de la localidad. No obstante, como ya defendimos con anterioridad, Villarejo era un emplazamiento donde la gente podía gozar de cierta calidad de vida, hecho que posiblemente afectaba en las directrices que se acabarán tomando por parte de sus señores. La buena ubicación del enclave, en un camino a medias que conectaba entre Huete y la ciudad de Cuenca, tuvo que ser crucial, a lo que habríamos de añadir la heterogeneidad de un conjunto de servicios, que ayudarán a explicar porque durante los tiempos del Catastro de Ensenada todavía en este lugar sólo veremos un total de seis jornaleros y ningún pobre de solemnidad.

Creemos que es precisamente en ese escenario del siglo XVI, cuando entra en juego un linaje que sin haber dejado una excesiva descendencia, sabrá aprovechar bien sus bazas. Tengamos en cuenta que en la centuria siguiente veremos como se nombra a Juan de Sotoca, vecino de Villarejo, ejerciendo de notario público en la ciudad de Cuenca y su Obispado.

Representación de Jean Miélot

A finales del siglo XVII leeremos reseñas sobre algunos portadores de las sangre de los Sotoca en los libros de defunciones, es el caso de Bartolomé Sotoca, quien testó ante el escribano Juan de Sotoca, falleciendo en 1684 y citando como sobrino a Juan de Sotoca, además de un hijo llamado Bartolomé Sotoca (el mozo). Cuatro años más tarde se cita la defunción de María Sotoca, viuda de Juan de Torrecilla, quien solicita enterrarse en la sepultura de su hermano Bartolomé Sotoca, e informándonos que uno de sus yernos era Agustín Sainz.

En el año 1692 fallecía María de Sotoca, esposa de Julián López, quien solicitaría enterrarse en la sepultura de su padre Diego Sotoca. Al año siguiente, Juan de Sotoca, y que podría ser el escribano que antes hemos mencionado, efectuaría su testamento ante Andrés de Cañas, quien era natural de Jábaga y ejercía como notario en Villarejo. Éste solicitaría enterrarse en la sepultura de su madre (Ana Martínez), además de 153 misas.

Poco después vemos una asociación de intereses entre los Cañas y los Sotoca, ya que si seguimos el libro de matrimonios, apreciaremos que en 1657 casaba en este lugar Diego de Sotoca con Isabel de Cañas Moreno. Este Diego era a su vez hermano de Juan. Y es que las relaciones se intrincaban mucho más de lo que nos podemos imaginar, puesto que en 1660 María de Sotoca, y hermana de los citados Diego y Juan, casaría con Miguel de Cañas (éste viudo de María Redondo), siendo a su vez hermano de Isabel, la esposa de Diego de Sotoca.

De todo esto, lo que podemos desprender, es que existe una clara conexión matrimonial entre sendas líneas, pues no será casual que ambas se inserten dentro de ese conjunto de políticas tan propias de familias con intereses profesionales, como será el caso del control de las escribanías en este pueblo.

David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Archivo Diocesano de Cuenca. Libro I de matrimonios (1626-1764), Sig. 113/10, P. 2121

* Archivo Diocesano de Cuenca. Libro III de defunciones (1623-1764), Sig. 113/15, P. 2126

* Catastro de Ensenada. Cuestionario de Villarejo de la Peñuela. http://pares.mcu.es/Catastro/

sábado, 6 de febrero de 2021

El boicot a la nobleza en la Alcarria Conquense. Los casos de Gascueña, La Peraleja y Tinajas

Siglos atrás, en aquella sociedad tremendamente estratificada por niveles, en la que un apellido podía cambiarte literalmente la vida (independientemente de los méritos que como persona habías efectuado en el tránsito por este mundo), hubo gente sensibilizada, que a pesar de tener una escasa formación académica, era consciente de las injusticias que a diario se cometían en nombre de una tradición y derechos impertérritos que siempre carecieron de lógica.

En la franja septentrional del territorio conquense, más concretamente en el seno de la ciudad de Huete (donde es sabido que florecieron muchas de las grandes familias de la nobleza de esta tierra, además de residentes en el interior de su judería), fue generándose desde el medievo un modelo de pensamiento que veremos extendido en buena parte de la Península Ibérica. Un sector de privilegiados que comenzaron a acrecentar sus fuerzas, en detrimento de una mayoría trabajadora, compuesta por un variopinto entramado de familias, en las que uno se podría encontrar de todo.

La cosa estaba clara, y aquella idea clasista había calado hasta el punto de que se convirtió en uno de los engranajes que movía el pensamiento y la vida de todo un país.

Sobre ese caldo de cultivo que se recrudecía poco a poco, fue como empezaría a gestarse la creación de un pueblo con una visión crítica, que una vez afianzada su posición, no permitiría dejar pasar ni una más.

Todavía la documentación nos recuerda una de las frases que emanaba de muchos ancestros oriundos de estas tierras, al decir con sumo orgullo que sin hidalguías vivieron muy honrados nuestros mayores, hemos vivido nosotros y vivirán nuestros descendientes”. Y es que a partir de la segunda mitad del siglo XVI este discurso era el pan de cada día que tantas veces se recitaba en las casas y calles de enclaves como Gascueña, La Peraleja y Tinajas.

Gascueña lucía en la entrada de su sala consistorial un lema con letras doradas donde rezaba la siguiente frase: ‘No consienten nuestras leyes, hidalgos, frailes ni bueyes’.

En esta localidad todos sus habitantes se consideraba que habían de ser tenidos por igual, de manera que no servían las pamplinas de tipo mitológico-genealógico u otra argumentación de índole histórica, que consideraran a unas personas estar por encima del resto.

Algo similar pasaba en La Peraleja, cuando tal y como nos recuerda la documentación antes permitiría faltase de su torre la giralda que los ilustra, que en sus archivos se encontrara un don”.

Y es que en este enclave los protocolos y artimañas sociales no tenían cabida, pues había grandes familias de terratenientes que sabían como el honor se ganaba a base de trabajar la tierra con la azada y no de aquella especie de “postureo”, que para caldear más el ambiente, invocaba a unos relatos falseados y contradictorios, en los que gran parte de esa nobleza decía descender de cristianos viejos, cosa que hasta los más ignorantes del lugar sabían que no era cierto, pues muchos arrastraban una ascendencia judía, además de no haber luchado contra los musulmanes en tiempos de la reconquista, tal y como en repetidas ocasiones se vanagloriaban de recitar en la documentación de las Chancillerías.

Encima, para más inri, algunos de los verdaderos cristianos viejos que decían representar, eran en realidad esos campesinos que trabajaban de Sol a Sol, es decir, el motor económico que contribuía con sus impuestos al mantenimiento de un sistema manchado de corrupción hasta la saciedad.

En Tinajas tampoco se andaban con tonterías, pues de haber algún hidalgo que quisiera instalarse en la localidad, se decía que literalmente sería recibido a pedradas.

Con este percal, en ocasiones me he llegado a plantear si de aquellos polvos, vienen parte de estos lodos por los que tanto se caracteriza nuestra la mentalidad picaresca..., por ahora prefiero no profundizar sobre el tema.

Deutscher Bauernkrieg (la guerra de los campesinos alemanes)

Ahora bien, ¿Qué pudo pasar en estas apacibles localidades para que se despertara un odio acérrimo hacia la nobleza?, desde luego podrían ser muchas las respuestas que se habrían de dar, ya que la situación es más compleja de lo que uno pudiera creer. Y es que a priori, hidalgos en origen hubo en los tres lugares, ya que sólo hemos de ver algunas de las ejecutorias de hidalguía y otros documentos de índole similar, fechados en el siglo XVI, gracias a los que varias de esas familias se asientan entre aquellas casas con tales privilegios

Ejemplo serán los Castro de Gascueña, los García de Tinajas, o los Suárez-Carreño, Daza y Patiño de La Peraleja, sin citar otros tantos que me dejo en el tintero.

Cabe preguntarse desde la historiografía, qué pudo haber generado esa persecución antinobiliaria en unos pueblos donde su gente no se diferenciaba en nada de la que podríamos ver en otras partes del espacio geográfico de esa marca conquense.

Sin lugar a dudas, uno de los factores sería el reconocimiento que tuvieron en origen esas localidades como zonas de behetría, a lo que cabría sumar la presencia de medianos terratenientes locales con disponibilidad de recursos, que no entendían la parafernalia de como familias que vivían en el pueblo de al lado (y que como sigue sucediendo a día de hoy en este tipo de entornos, eran perfectamente conocidas), tenían la desfachatez de alardear con aquel tipo de historias, con tal de no pagar impuestos, acogiéndose a unos derechos carentes de toda razón, no sólo por la falta de sentido común, sino por ser una farsa que hasta el más tonto sabía de primera mano.

En mi modesta opinión esta seria la gota que colmaría un vaso que ya había venido llenándose con el trascurso del tiempo, y del que en un futuro vamos a seguir analizando su proceso evolutivo.

David Gómez de Mora

Disputas entre labradores peralejeros

El pleito entre Francisco Jarabo y Juan Rojo durante la segunda mitad del siglo XVII dio mucho de que hablar en La Peraleja. El primero había recibido a través de su esposa Catalina de Hernán-Saiz una suculenta herencia repartida en varias tierras, al recaerle por la esposa de Juan (Ana de Hernán-Saiz), quien en sus últimas voluntades acabaría acordándose de la citada Catalina por ser su sobrina favorita.

La reputación de la familia de Ana como labradores acomodados nadie la cuestionaba en el municipio, aunque Juan, y que tras haber enviudado acabaría comprometiéndose con ella, diría tras la muerte de su segunda esposa todo lo contrario.

Al final todo acabaría en un pleito.

Y es que durante el siglo XVII entraron en juego una serie de políticas matrimoniales entre las principales familias de labradores de este pueblo, cuyas consecuencias desencadenarán el desarrollo de un nuevo estadio en la lucha por el control del poder a escala municipal.

Aquellas gentes del campo sabían que no necesitaban alardear de ningún escudo de piedra encima de sus casas para reafirmar algún tipo de estatus ficticio, pues en el pueblo los hidalgos nunca fueron vistos con buenos ojos, y es que irónicamente, muchos de esos campesinos eran realmente los verdaderos descendientes de unos cristianos viejos que tan obsesivamente buscaban realzar en sus informes una nobleza local con manchas de conversión, y que a esas alturas entre estas calles ya estaban sumidos en una acelerada fase de regresión social.

De nada les servía a los Suárez-Carreño, Salinas o Patiño vacilar de una ejecutoria de hidalguía, pues su potencial económico ya había comenzado a mermarse. Recluidos en un entorno donde la mitología genealógica de poco valía, eran conscientes de como empezaba a quedar lejos esa época dorada que sus abuelos habían vivido en la cercana localidad de Huete.

Ahora su máxima aspiración se ceñía en mantener a duras penas la existencia de un apellido en un pueblo donde su única alternativa era la de casarse con unos nativos que ya habían nacido con una azada bajo el brazo.

El ritmo ahora lo marcaban casas como los Rojo, hábiles propietarios agrícolas que vieron la importancia que suponía el sellar alianzas con los Hernánsaiz, una familia afincada en el lugar desde el Medievo, y de la que emanarían una larga lista de alcaldes y curas que dominaban ese terruño de tanto encanto.

Ni que decir de otra de las grandes casas, que si no obtuvo nobleza, fue probablemente por no albergar ningún interés..., así eran los Vicente, terratenientes locales, bien posicionados con el brazo eclesiástico, y fundadores de un mayorazgo gracias a la ingente cantidad de tierras que atesoraron varios de los suyos.

Finalmente a la ecuación faltaba añadir un linaje que acabaría siendo toda una institución en las tierras de la Alcarria Conquense, una estirpe que de manera ininterrumpida conseguiría dar durante cinco siglos varios de los hijos más influyentes de este entorno: los Jarabo.

Aquellos linajes, curtidos en el trabajo y el esfuerzo que les otorgaba una aceptable calidad de vida por poseer recursos de modo independiente, tenían clara cual debía ser su carta de presentación. Lo cierto es que no se equivocarían, pues durante centurias mantuvieron el nivel y esa característica identidad por la que se han distinguido nuestros antepasados. Trabajadores, católicos y defensores de una vida fundamentada en la tradición legada por sus abuelos, artífices de una mentalidad que calaría en una sociedad rural que poco a poco fue adaptándose a los nuevos tiempos que agudizaba un éxodo rural, y que después de la última guerra empezaba a ser imparable, trastocando lo que durante siglos y siglos fue un modo de vida impertérrito.

Como decíamos al principio, durante la segunda mitad del siglo XVII nos encontramos con uno de esos tantos enfrentamientos entre clanes de labradores donde un conjunto de familias han sellado unas alianzas matrimoniales, en las que los vínculos de sangre, endogamia e intereses vuelven a mezclarse.

Cuando Ana se casó con Juan aportaba a la dote matrimonial dos machos de labor, valorados en doscientos ducados junto con otras ganancias, pero que como veremos iban separados de los bienes nupciales. Durante el año de 1664 y que es cuando veremos esta referencia del pleito, el alcalde de La Peraleja era Pedro Muñoz, dando fe de la situación el escribano Felipe Jarabo.

A continuación apreciamos como entre la documentación se presentará una transcripción del testamento de Ana. Lo primero que vemos es que ésta mandó enterrarse en la sepultura donde yacía su hijo Francisco Vicente, fruto de su primer matrimonio. No olvidemos como los Vicente, Rojo, Hernán-Saiz y Jarabo habían tejido una serie de alianzas matrimoniales, entre las que se consolidaba un conglomerado de intereses entre clanes de labradores.

No había duda de la disponibilidad de recursos a la hora de invertir en el pago de misas, ya que Ana solicitó trescientas por la salvación de su alma, diez para el purgatorio, otras diez por su primer esposo Francisco Vicente, repitiendo la misma cantidad para su hijo fallecido, junto seis para su tía, y que era la esposa de Juan Benito. Sumaría otra media docena para su madre, lo que daba un sumatorio de 342. El testamento fue redactado ante varios testigos entre los que habría que citar al Licenciado Juan de Escolar, quien defendería en su interrogatorio a Juan Rojo.

Se precisa que Catalina (la sobrina de Ana), y esposa de Francisco, sería la heredera universal, además de recibir dos fincas de una fanega de trigo, así como otra de cuatro almudes de cebada con cargo anual de una fiesta perpetuamente el día de San Francisco, junto un majuelo, un olivar y dos tinajas.

Parece ser que el testamento lo redactó una vez que enviudó e iba a casarse con Juan. Del mismo modo cita otros familiares que resulta importante conocer en esta historia para así comprender la genealogía de su familia. Por ejemplo menciona a María de Hernán-Saiz, hija de su hermano Roque de Hernán-Saiz, quien recibirá un cañamar, sin olvidar a otra hija de éste, Isabel de Hernán-Saiz.

Veremos como una sobrina que aparece en el testamento es Ana de Hernán-Saiz, mujer de Bautista Rojo, recibirá dos fincas, junto dos olivares y varias piezas de ropa entre las que se encontraba una mantellina verde. Bautista era vástago de Juan, procedente de un matrimonio anterior. De modo que intuimos como de nuevo se intentarán cruzar unos intereses familiares reforzando el parentesco con otras líneas de sendos linajes.

Otros bienes agrícolas irán dirigidos a Sebastián Rojo, a sus sobrinos Diego de Hernán-Saiz y José de Hernán-Saiz, o a sus hermanos Francisco y Roque de Hernán-Saiz, sin olvidarse de una donación a la Virgen del Monte, a la que destina media arroba de aceite, todo ello sin pasar por alto otra para la Virgen del Rosario y al albergue de los pobres.

Entre las piezas de ropa nos llama la atención dos mangas de terciopelo de las que una acabará siendo destinada para Ana Jaraba (hija de Francisco Jarabo), mientras que la otra para Juana Parrilla.

Por aquel entonces Pedro Martínez era el alguacil de la villa, quien junto con Francisco y su esposa Catalina fueron a divisar las propiedades entre las que se encontraban la heredad del cerro (de seis almudes de cebada) así como la posesión de unas casas de morada en el barrio de abajo, pues fueron parte de la herencia recibida. Juan Rojo se había hecho cargo de las deudas que su mujer tenía con algún vecino, además de las pendientes con los miembros del clero local, pues no hemos de olvidar la relación de misas que ésta solicitó en su testamento.

Juan recriminaba que toda la herencia patrimonial que compartió su esposa con él se reducía poco menos que a ese famoso macho viejo del acuerdo matrimonial, argumentando que ésta no tenía tanto poder económico como señalaban las lenguas del pueblo, remarcando literalmente que “entró en nuestro matrimonio muy alcanzada y pobre, en tanto grado que no pudo pagar los gastos del entierro de su primer marido (Francisco Vicente) y su hijo (Francisco Vicente de Hernán-Saiz), que murieron poco antes que se casara conmigo”.

Lo complejo de esta historia es que como habíamos dicho antes, Juan sería el que debía de achacar con aquellos gastos, tal y como demostrará en unas cartas de pago que se adjuntan en la documentación del pleito. Ante esta situación, el labrador suplica a la justicia que se tenga en cuenta toda su defensa para sacar adelante el pleito.

Como resultado del mismo se irán citando a un nutrido número de testigos, y que acabarán defendiendo a cada una de las partes. Los primeros dirán que la mujer de Juan Rojo disponía de recursos, incluso antes de casarse con él, además de que no arrastraba ningún tipo de deudas, pues la familia contaba con posibles gracias a las ganancias que obtenían de las cosechas. Los nombres y edades de la primera tanda de interrogados eran:

- Juan Vicente de la Peña, de 33 años poco más o menos.

- Juan Martínez del Rabel, de 43 años poco más o menos.

- Juan Vicente Suárez, de 57 años poco más o menos.

- Juan González Rojo, de 58 años poco más o menos.

- Juan de Villalba, de 51 años poco más o menos.

- Pedro de Molina, de 7o años poco más o menos.

- Juan Rojo Conde, de 42 años poco más o menos.

- Alonso Parrilla, de 30 años poco más o menos.

- Asensio de Hernán-Saiz, de 55 años poco más o menos.

- Gabriel Vicente, de 37 años poco más o menos.

Llama la atención el dato que se da de forma repetida en la pregunta número tres, al afirmarse que Ana tras casar con Juan Rojo “está muy sobrada y sin deudas, y que llevó al matrimonio mucho trigo, también cebada y aceite, y otros muchos bienes de casa porque siempre fue de las casas más sobradas de esta villa, y sabe que el dicho Juan Rojo no estaba tan rico como la susodicha”. Se incide que durante el momento de sellar el matrimonio, ésta contribuyó con un macho negro y otro que vendió. Cosa que para nada concuerda con el discurso llevado por Juan, donde informa de que su mujer si pudo afrontar sus gastos, era porque él le costeó todos los pagos que tenía pendientes.

Por otra parte, Juan efectuará una probanza con varios testigos, entre los que destacará su primo Diego Palenciano (pues su progenitor era primo hermano del padre del Juan), de unos 34 años y que en aquel momento era regidor de la villa. También se cita a un hermano de Juan, llamado Miguel Rojo, quien dejó que Francisco Jarabo le vendimiara una viña propiedad de su cuñada Ana de Hernán-Saiz. Otro testigo era Miguel Vicente Rubio, de 65 años poco más o menos. Éste reforzaba la tesis de Juan y su primo Diego. En 1665 cuando el pleito todavía seguía disputándose, era en esos momentos alcalde ordinario el peralejero Alonso de Hernán-Saiz Peñalver, esposo a su vez de María Parrilla de Crespo. En esta nueva tanda los vecinos que darían parte de los hechos fueron:

- Miguel Vicente Rubio, de 65 años poco más o menos.

- Manuel González, de 32 años poco más o menos.

- Gabriel Martínez -mayor-, de 60 años poco más o menos.

- Juan de Huerta, de 25 años poco más o menos.

- Julián Parrilla, de 20 años poco más o menos.

- Catalina Vicente, mujer de Juan de la Peña, de 32 años poco más o menos, quien señala como Francisco Jarabo estuvo casado en primeras nupcias con su tía Catalina Vicente, hermana de su padre Miguel Vicente.

- Ana Saiz, mujer de Simón Vicente, de 33 años poco más o menos.

- Isabel Palenciano, mujer de Gregorio Muñoz, de 38 años poco más o menos.

- Licenciado Francisco Martínez Catalán (presbítero de la villa), de 75 años poco más o menos.

- Licenciado Juan de Escolar (presbítero de la villa), de 29 años poco más o menos.

- Catalina Parrilla, mujer de Alonso Saiz, de 27 años poco más o menos.

Como dato anecdótico, cuando el pleito parece que ya iba a a resolverse, veremos que los alcaldes ordinarios de La Peraleja en el año 1666 eran Alonso Parrilla y Juan de la Peña, sin olvidar la figura de Pedro Saiz Jarabo, que en ese momento ocupaba el puesto de regidor en el consistorio local.

De toda esta situación comprobamos como el orgullo y la demostración de poder entre los hogares que tuvieron cierto peso en la economía local, fue una realidad que siempre estuvo presente, y es que nadie debe de olvidar que junto a la nobleza local donde no pocas veces encontrábamos a una parte importante de los caciques del lugar, habríamos de incluir a un sustrato social complementario, consolidado por estirpes de labradores, cuya fuerza iba en relación a la producción de frutos y especialmente gramíneas que emanaban de sus tierras.

Genealogía de las familias implicadas y en la que se reflejan sus políticas matrimoniales (elaboración propia)

En La Peraleja no existía la división de estados entre alcaldes, a pesar de la presencia de algunos nobles, cuyos integrantes bien podían haber gozado de sus consiguientes prestaciones. Buen ejemplo serán los González-Breto, una familia de hidalgos con quienes precisamente los Rojo serán quienes más enlaces matrimoniales pactarán, fortaleciendo de este modo el núcleo duro de los propietarios peralejeros.

Ni que decir como era de habitual asistir a la celebración de matrimonios amañados entre vecinos de una misma condición social.

Desde luego el pleito entre Juan Rojo y el esposo de la sobrina de su mujer levantaría muchas ampollas. Juan, de quien a primera vista podríamos decir que era todo un buenazo, denunciaba como una vez que enviudó y habiendo pactado una alianza matrimonial con Ana de Hernánsaiz (quien por su edad ya no podría dejar una nueva línea de descendientes), volvería a ver como trascurrido el tiempo, éste sería testigo presencial de la muerte de Ana.

A Juan las cosas no le saldrían como pensaba, pues el testamento de la segunda viuda como hemos visto no le resultó muy favorable, pues ésta en sus últimas voluntades antepondría la distribución de sus bienes a familiares y allegados. Si leemos el testamento de Ana, apreciaremos como ésta volcaría una parte sustanciosa de sus tierras sobre la figura de la que no me cabe duda alguna que sería su sobrina favorita (la esposa de Franisco Jarabo), Catalina de Hernánsaiz.

Por aquellas fechas en La Peraleja nadie juzgaba el poder acumulado por la casa de los Hernánsaiz, otra de esas muchas familias de campesinos nativos, artífices de aquel modo de vida cimentado en la tenencia de diferentes propiedades agrícolas dentro de un mismo hogar, y que como veremos con el paso de los siglos, hábilmente les ayudaron a alcanzar un nombre y estatus entre las gentes del pueblo.

Como hemos visto a largo de esa disputa jurídica, y que abarcaría cerca de un periodo de dos años, irían desfilando diferentes vecinos que acudirían de testigos para responder el cuestionario que dictaminaría si las costas de muchos de los gastos habían de correr a cargo del último marido, o de los herederos favoritos de la fallecida.

Ya desde el inicio, el primer testigo, Juan Vicente de la Peña, avivaría los ánimos recordando como Ana de Hernánsaiz (cuando casó en segundas nupcias con Juan Rojo de Hernánsaiz) “estaba sobrada (de dinero) por tener mucho trigo en grano, cebada y avena y otros muchos muebles, sabiendo que Juan Rojo por el dicho tiempo no tenía tantos bienes”.

Aparentemente nadie ponía en tela de juicio la implicación de aquel patrimonio familiar en momentos cercanos a la boda, al indicarse como ésta aportó al matrimonio “un macho mayor que valdría hasta 50 ducados poco más o menos, porque otro que tenía lo vendió en el año cincuenta y cuatro (1654) a Gabriel Vicente, vecino de esta villa”. Confirmaba el testigo que Ana tenía dos pedazos de tierra en los que plantaba cebollas, incidiendo que no disponía de tierras en barbecho, sino que cultivándose, pues incluso el mismo año en que casó con el señor Rojo, ésta obtendría cantidades reseñables de azafrán.

Otros comentarios que van dirigidos en la línea de ensalzar la posición de Ana, reconocían del mismo modo la disposición de riquezas por parte de su nuevo marido, informándonos de que Ana se hallaba “sin deudas porque tenía muy buena labor y pagaba muchos tributos al Rey por estar rica la susodicha además del dicho Juan Rojo, quien estaba también acomodado de bienes”.

Veremos incluso como a Ana le llevaban las tierras, dato que se desprende por la factura de gastos que mostró Juan en el pleito, además de que se menciona durante la temporada del año 1655 como uno de sus ayudantes era el peralejero Juan Rojo Conde (a quien no debemos de confundir con su esposo Juan Rojo de Hernánsaiz, a pesar de que en origen ambos procediesen de un mismo linaje de labradores).

Por otro lado estaban los testigos que defendían al esposo de Ana, quienes recalcaban como éste pagó todas las deudas que arrastraba su esposa, y en las que se incluían diversas cantidades a vecinos y trabajadores que faenaron sus tierras, a lo que habríamos de sumar las facturas pendientes con el clero, tales como la del costeo de sus misas y entierro.

Diversos testigos afirmaban que Juan era un hombre muy solvente, tanto que hasta se cree que tenía el doble de bienes que los aportados por su esposa, recordándose que sería desde su bolsillo donde saldría todo el dinero para afrontar la deuda acumulada en diezmos, rentas y pagos pendientes de Ana.

Al final, la conclusión a la que uno llega cuando analiza este tipo de documentación, es que buena parte de las alianzas que se formalizaban en aquellos tiempos, tenían un elevado componente social, puesto que las dos familias debían de aportar una cantidad de patrimonio prácticamente similar. Incluso en este caso, donde ya hablamos de gente con una edad avanzada, y donde inocentemente uno podría pensar que habría más una interés de ayuda mutua y compañía, que la de personas que miden con precisión cuanto tiene y aportan a esa unión.

Desde luego es difícil entender como pensaban muchos de nuestros antepasados, pues la cultura de estas sociedades rurales resulta más compleja respecto los modelos simplistas que en ocasiones la historiografía general nos ha querido plasmar. Sin lugar a dudas la etnografía junto con la historia de las mentalidades de estas personas en la Castilla de siglos atrás, es un tema del que todavía queda muchísimo por escribir.

David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Apuntes genealógicos de David Gómez de Mora (inédito)

* Archivo Histórico Nacional. Universidades, 202, Exp. 36

davidgomezdemora@hotmail.com

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Profesor de enseñanza secundaria, con la formación de licenciado en Geografía por la Universitat de València y título eclesiástico de Ciencias Religiosas por la Universidad San Dámaso. Investigador independiente. Cronista oficial de los municipios conquenses de Caracenilla, La Peraleja, Piqueras del Castillo, Saceda del Río, Verdelpino de Huete y Villarejo de la Peñuela. Publicaciones: 20 libros entre 2007-2023, así como centenares de artículos en revistas de divulgación local y blog personal. Temáticas: geografía física, geografía histórica, geografía social, genealogía, mozarabismo y carlismo. Ganador del I Concurso de Investigación Ciutat de Vinaròs (2006), así como del V Concurso de Investigación Histórica J. M. Borrás Jarque (2013).