sábado, 30 de mayo de 2020

Los Llaudís (una estirpe de escribanos peñiscolanos)

Poco a poco vamos conociendo con mayor detalle algunos datos sobre varias de las familias que antaño tuvieron un protagonismo destacado en este municipio. Si hablásemos de casas con disponibilidad de recursos durante los siglos XVIII y XIX, resultaría imposible obviar el caso del linaje Llaudís. Una saga de escribanos y notarios peñiscolanos que consiguió ser ennoblecida por el rey Felipe V en el año 1709.

El agraciado con aquel privilegio fue el vecino don Gabriel de Llaudís, quien ejercía como notario de la corporación municipal durante el periodo de la Guerra de Sucesión. A partir de ese momento, siguiendo con la tradición familiar, su descendiente don Juan de Llaudís heredaría idéntica concesión social (pues sólo se podía transmitir por línea recta de varón), además de la escribanía en la que éste trabajaría toda su vida.

Juan casó con la bien posicionada Rosa Martín i Ayza, quien por el costado materno era descendiente de don Juan de Ayza, y que al mismo tiempo que Gabriel había sido ennoblecido. Fruto de aquel matrimonio nacería su hijo don Gabriel de Llaudís i Martín (síndico y procurador general del ayuntamiento). Decir que el oficio se transmitía de generación en generación, razón por la que esta familia se acabaría convirtiendo en la estirpe más importante de notarios con los que contó Peñíscola a lo largo de su historia.

Más adelante, en 1791 es nombrado con el cargo de escribano real y notario de la corte don Juan Bautista Llaudís, representando el puesto de secretario del ayuntamiento de Peñíscola en 1814, tras el nombramiento del nuevo gobierno provisional que estuvo al frente durante la fatídica ocupación francesa. A éste le seguirían otros personajes de la familia como don Antonio Llaudís y don Narciso Llaudís, integrando todos ellos una prestigiosa estirpe de escribanos y síndicos que se extendería durante los siglos XVIII y XIX.

Firma de Vicente Llaudís del 18 de junio de 1834 (Arxiu Municipal de Peníscola)

Como veremos los escribanos eran parte de una población que contaba con bastantes garantías. Por norma general en su casa custodiaban todos los protocolos notariales de los vecinos que habían hecho uso de sus servicios. Siendo por tanto conocedores de cuántas propiedades controlaba cada habitante, que deseo expreso habían solicitado entre sus últimas voluntades, así como otra serie de informaciones detalladas sobre censos, ventas y fundaciones, que a lo largo de generaciones habían conformado una colección de legajos en poder de una misma la familia. Una información sin lugar a dudas de un valor incalculable.
Tampoco se nos puede pasar por alto que éstos formaban parte de las tramas de falsificación documental, y que tan habituales fueron en aquellos tiempos. Sin ir más lejos, el linaje de los Esteller trufará una parte de su genealogía, gracias a un supuesto documento que hasta el momento sus integrantes habían “obviado” para la demostración de la nobleza familiar, pero que súbitamente apareció tras recurrir a los servicios de la familia Llaudís. Como decimos esto era una práctica muy común en todas las escribanías. Al fin y al cabo era una fuente adicional de ingresos, que conllevaba sus riesgos, y por los que obviamente bajo manga se pedirían importantes sumas de dinero.

Fotografía del escudo de armas que antaño los Llaudís de Peñíscola lucían con orgullo en una de sus residencias en la localidad. Su decoración barroca nos llevaría a datarlo durante el siglo XVIII, momento en el que el escribano don Gabriel de Llaudís recibiría el privilegio de Felipe V para que todo su linaje pudiese portarlo.

Esto hará que los escribanos crearán a su alrededor una élite social, en la que se apoyará la nobleza así como las grandes familias del pueblo, pues con la firma de uno de estos profesionales, se podía dar fe de muchísimas referencias documentales que en ocasiones llegaban a cambiar notablemente el rumbo de vida de una persona.
Sabemos que en muchas localidades estas dinastías eran sumamente respetadas, no sólo por integrar una parte del sector cultural que sabía leer y escribir en una sociedad donde las tasas de analfabetismo eran elevadas, sino que también por su capacidad de influir en los grupos de poder. Obviamente no será un hecho casual que muchas de sus alianzas matrimoniales giren alrededor de casas del ámbito nobiliario o directamente del mismo mundo laboral, como apreciaremos en el caso de los Ortiz, quienes representarán una saga de notables doctores en leyes, que llegarían a traspasar el extrarradio local, codeándose con algunas de las familias más importantes de la comarca. Este clientelismo era una herramienta de crecimiento social que potenciaba sus miras y aspiraciones más allá de su ciudad natal.
David Gómez de Mora

Sobre los apellidos peñiscolanos

Peñíscola tiene la particularidad de ser un enclave donde la escasa variedad de sus apellidos ha sido uno de los principales distintivos que llaman la atención a muchos de los foráneos y curiosos que desconocen su pasado.

Aquella abundante repetición fue un problema con el que la población siempre estuvo lidiando, por ello su gente ya desde antaño se las ingenió para distinguir unos vecinos de otros, hecho que se refleja en su documentación histórica. Al respecto, cualquier investigador o genealogista que haya consultado su archivo municipal, le habrá resultado llamativo ver referencias vecinales en las que se pueden leer los nombres de Juan Ayza de José, Vicente Albiol de Jaime…

Esto se debía a que antiguamente por norma general sólo se empleaba el primer apellido, lo que unido a una repetición como la que comentábamos, hacían necesario incluir el nombre del padre, de ahí que si habían dos, tres o más Juan Ayza en la localidad, había de aplicarse este mecanismo, despejando así cualquier tipo duda, lo que debía de quedar muy claro, especialmente en temas de pagos e impuestos, puesto que cada año sus vecinos desembolsaban una cantidad de dinero en el pago de la contribución municipal.

Hemos de decir que la cifra de nombres y apellidos repetidos llegaba a ser tal, que en algunos casos aparecen hasta tres generaciones para referirse a una misma persona, puesto que si en el municipio residían dos José Albiol, que eran a su vez hijos de dos Francisco Albiol, había por tanto que incluir el nombre del abuelo paterno para diferenciar así al uno del otro.

No obstante, entre los habitantes del pueblo la cosa ya era muy diferente, pues ahí los formalismos se olvidaban, por lo que éstos se conocían a través de los motes u apodos con los que todavía siguen identificándose las familias auténticamente peñiscolanas.

A la pregunta de por qué hay una excesiva repetición de apellidos en la localidad, diremos que simplemente habría que analizar con detenimiento el pasado del municipio, para así comprender parte de su historia, y lo que a la par integraría el estrato cultural e identitario de sus gentes. Como bien sabemos Peñíscola es todo un hito geoestratégico desde antes de los tiempos de la conquista cristiana. Cuando cayó en manos de Jaume I, éste tenía muy claro el potencial del lugar, de ahí que inmediatamente lo convertiría en el principal enclave portuario desde el que se daba salida a la lana que bajaba desde las tierras interiores de Castellón.

El rango comercial de Peñíscola era indiscutible, y así seguiría perdurando durante varios siglos hasta que entraríamos a finales del medievo, momento en el que la población comenzaría a perder fuelle. Mientras tanto, otras localidades y que en cierto modo hasta no hacía mucho estaban sumidas a sus directrices (es el caso de Benicarló y Vinaròs), comenzaban a despuntar. Eran tiempos distintos a los de la conquista, pues ahora lo que imperaba era una estabilidad en la que crecerá la nueva burguesía valenciana (uno de los principales motores económicos del Reino valenciano).

Veremos como aquel rol defensivo de la Peñíscola bajomedieval comenzaba a ser anticuado, pues mientras los emplazamientos litorales se iban expandiendo, creando arrabales y saliendo de sus murallas, la cosa aquí resultaba imposible de cambiar, ya que el propio encorsetamiento urbano de la localidad era el mismo que ahogaba sus pretensiones de crecimiento socioeconómico.

Aquel protagonismo militar cada vez iba resultándole más contraproducente, y es que su plaza castrense era todo un caramelo que despertaba un recelo permanente de control. Es por ello que Peñíscola pagaría muy caro el precio del lugar que le tocó ocupar, pues el vivir entre los muros de la roca obligaba a sus pobladores a estar continuamente sumidos en todos los conflictos que se generaban a lo largo y ancho del territorio peninsular.

Esto obviamente influyó en su día a día, ya que además de salir a labrar sus campos o faenar con sus barcas, habían de reforzar o colaborar con las tareas de guardia y vigilancia del lugar, pues en varias ocasiones la documentación nos indica que no siempre había disposición de soldados para la realización de tales obligaciones.

El punto de inflexión que marcará un distanciamiento entre Peñíscola con las poblaciones vecinas de Benicarló y Vinaròs se produce en el siglo XV. A partir de ese momento veremos dos visiones antagónicas de planificación y crecimiento urbano. La ciudad de la roca no tendrá más remedio que seguir con el modelo tradicional, que poco o nada había cambiado con respecto a los tiempos de la Banískula musulmana. Una herencia que como muchos habrán observado todavía perdura en muchas de sus callejuelas.

Sabemos que desde 1584 hasta los tiempos de la Guerra dels Segadors, la villa tuvo que costearse las reparaciones de su artillería, guardias y otros gastos que comenzaron a diezmar severamente sus arcas. Una difícil situación para un municipio que además estaba resintiéndose por los azotes de las epidemias de peste, y que en su conjunto casi llegaron a ponerla en riesgo de despoblación. Una cuestión poco conocida, que merece ser tratada más a fondo en un futuro artículo.

Como veremos el siglo XVII tampoco fue benigno en lo relativo a conflictos bélicos, aunque sin lugar a dudas menos lo sería su centuria siguiente, cuando Peñíscola resistió heroicamente confinada y defendiéndose durante un año y medio desde el día 14 de diciembre de 1705 hasta el 15 de mayo de 1707, con motivo de los continuos ataques recibidos durante la Guerra de Sucesión. Aquel episodio le valió los mayores reconocimientos de Felipe V para toda la corporación municipal, y que el monarca materializó mediante el otorgamiento de una nobleza para todos sus descendientes. Este privilegio que se acompañó con la concesión de escudos de armas en una localidad tan pequeña, hará que la tasa de miembros del estado noble se disparase en cuestión de varias generaciones. No es por ello un error decir que Peñíscola estaba llena de hidalgos, pues cualquiera que profundice en sus raíces genealógicas, notará el parentesco que entre muchos de nuestros antepasados se iría estableciendo.

No obstante, aquellos reconocimientos simbólicos lo que pretendían era ocultar la situación catastrófica que se vivía en su economía local. Pues mientras Peñíscola resistía detrás de sus muros los envites de flotas que bombardeaban sus murallas, el resto del término municipal quedaba en manos de los enemigos que talaban los árboles de la Serra d’Irta, además de destruir todo tipo de construcciones, al tiempo que Benicarló y Vinaròs iban creciendo e incrementando su calidad de vida.

Creemos que el encorsetamiento urbano de la localidad propició de modo natural una regulación demográfica desde los tiempos de Jaume I, puesto que la cifra de almas nunca podía variar sustancialmente, al haber siempre la misma superficie de suelo disponible, lo que unido a una política endogámica entre su vecindario, ayudará a que en sus casi 80 kilómetros cuadrados de término municipal, las propiedades agrícolas no cambiarán excesivamente de manos, garantizando una permanencia y conservación de la tierra, al estar retenida entre propietarios autóctonos, y por tanto, de vecinos que siempre contarán con recursos para rehacer su vida, a pesar de las inclemencias económicas a las que continuamente estaban sometidos por intereses ajenos a sus preocupaciones cotidianas. De lo contrario, Peñíscola podría haber desaparecido en una de las muchas guerras por un empobrecimiento económico de su vecindario.

Cuando Peñíscola cogía aire para volver a recuperarse del fuerte varapalo que supuso la guerra de principios del siglo XVIII, veremos cómo entrada la centuria siguiente las heridas volvían a reabrirse tras la toma de su plaza por parte de los franceses, previa entrega efectuada por el gobernador militar.


Las consecuencias de aquel episodio fueron durísimas, ya que se expulsó a toda la población de sus casas, dejando sólo en su interior a las familias de edades más avanzada, colocando además cañones en cada uno de los accesos principales, dispuestos para disparar hacia cualquiera de los vecinos que intentara penetrar en el municipio.

El cura don Joaquín Balaguer, relata en el libro parroquial de aquel año (ya desaparecido) la crudeza de la situación: “Con el pueblo me salí yo también y me fijé en Benicarló, para desde allí acudir a lo que fuese necesario, sacando de la iglesia las ropas y ornamentos que fue permitido sacar para conservarlos hasta que Dios Nuestro Señor nos restituyera a nuestra amada patria. Desde dicho día toda la gente se estableció, parte en Benicarló, parte en la partida de Irta y parte en la huerta, sufriendo todas las privaciones e incomodidades que consigo lleva esta infeliz suerte. Algunas gentes se fijaron en la ermita de San Antonio Abad (…) ya que la dura necesidad les obliga a vivir en chozas, en cuevas y por bajo de los árboles” (Febrer, págs. 278-279).

Aquello comportó un exilio que se prolongó durante 28 duros meses. Como es de imaginar, las consecuencias fueron irreversibles, pues en cuestión de dos años fallecieron uno de cada tres peñiscolanos, debido a la aparición de enfermedades y hambrunas. Y es que en realidad se castigó a casi todo un pueblo a vivir como cabras en el monte de la noche a la mañana. Sabemos que quienes tenían parientes o amigos en municipios colindantes pudieron encontrar cobijo, aunque esto sólo sucedió en algunos casos. Sobre este trágico episodio se recuerdan viejas historias que nos han llegado por tradición oral en las que se refleja la barbarie por la que tuvieron que pasar muchos de nuestros antepasados.

Alguien se preguntará, ¿y que tiene qué ver todo esto con las raíces de los apellidos que existen en el municipio?, pues ahí está la respuesta. La propia historia del lugar. El aislamiento continuo al que su sociedad se vio sometida, unido a la crisis de la guerra contra los franceses, marcó generacionalmente al municipio, pues aquellos pobladores que sobrevivieron y pudieron regresar a sus casas, serán los mismos que dejarán una descendencia que portará los apellidos de una población entera, y que durante el siglo XIX intentó rehacer su vida de nuevo.


David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Febrer Ibáñez, Juan José (1924). Peñíscola: Apuntes históricos. Castellón.

jueves, 28 de mayo de 2020

El linaje Simó de Peñíscola

Pocas referencias históricas se han podido conservar sobre algunas de las familias que han formado parte de la antigua sociedad peñiscolana. Esto lo sabemos de primera mano por la dificultad que desde la perspectiva histórica nos va suponiendo el intentar indagar sobre las raíces de muchos de aquellos linajes que conformaron su población. Ello en parte se debe a la ausencia de un Archivo Parroquial con volúmenes antiguos, puesto que todos ellos fueron pasto de las llamas en 1936.

No obstante, entre legajos o publicaciones que ignoramos, de vez en cuando puede aparecer alguna mención, que hace que debamos plantearnos la importancia alcanzada por alguna de las familias que se asentaron en este lugar. Hecho que sucede con el caso de los Simó.

Sabemos que una parte destacada de sus representantes formaron casas de marineros, como especialmente labradores acomodados, que irán asociándose con otras familias de la pequeña burguesía local, así como de la baja nobleza, y que afloró en el municipio a partir del siglo XVIII.


También veremos otras líneas de la familia que integrarían el brazo eclesiástico, siendo varios los capellanes que portarán su apellido. Un hecho habitual dentro de enclaves como este, puesto que aquella sociedad local, a pesar de mirar hacia el mar, guardaba rasgos muy propios de las poblaciones que se habían forjado en un entorno rural, donde a la hora de medrar socialmente, el poder inculcar una formación religiosa a uno o varios de sus hijos, era sin lugar a dudas un factor determinante, así como muy aceptado, que asociado a la tenencia de un patrimonio agrícola, en el que algunos de sus hermanos labradores ejercían cierta influencia, potenciaban un caldo de cultivo idóneo, propicio para el surgimiento de una mentalidad en la que se valoraba notablemente la necesidad de dar nombre e importancia al linaje familiar.

Ya en el censo del morabatí de 1602-1603 se citan hasta cinco vecinos portadores de este apellido, es el caso de Pere Simó, hijo de Nicolau Simó; Joan Simó; Pere Simó, hijo de Pere Simó: Miquel Simó, hijo de Pere Simó así como Miquel Simó, hijo de Miquel Simó (ARV). Esto nos lleva a pensar que como mínimo a principios del siglo XVII había tres cabezas de familia en el lugar (Nicolau Miquel y Pere). No obstante, a tenor de nuestras referencias, apuntaríamos a que como mínimo el apellido estaría asentado aquí desde los tiempos del Medievo.

Parece ser que los Simó fueron reconocidos como miembros del estado noble, hecho que pasará a registrarse para la posteridad en el Nobiliario de las Guardas Marina Leonesas de 1719-1811, recogido por Dalmiro de la Válgoma y Díaz-Valera. En el texto se nos informa que don Pablo Azcárate i Simó bautizado en 1775, era hijo de don Juan Lorenzo Azcárate y doña Teresa Bernarda Simó i Figueredo, quien a su vez era vástaga de don Pedro Manuel Gaspar Simó, peñiscolano bautizado en 1697, y que casó con la madrileña doña María Teresa Figueredo.

En la referida documentación se indica que se expidió una certificación del Corregidor de Peñíscola con fecha de 2 de enero de 1726, en la que se hacía constar la nobleza inmemorial del citado don Pedro Manuel Gaspar Simó i Donclaros como caballero de la ciudad de Peñíscola, y que era a su vez hijo de don Andrés Simó y Josefa Donclaros. Un hermano de don Pedro fue el señor don Félix Simó i Donclaros, quien ejerció como regidor de la villa durante un periodo de 35 años.

Obviamente esta referencia supone una fuente de interés adicional para comprender la historia del linaje, ya que independientemente del reconocimiento social que hubiesen tenido a lo largo de su historia, no cabe duda de que los Simó son otra de esas grandes casas que conformaron las élites del municipio siglos atrás.

David Gómez de Mora


Bibliografía:
* Archivo Histórico Nacional (1793). Orden de Carlos III, Expediente 3715. Caja 84
* Arxiu del Regne de València (1602-1603). Morabatís de Peñíscola

El linaje Martínez en Peñíscola siglos atrás

Entre las familias de labradores que tuvieron cierta importancia durante el pasado, el caso de los Martínez es una de las que más nos ha interesado, por la diversidad de datos que aparecen sobre algunos de sus integrantes en determinados momentos de la historia del municipio.

Desconocemos cuando se produce de manera precisa la llegada de este apellido a Peñíscola, aunque siguiendo nuestras anotaciones genealógicas, hemos comprobado como al menos durante el siglo XVI ya había asentado algún vecino entre sus portadores.

Gracias al censo que nos presenta Joan-Hilari Muñoz (1983), sabemos que la corporación municipal a 14 de noviembre de 1549 tiene por “Lloch de Justícia” al señor Miquel Martínez. Recordemos que el requisito que se exigía para ejercer aquel cargo era el de pertenecer al estado llano, es decir, no ser caballero o ricohombre, no obstante, la gente que lo representará siempre estará asociada con las personalidades del municipio que gozarán de cierta reputación, pues no hemos de olvidar que su función era la de colaborar en la resolución de disputas ocasionadas entre vecinos de la localidad.

Veremos como por ejemplo en el morabatí peñiscolano de 1644 se cita a un Francesc Martínez con cargo de “Jurat” (ARV). Un puesto que éste seguirá ostentando con el trascurso de los años, pues volverá a aparecer ejerciendo como tal en 1656. Poco después, en 1662 Jaume Martínez figura como “Jurat Major”. Recordemos que las familias de la pequeña burguesía local por antonomasia ostentarán puestos como el de “Jurat, Mostassaf i Justícia”, pues aquello en cierto modo alimentaba el prestigio e imagen del clan.


En el siglo XVIII se menciona al vecino Esteban Martínez, labrador de oficio, y quien en 1756 se le habían peñorado unas colmenas dentro su propiedad (ARV), indicándose que entre los meses de julio y octubre, éste quedaba privado de poseerlas en sus huertas y viñedos, con motivo de los daños que estaban provocando en los higos y uvas de las fincas de sus alrededores. Decir que en 1702 el arrendador de las acequias de los estanques de Peñíscola era otro residente llamado Miquel Martínez.

Sabemos por nuestros apuntes genealógicos que el citado Esteban ejerció de apoderado en el pleito entre Pablo Albiol y Juan de Ayza, en relación con la disputa que desencadenó la sucesión de una serie de bienes de la familia de su esposa, pues recordemos que éste era marido de Margarita Martín i Ayza, nieta materna del noble don Juan Ayza.

En el siglo XIX veremos miembros de los Martínez ostentando el cargo de Alcalde de Campo, además de residir en algunas de las principales zonas con las que contaba el municipio. Sabemos que por aquellos tiempos las calles más valoradas de Peñíscola eran las que desembocaban hacia el flanco sureste, lo que explicará que muchas de las familias con mayor disponibilidad de recursos acabarían asentándose en ellas. Esta cuestión es obvia de entender, si tenemos en cuenta que estos viales eran los que recibían una mejor entrada de aire (hallándose más ventilados), además de estar posicionados en una zona donde el relieve de la roca no es tan abrupto, lo que permitía una mayor disponibilidad de espacio en las residencias, pues en la roca la superficie de suelo aprovechable siempre ha sido mínima. Esas zonas eran las calles que hoy denominamos con los nombres de don Juan José Fulladosa, Mayor, San Vicente, San Juan y del Príncipe. Siguiendo el Padrón General de 1853 comprobamos como por ejemplo José Martínez residía en la calle San Juan, mientras que Vicente y Francisco Martínez lo harán en la calle Mayor. Como dato curioso en el año 1827 el síndico personero del Ayuntamiento fue don Vicente Martínez i Martorell.

David Gómez de Mora


Bibliografía:
* Apuntes genealógicos de Peñíscola. Inédito
* Arxiu Municipal de Peníscola (1853). Padrón General de Peñíscola
* Arxiu del Regne de València (1644, 1656 y 1662). Morabatís de la población de Peñíscola.
* Arxiu del Regne de València (1756). Escribanías de Cámara. Expediente 117.
* Muñoz Sebastián, Joan-Hilari (1983). “Els habitants de Peníscola a l’any 1549, segons una llibreta de compliment Pasqual”. Centre d’ Estudis del Maestrat, n. 68 (jul.-dic. 2002), p. 107-117

miércoles, 27 de mayo de 2020

Los Muñoz de La Peraleja

Entre las familias de labradores con las que contó La Peraleja, la de los Muñoz será una de las más populares y numerosas, debido a la notable descendencia que dejaron, y que podemos seguir de forma precisa a través de los libros parroquiales del municipio, como resultado de sus políticas matrimoniales, y que se enfocarán mayoritariamente entre personas de dentro del municipio.

Al tratarse de un apellido bastante común, en La Peraleja presenciamos dos líneas, y que a priori nada tienen que ver una con la otra. Por un lado estarían los descendientes de Lope Muñoz, y que tras entablar su hijo Juan nupcias con Juana de Segovia, veremos cómo algunos de los descendientes solaparán sendos apellidos bajo la forma Muñoz de Segovia. De aquí surgirá una rica descendencia que entroncará con familias bien posicionadas. Entre los personajes más destacados tenemos el caso de Juan Muñoz de Segovia, quien falleció en 1688.

Labrador con mujer sembrando patatas, de Vincent van Gogh. Nuenen, septiembre de 1884, óleo sobre lienzo, 70,5 x 170 cm, Wuppertal, Museo Von Der Heydt.

Otra línea tenía sus raíces en Verdelpino, procediendo del matrimonio entre Francisco Muñoz y su esposa Juana Martínez de Villanueva, quienes tuvieron varios hijos, de los que queremos destacar a Catalina, quien falleció en 1602, fundando un vínculo con pago de 93 misas. Una operación casi idéntica a la de su hermano Francisco (y que murió en 1601). La descendencia siguió aglutinando parte del patrimonio a través de Alonso (que casó en 1605), y cuya hija María Muñoz fundará otro vínculo al fallecer en 1681.

No cabe duda de que los Muñoz controlaron cargos importantes a nivel municipal, además de incluso obtener una familiatura del Santo Oficio, tal y como se desprende del expediente de universidades, 390, nº 72 de Miguel Muñoz de Espada, presente en el Archivo Histórico Nacional. El referido Miguel nació en 1672, y éste era hijo de Miguel Muñoz López, nieto de Pedro Muñoz de Amores, bisnieto de Juan Muñoz Parrilla y tataranieto de Miguel Muñoz. Parece ser que su abuelo Pedro, fue también familiar del Santo Oficio, además de alcalde y regidor en diferentes ocasiones.

Desde luego el linaje estaba bien acomodado en la localidad, por lo que no le preocuparía excesivamente sellar políticas conyugales que quedaran lejos de sus confines. La cosa desde luego no les salió mal, puesto que curas, labradores desahogados, alcaldes y gente con estudios portarían con honor este apellido.


David Gómez de Mora

Los Pintado de La Peraleja

Uno de los muchos apellidos dispersos que veremos por la tierra de Huete y sus alrededores es el de los Pintado. Una familia sobre la que por ahora no hemos conseguido establecer un nexo entre sus diferentes líneas, pero de la que pensamos es muy probable que existan lazos parentales, que puedan unir mayoritariamente bastantes de esas ramificaciones genealógicas.

En el caso que nos atañe, veremos como en La Peraleja su descendencia sería notable, lo que propició que algunos de sus integrantes corrieran diferente suerte. Algunos de los más afortunadas, establecieron una política matrimonial cerrada y localista con casas de labradores peralejeros, reteniendo diversos bienes que luego se manifestarán en la creación de vínculos, como sucederá en el caso del Licenciado Juan Pintado, quien llegó a dividir en ocho lotes su patrimonio tras fallecer.

Sabemos que La Peraleja no sería el único lugar en el que el linaje se fue moviendo, conociendo el caso de otras tantas localidades de la zona, y entre las que destacaría una línea oriunda de Verdelpino, y que en la ciudad de Huete conseguiría sellar alianzas conyugales con familias importantes, además de incorporar a algunos de sus hijos dentro del brazo eclesiástico. Una estrategia que como veremos se adaptará a la idea clásica de ascenso social que tanto caló en estas tierras, donde mientras unos hermanos heredaban el patrimonio agrícola con el que subsistir, otros ingresaban en órdenes religiosas o se formaban como párrocos, dando al mismo tiempo mayor renombre y estatus al linaje.

Los Pintado, como buena parte de las familias que se movían en su círculo social, se dedicaron a trabajar los campos, invirtiendo su producción en el cultivo de gramíneas, y que fueron traspasando con el trascurso de las generaciones. Gracias a los testamentos del Archivo Municipal de Huete, podemos hacernos una idea de lo que aquí estamos comentando.

amigosdelaperaleja.org

Algunos de sus integrantes consiguieron matrimonios provechosos, como le sucederá a Julián Pintado, hijo de Asensio Pintado y Juana de Porras, quien en 1628 casaba con Juana Vicente, hija de Francisco Vicente de la Oliva y doña Isabel Suárez de Salinas. Cuatro años antes Ana, hija de Miguel Pintado y María Palenciano, lo hará con José de Peñalver (éste era vástago de Martín de Peñalver y Ana de Oliva). Recordemos que la familia de los Peñalver se encontraba estrechamente asociada con los Palenciano, pues décadas atrás habían contraído matrimonio Juan de Peñalver e Isabel Palenciano, hecho que demuestra de nuevo los lazos parentales entre determinadas casas del municipio. En el año 1603 volveremos a presenciar esa conexión, cuando Quiteria de Peñalver (hija de Pedro de Peñalver), casaba con Pedro Parrilla Pintado.

Otras líneas se agrupaban con familias que comenzaban a cobrar cierto protagonismo, así Miguel Pintado, hijo del anteriormente citado Asensio y Juana, casaría en 1616 con María Jarabo, hija de Asensio Jarabo y Magdalena González. Más tarde, en 1688, Juan Jarabo Vicente sellará alianzas matrimoniales con Ana Pintado, hija de Miguel Pintado e Isabel Herráiz.

David Gómez de Mora

Referencias:

* Archivo Diocesano de Cuenca. Libro I de matrimonios (1564-1690), Sig. 30/10, P. 811

* Archivo Gómez de Mora. Apuntes genealógicos. Inédito.

martes, 26 de mayo de 2020

Los Peñalver y los Palenciano

A finales del siglo XVI algunas de las familias de labradores que había en la localidad de La Peraleja comenzaban a concentrar un patrimonio agrícola que les permitía vivir mucho mejor que a sus antepasados. Era sin lugar a dudas un periodo proclive para la consolidación de una clase rural que conformará la pequeña burguesía local.

En ese círculo se movían representantes de algunas casas como los Peñalver o los Palenciano. El trascurso histórico de los primeros será bastante efímero por la falta de una descendencia de varón que fosilizara el apellido entre los habitantes del lugar, nada que ver con los Palenciano, y que desde la primera mitad del siglo XVI ya estaban asentados, prosperando numerosas generaciones que harán que su apellido perviviera con el paso de los siglos.

Por ahora desconocemos los orígenes de la familia Peñalver, y es que sólo tenemos constancia de quienes pudieron ser dos hermanos, que casaron con otras integrantes de la familia Caballero. La señora Agueda Caballero lo haría con Martín de Peñalver, dejando la fundación de un vínculo tras fallecer en 1599, para que así su descendencia dispusiera de tierras con las que poder trabajar. De sus hijos conocemos a Martín de Peñalver -el mozo-, así como a Juan de Peñalver, marido de Isabel Palenciano. Destacar como algunos de los integrantes de la familia destacarán por sus pagos de misas y testamentos, hecho que nos evidencia una posición acomodada del linaje desde el momento en el que aparecen en el municipio.

La familia Palenciano poseerá una historia muy arraigada con La Peraleja, puesto que durante siglos y hasta la actualidad éstos dejarán numerosas líneas genealógicas, que les permitieron entroncar con múltiples linajes del municipio. Conocemos el caso de Juliana Palenciano, hermana de Miguel Palenciano y María, quien casó con Francisco de Hernán-Saiz, y que fundó un vínculo en el que aglutinó aquellos bienes que poseía. Entre las personalidades que destacaron de la familia conocemos el caso de Pedro Palenciano, que murió en 1649 con pago de 300 misas, una cifra idéntica que solicitará tras fallecer en 1673 Diego Palenciano.

Genealogía de las familias Peñalver y Palenciano durante la seguna mitad del siglo XVI en La Peraleja. Elaboración a partir del programa geneapro. Apuntes personales

A medida que el linaje fue acrecentando posibilidades de medrar socialmente en algunas de sus líneas, veremos cómo aparecerán integrantes ocupando puestos destacados dentro del brazo eclesiástico, una muestra que demostraba el crecimiento de la estirpe, y que conocemos por las referencias que nos aporta Ángel Huete (2017) en su estudio sobre la sociedad contemporánea de La Peraleja. En este sentido veremos como se cita en 1629 que el padre Fray Alonso Palenciano, e hijo de Benito Palenciano y Francisca de Zamora, era uno de los predicadores que había en el Convento de Franciscanos de la ciudad de Huete. Pocos años después veremos otro religioso que se hallaba en el Convento de San Esteban de Salamanca, se trataba de Fray Benito Palenciano, quien además de ser maestro de novicios ostentó el cargo de Prior de Talavera, Ocaña y Villada.
Con el trascurso del tiempo, veremos cómo los Palenciano seguirían prosperando en algunas de sus líneas. Lo cierto es que a pesar de no experimentar un cambio brusco desde la perspectiva social, por no desarrollar una política de matrimonios fuera que fuera más allá de los confines peralejeros (pues aquello limitaba considerablemente las posibilidades de que el linaje cogiera más fuerza), éstos tuvieron notable importancia en la localidad al sellar alianzas conyugales con algunas de las casas de labradores mejor posicionadas, consiguiendo ocupar así algunos de los cargos más destacados en el ámbito municipal.
David Gómez de Mora
Referencias:
* Huete Vicente, Ángel (2017). “La Peraleja en la Edad Moderna (2)”. En: amigosdelaperaleja.org

Los Vicente de La Peraleja y Saceda del Río

Una de las familias con un pasado profundamente arraigado en el municipio de La Peraleja es la de los Vicente. Una estirpe de labradores bien posicionados desde al menos la primera mitad del siglo XVI. Éstos, a pesar de no ser miembros del estado noble, gozaban de una buena reputación entre muchos de los linajes de la zona por portar según se cree sangre de cristianos viejos. Como otras tantas familias de sus mismas características, las alianzas matrimoniales que entablarán, girarán en torno a linajes como los Jarabo, además de estirpes de labradores entre las que encontraremos a los Rojo o los Olmo, sin antes olvidar algunas casas pertenecientes a miembros de la baja nobleza rural.

La planificación matrimonial entre personas portadoras del apellido Vicente será habitual, fenómeno explicado por la profusión de su descendencia. Ejemplo será Juana Vicente-Campanero, quien casa en 1617 con Miguel Vicente-Rubio, hijo de Francisco Vicente-Rubio y Catalina de Saceda. Al respecto, sobre esta línea, sabemos que Juan Vicente-Rubio, fundará tras su defunción en 1691 un mayorazgo que incluía un patrimonio considerable.

Vistas del paisaje alcarreño desde lo alto de la Ermita de Nuestra Señora del Monte (wikiloc.com)
La viuda de Juan Vicente-Campanero, y que en segundas nupcias casó con Juan Rodríguez (también de buena posición), redactó uno de los testamentos más importantes del siglo XVI tras fallecer en 1602, con un pago total de 224 misas.
En 1664 Miguel Vicente-Rubio creó un vínculo muy potente, siendo de los más destacados de la localidad durante el siglo XVII; en 1668 Bárbara Vicente, mujer de Juan Jarabo Vicente-Campanero paga 200 misas; junto con Juan Vicente Suárez de Salinas, quien tras fallecer en 1675 manda 300 misas. Aunque si alguno de los Vicente mencionados destacó por su nivel de riquezas, ese fue Miguel Vicente, fallecido en 1698, quien además de pagar 580 misas, cita entre su patrimonio varias casas y la creación de tres fundaciones. Lo cierto es que la lista sería larga, por lo que no vamos a extendernos más, pues no resulta complicado hacerse una idea de la riqueza que amasaron.
Los Vicente de Saceda del Río están relacionados en su origen con la misma línea de La Peraleja. Concretamente ésta deriva de Miguel Vicente del Olmo, peralejero que casará en 1570 con la sacedera Quiteria de las Heras, fruto de su matrimonio nacerá Miguel Vicente de las Heras, que en 1595 celebrará sus bodas con Magdalena Martínez, nieta del célebre Gonzalo Martínez “de Unda”, en el que siglos después se apoyó la familia para reclamar su reconocimiento como miembros del estado noble.
Miguel y Magdalena expandirán el apellido en el municipio, a diferencia de su hermana María, quien al caer por línea de mujer, se perdería en la siguiente generación (ésta selló alianzas matrimoniales con Domingo Fernández López-Lobo en 1587).
Si nos ceñimos al pago de misas, veremos cómo algunos de sus integrantes remarcan sus posibilidades, como sucede en el caso de Ana Vicente, fallecida en 1671, mujer de Esteban García y pagadora de 350 misas; María Vicente, mujer de Juan Martínez Vicente, pagó 550 misas, así como el mismo Juan, fallecido seis años después, mandó un total de 1.060 misas; en 1682 el Licenciado Francisco Vicente, mandó 502 misas, además de enterrarse en una sepultura de la capilla Mayor, y que ya era propiedad de su padre. Otra de sus mandas destacadas es la donación de 80 ducados a su sobrino Diego Martínez, para que con 40 de los mismos alzase una capilla junto a la Ermita de Nuestra Señora de la Paz de Saceda, colocándose en su interior una imagen de San Guillermo.
David Gómez de Mora

* Extraído del artículo: “Las Élites locales en la franja Este de Huete entre los siglos XVI-XVIII”

lunes, 25 de mayo de 2020

Familias de hidalgos en La Peraleja. El caso de los González-Breto, Patiño y Suárez

Durante el siglo XVI en el municipio de La Peraleja se viviría un periodo de auge con la instalación de linajes adscritos al estado noble. Casas como la de los Daza, Patiño, Suárez…, se enmarcan en un momento de la historia del municipio, en el que algunas de sus gentes invertirán esfuerzos y dinero en ejecutorias con las que incrementarán su estatus social.

Como bien sabemos, en el ámbito de la nobleza son muchos los matices a la hora de hablar sobre las raíces genealógicas de cada familia. Por norma general si leemos los armoriales o el contenido de la documentación que acreditaba aquella privilegiada situación, apreciaremos que por aquellos tiempos estaba en boga el ideario romántico que difundía una imagen nostálgica e idealizada del caballero, haciéndolo participe de las gestas que se habían logrado con la instauración de la religión cristiana, en el periodo de la conquista contra los musulmanes.

La gran mayoría de familias que deseaban medrar socialmente, siempre que pudieran y cuando hubiera garantías de que aquello no les iba a acarrear ningún problema, se decidían a probar suerte en la Real Chancillería.

Durante los siglos XIV y XV, muchos linajes conversos procedentes del área portuguesa y sus anexas tierras gallegas, comenzarán a llegar hasta el territorio conquense, argumentando un pasado heroico, que nunca se podrá rastrear con el mismo detalle que el de las familias asentadas en este lugar desde inmemorial. Algunas, sabremos tiempo después que se adscribirán al colectivo de los “marranos”, judíos portugueses que intentaron poner un nuevo rumbo a su vida.

Aquel relato donde se solía faltar mucho a la verdad, poco menos que se acabó convirtiendo en un procedimiento habitual y extendido que hacía prosperar el nombre de la familia. Los requisitos reclamados y entre los que se hallaba la pureza de una sangre que nunca había tenido contacto con algún antepasado ajeno a la religión cristiana, eran prácticamente imposibles de cumplir (resultando menos comprensibles entre aquellos inquisidores, que por norma general arrastraban una tacha conversa igual o incluso más grande que la de las personas que luego iban a condenar).

Imagen: amigosdelaperaleja.org

En el caso de La Peraleja es probable que nos encontrásemos con las dos caras de la moneda (habiendo caballeros que tenían unas evidentes raíces conversas, así como algunos conformados por familias de cristianos viejos, que por lo menos, hasta donde llegaba la documentación, parecían no inmiscuirse en el mismo grupo).

Ya era sabido que en este entorno geográfico muchas de las élites ennoblecidas descendían de antiguos judíos e incluso musulmanes, cuyas genealogías estaban registradas en los informes de procesos e investigaciones de los que eran más que conocedores los miembros de la Inquisición Conquense.

Los Patiño destacarán por su política matrimonial, buscando desde un primer momento enlaces con gente de su mismo eslabón social. Por ejemplo, Tomás Patiño, celebró sus bodas con María Daza (perteneciente a otra destacada casa de la nobleza optense), fruto de cuya unión nacería doña Isabel Baptista Patiño, y que casó en 1565 con el noble don Francisco Suárez de Salinas.

Siguiendo nuestros apuntes genealógicos veremos que el destino de cada una de las líneas asentadas en este municipio intentará diversas estrategias, aunque finalmente todas acabarán confluyendo hacia un mismo círculo local.

Francisco e Isabel tuvieron algunos hijos, una fue doña Isabel Suárez Patiño, quien celebró sus nupcias en 1595 con Juan Vicente de Oliva (una familia de labradores acomodados que estaba instalada en el lugar desde hacía tiempo). Los Vicente no portaban ningún tipo de nobleza, pero si una impoluta marca de cristianos viejos y que tanto gustaba a los ojos del Santo Oficio. Sus descendientes pasarán a enmarcarse dentro de las típicas alianzas locales con familias de propietarios agrícolas, y que al menos en el municipio seguían gozando de cierto prestigio (es el caso de los Hernán-Saiz, del Olmo…).

Por otro lado, el hermano de Isabel, don Juan Suárez de Salinas y Patiño, intentará preservar las miras sociales de sus abuelos, por lo que se acabaría casando con la distinguida doña Beatriz Núñez (descendiente de otra casta de nobles de la ciudad de Huete, pero con unas raíces judías que eran imposibles de esconder, tal y como lo evidencian algunas de las acusaciones que sobre ellos recaerían por parte de la Inquisición). Creemos que la idea de la familia de Juan era clara, pues éste seguiría intentando no inmiscuirse con las casas locales, buscando apoyos que venían desde los linajes asentados en Huete, de ahí que nuevamente no resultará casual que su hija Beatriz Suárez case en 1600 con Manuel de Escolar, otro vecino asentado en la Peraleja, pero cuyos padres procedían de la ciudad optense.

Creemos que a partir de ese momento se marca un punto de inflexión en la familia, ya que la escasez de una descendencia que garantizara una prolongación masculina, junto con la pobre disponibilidad de nobles para gestar aquella jugada en La Peraleja, acabarán explicando la desintegración de sus aspiraciones, por lo que irían fusionándose con el núcleo de labradores autóctonos, como ya veremos con la hija de ambos, y que casó en 1653 con el bien posicionado Miguel Jarabo Rojo.

Ascendencia de Miguel Jarabo Vicente y María de Escolar Suárez (elaboración propia).

¿Y qué decir de los Suárez de La Peraleja?, lo cierto es que hasta la fecha son pocas las referencias que hemos podido aportar sobre su pasado, aunque cabe advertir que existe documentación de interés, y que a día de hoy no se ha publicado de manera pormenorizada, de ahí que los califiquemos como unos de esos muchos linajes de la nobleza local que la historiografía ha infravalorado, pero sobre los que en un futuro se irán presentando resultados interesantes, y que los sitúan entre una de las familias más influyentes de la ciudad de Huete a finales del medievo.

Supuestamente sus raíces los hacían vincularse con la nobleza asturiana, a través de la dinastía de los Suárez-Carreño. Como hemos visto, sus alianzas con los Patiño correrán la misma suerte, pues las líneas asentadas en La Peraleja, ante la falta de miembros del mismo grupo social, les llevará a que su descendencia pacte matrimonios con las casas de labradores emplazadas en el pueblo.

Caso aparte nos merecen los González-Breto, otra de las tantas estirpes infravaloradas por la historiografía optense, pero de la que nos gustaría tratar aspectos más concretos, debido a su rol entre los peralejeros mejor posicionados.

Aunque éstos pudiesen parecer una mera casa de la baja nobleza, nuestras investigaciones nos han revelado que su profusión en el sector nobiliario fue más grande de lo que hasta la fecha se ha creído, sacando ejecutorias de hidalguía en diferentes lugares del territorio (puesto que el caso de La Peraleja sólo sería un ejemplo). En este sentido, paradójicamente serán tenidos como el modelo ideal de aquellos caballeros portadores de la tan valorada vieja sangre cristiana, motivo por el que algún notable linaje converso de la ciudad optense, hará una usurpación de su identidad con tal de esconder las raíces judías que le imposibilitaban obtener su reconocimiento de hidalguía. Una cuestión que quisiéramos tratar pormenorizadamente en otro artículo, debido a la peculiaridad del suceso.

Los González gozaron en este lugar de una favorable situación económica, pues sólo hay que echar un ojo a algunos de sus testamentos, y que se hallan presentes en la sección de los protocolos notariales de La Peraleja, además de los cargos que ocuparon dentro de la política local con el trascurso de los siglos. Los modestos enlaces que celebrarán, y que se sellarán en el seno de familias de labradores como los Rojo y los Muñoz, son sólo una muestra de la actitud que adoptarán algunos de sus descendientes, llegando incluso a renegar en múltiples ocasiones a portar la forma entera del apellido.

David Gómez de Mora

Bibliografía:

* Archivo Gómez de Mora. Apuntes de la genealogía familiar. Inédito

domingo, 24 de mayo de 2020

Notas históricas sobre el Barrio de Atienza en la ciudad de Huete

Indagar en las raíces más antiguas de la ciudad de Huete, conlleva investigar la historia de su barrio anexo a la falda del castillo (el de Atienza). Nada extraño si tenemos en cuenta, que por norma general, la vida de las poblaciones recién conquistadas seguía guardando enormes rasgos de las culturas anteriores que vivieron en tiempos de entreguerras, en las que se reflejaba la necesidad de posicionar sus residencias en lugares que otorgaran una protección inmediata, que apoyándose en la figura de las fortalezas, les aportaba una mínima seguridad.

Eran tiempos de inestabilidad, en los que se hacía necesario implementar una planificación urbana de índole proteccionista y conservadora, que no viera más allá de las prestaciones que permitieran mantener un control de la plaza del lugar recién ocupado. Lógicamente, trascurrida la conquista cristiana, el panorama iría cambiando aquella mentalidad inculcada desde siglos atrás, entregándose una mayor libertad de crecimiento a los municipios, donde todavía se percibiría esa influencia tan característica del urbanismo tardomedieval, y que en el caso de Huete daba un protagonismo destacado al área ocupada por la falda de la montaña. Lo cierto, es que a pesar de la ausencia de grandes riesgos en comparación con épocas pasadas, aquellos elementos arquitectónicos seguían siendo un hito del poder local, por lo que sólo paulatinamente será como irán mutando hacia una planificación más profusa, y que en el caso de algunas de las arrabales o barrios periféricos aislados como el de la población morisca derrotada, ya se levantarán en las afueras desde un primer momento.

Dentro de aquellos núcleos urbanos que tímidamente se fueron prolongando desde la zona inmediata de la plaza fuerte, irían discurriendo las viviendas de centenares de pobladores, entre las que en el caso que nos ocupan se hallarán las de los habitantes cristianos, como especialmente de la población judía. Éstos últimos desde una fase inicial buscarán el cobijo entre miembros de su misma comunidad religiosa, creando agrupaciones residenciales que consolidarán lo que nosotros denominaremos como judería.

Ciertamente, la conquista había dado una tregua (un tiempo sin excesivas situaciones convulsas), en relación a lo que estaría por llegar un par de centurias después. Cabe imaginar, como sucedía en cualquier entorno de nuestra geografía peninsular, que habría muchas familias que irían asimilando un cristianismo, y que hasta la fecha no había resultado tan impositivo como el que vendrá en los tiempos de la persecución judía.

En el caso de Huete a finales del siglo XIII se nos habla de la presencia de unas 150 familias de judíos residiendo en el barrio de Atienza. Un enclave idóneo por diferentes motivos. El primero era su cercanía al castillo, y en el que ya habría alguno de sus convecinos residiendo, entre los que probablemente se encontrarían las personalidades más destacadas del lugar. Mientras tanto, desde su falda hasta el área de Atienza se ubicarían casas, en las que la presencia de agua era indispensable, y no sólo como recurso de supervivencia, pues será un elemento significativo de la Torá, e inevitable en la base religiosa del pueblo judío. Obviamente, en aquellas inmediaciones la había, resultando otro punto a tener en cuenta. Al respecto, cerca de lo que será el entorno ocupado por la iglesia de Santa María de Atienza, Sánchez Benito (2006, 59) nos informa de la presencia de esa surgencia de agua.
La idea urbanística del barrio de Atienza, se adecua a la descripción que nos efectúa el mismo autor, relatando la distribución como aspecto del mismo, y que transcribimos a continuación: “Hacia el norte, la Iglesia de Santa María de Atienza y el postigo de Santa Justa polarizaban el discurrir del vecindario. Abundaban los solares, corrales y cuevas para la bodega, ni siquiera dejan de verse reducidos huertos cuando las dificultades del terreno lo permitían. Pero todo ello no impedía que proliferasen casas pegadas a las murallas y, aunque la mayoría de las moradas debían ser humildes, cabe encontrar, como ya ocurría en el siglo XIV, residencias de buen porte, cual era, obviamente, la de los Sandoval, señores de la Ventosa, o la que ocupaba el también noble don Esteban Coello. Además, no olvidemos que allí había estado el palacio del obispo, quemado en 1307” (Sánchez Benito, 2006, 50-51).
Las medidas de planificación urbana de los tiempos de la conquista no se saldrán de los parámetros habituales, pues se reaprovecharán los principales espacios arquitectónicos que había dejado la cultura musulmana, y es que además del castillo, se cree que la vieja mezquita, se alzaba donde luego se edificaría la Iglesia de Santa María de Atienza. Esta información ya viene dada por Amor Calzas (1904, 45-46), manifestándose en algunas fuentes manuscritas que la califican como la más antigua de la ciudad (López Rubio, 2002, 61), en las que se evidenciaría su antigua funcionalidad como oratorio empleado por los habitantes de la alcazaba de Wabda.
Obviamente los Sandoval aprovecharían las prestaciones del lugar, pues sin entrar a fondo en sus raíces genealógicas y religiosas, sabemos que éstos se harían con el control de la principal zona de enterramiento que había en la Iglesia medieval de Santa María de Atienza. Concretamente tenían su cripta familiar en la zona que ocupa el ábside del templo y que todavía se conserva. Sobre esta construcción religiosa, Carlavilla nos dice que se trataba de un lugar importante, económicamente pudiente y posiblemente avanzado respecto al estilo gótico, pues encontraremos muy pocos casos de forma excepcional en la provincia de Cuenca. Es por tanto ya desde su inicio un edificio importante con una simbología considerable dentro de las tierras de Huete” (Carlavilla, 2015-2016, 15).
Restos de la antigua Iglesia de Santa María de Atienza. Imagen: listarojapatrimonio.org
El Conde de La Ventosa nos comenta como los Sandoval se avecindaron en Huete desde fechas tempranas, a pesar de tener su casa fortaleza en la localidad de La Ventosa, haciendo vida a caballo entre ambos municipios. Sabemos que por ejemplo Juan de Sandoval (hijo de Gutierre Díaz de Sandoval y María de Toledo), en su testamento “declaraba ser parroquiano de Santa María de Atienza, de lo que se deduce que sus casas de morada se encontraban en las proximidades de dicha Iglesia” (Álvarez de Toledo, 2002, 65; puede verse una copia de su testamento, otorgado en Huete el 5-X-1409 ante el escribano Juan Sánchez, en A. H. N., Consejos, legajo 37789).
Toda judería de una ciudad importante llevaba aparejada otros edificios vinculados y que la complementaban. Uno de ellos será la sinagoga, y que como veremos la historiografía local ha situado en el área de este mismo barrio, aunque sin llegar a precisar con exactitud un punto concreto. Villegas (1996, 107) al respecto incide que “la existencia de la sinagoga -y no sólo como elemento de culto- queda en una nebulosa completa, aunque quepa, no obstante, deducir con aplastante lógica su materialización” (Villegas, 1996, 107). Amor Calzas la ubicaba dentro de la Puerta de Daroca, aunque años más tarde la desplazaría un poco más arriba, como resultado de unas obras realizadas en la falda del castillo, en las que aparecieron un conjunto de restos con inscripciones en hebreo (Villegas, 1996, 108).
Manuel de Parada en su bibliografía optense nos informa del proceso inquisitorial a Catalina Alonso por prácticas judías entre 1493-1494, en el que se cita como ésta junto con su esposo asistían a su sinagoga en el castillo, y en la que guardaban la Torá. El autor reseña que “es de advertir que la referencia al castillo no supone necesariamente fuera edificación en la cumbre del cerro, la alcazaba, pues también se incluían las de intramuros en el cerro”.
Al respecto, el mismo aporta datos en este sentido al hablar sobre el emplazamiento de la judería optense, cuando indica que ésta se hallaba “en el empinado cerro que coronaba la fortaleza y dentro de la muralla que hasta mediados del siglo XV rodeaba la Ciudad, luego fuera de ella y extendida por la parte baja de su falda y llano que le sigue, según se ve ahora. Con sinagoga de la que se ignora lugar y que se ha supuesto en las cercanías de la antigua parroquia de Santa María de Atienza, gótica y cuya fábrica, de la que permanece alguna parte, es la más antigua de la Ciudad” (Parada, 2019).Veremos como el perímetro que abarca este barrio, y que conecta con la antigua alcazaba musulmana a través de la falda de la montaña mediante la confluencia de la actual calle de los Almendros y del Castillo, pudo formar parte de ese espacio donde encontraríamos algunas de las viviendas que cobijaron a una parte de esta comunidad.
Al respecto, Villegas indica como “desde el punto de vista espacial, se puede ya afirmar, no sólo como mera hipótesis, que a fines del siglo XIV -y con mayor probabilidad durante toda su etapa anterior- la judería se hallaba ubicada en el recinto del castillo de la villa, tal como queda de manifiesto por las fuentes aquí registradas. Así lo hace también Amor Calzas (1904: 12-13, 35, 85-86), que la ubica en el barrio de Atienza al pie del castillo, haciéndola coincidir con la calle del mismo nombre. Tal opinión es seguida por Lacave (1992: 329)” (Villegas, 1996, 110).
Es probable que con anterioridad a la purga del pueblo judío, el barrio de Atienza comenzara a ver como muchas de sus familias irían diseminándose por diferentes zonas del municipio, tal y como sostiene Amor Calzas (1904, 86), citando por ejemplo su presencia en puntos más alejados como es el caso de la calle de la Civera.
David Gómez de Mora
Bibliografía:
* Álvarez de Toledo y Gómez Trenor, José María (2002). “Los Sandoval, vecinos de Huete, parroquianos y patronos de una capilla en Santa María de Atienza”. Esplendores de la Devoción en San Nicolás el Real. Huete, pp. 65-69
* Amor Calzas, Juan Julio. Curiosidades históricas de la Ciudad de Huete (Cuenca). Cuenca: Ediciones Gaceta Conquense. Edición original de Domínguez J. J.
* Carlavilla López, Pablo (2015-2016). “Ábside de Santa María de Atienza. Huete (Cuenca). Con énfasis en la última intervención”. Grado Historia del Arte, UV. 3ºB. Historia y gestión del patrimonio artístico, 33 páginas
* López Rubio, María José (2002). “La antigua parroquia de Santa María de Atienza”. Esplendores de la Devoción en San Nicolás el Real. Huete, pp. 59-64
* Parada (de) y Luca de Tena, Manuel. Apuntes para una bibliografía sobre la noble y leal ciudad de Huete. Ayuntamiento de Huete. Ed. 2019
* Parada (de) y Luca de Tena, Manuel (2010). “Naturales y vecinos de la ciudad de Huete que pasaron a Indias durante los siglos XV y XVI”. Revista de la CELEL, 10, 2010, pp. 91-134
* Sánchez Benito, José María (2006). Ciudad, territorio y poder. Huete y sus aldeas en el siglo XV. Editorial Alfonsípolis. Cuenca
* Villegas Díaz, Luis Rafael. (1996). “Para una historia de la judería de Huete. Datos y documentos”. MEAH, sección Hebreo 45, pp. 101-133

davidgomezdemora@hotmail.com

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Profesor de enseñanza secundaria, con la formación de licenciado en Geografía por la Universitat de València y título eclesiástico de Ciencias Religiosas por la Universidad San Dámaso. Investigador independiente. Cronista oficial de los municipios conquenses de Caracenilla, La Peraleja, Piqueras del Castillo, Saceda del Río, Verdelpino de Huete y Villarejo de la Peñuela. Publicaciones: 20 libros entre 2007-2023, así como centenares de artículos en revistas de divulgación local y blog personal. Temáticas: geografía física, geografía histórica, geografía social, genealogía, mozarabismo y carlismo. Ganador del I Concurso de Investigación Ciutat de Vinaròs (2006), así como del V Concurso de Investigación Histórica J. M. Borrás Jarque (2013).