viernes, 20 de noviembre de 2020

La producción alfarera en Buenache de Alarcón a mediados del siglo XVIII

En la gran mayoría de municipios conquenses, la agricultura era el principal motor económico que daba vida a la gente de sus pueblos. Y es que los campos eran uno de los recursos en los que más tiempo invertían sus habitantes, una sociedad rural, repleta de labradores, que a pesar de las múltiples dificultades y limitaciones del momento, intentaron mejorar su posición social, en busca de una calidad de vida que diera nombre al linaje familiar.

Plagas, sequías o epidemias eran escenarios más habituales de lo que nos podemos imaginar. Obviamente, este tipo de situaciones, y la necesidad de una diversidad económica, fueron argumentos más que suficientes para que algunas de aquellas personas, arriesgaran y buscaran una alternativa respecto aquel sistema de producción tan limitado y repetitivo, en el que las gramíneas generaban la mayor parte de las ganancias de los hogares bonacheros.

En ese sentido los gremios artesanales jugarán un papel destacadísimo. Lo cierto es que Buenache tenía algo a su favor que no veremos en localidades vecinas como Barchín o Piqueras, y eso era una cantidad superior de habitantes. Esto propiciaría que ante un tejido económico tan simple, hubiesen de surgir alternativas que sirvieran para abastecer no sólo a la gente del lugar, sino también a los vecinos de las áreas del extrarradio, y que de la misma forma, sufrían más si cabe hacia una dependencia de los sectores gremiales, ante la falta de determinados productos en su foco de origen.

No sabemos muy bien en que momento Buenache comenzaría a concentrar familias de artesanos, aunque lo que si parece evidente, es que durante el siglo XVIII en el municipio ya había persistiendo un sector económico, que tendría a la alfarería como uno de sus principales ejes dentro de las actividades gremiales. No olvidemos que la pequeña burguesía rural se afianzará en aquellas localidades, en las que compaginando su labor con la explotación secundaria de lo que podía ser su patrimonio agrícola, convertían la suma de esos recursos en una actividad lo suficientemente importante para que sus componentes medraran y consolidaran un hueco entre las élites del pueblo.

Siguiendo el Catastro de Ensenada, a la pregunta treinta y tres, y vinculante con los oficios de artes mecánicas se dice que en Buenache había “doce alfareros”. Estos talleres eran modestos y pequeños, ya que por norma general ocupaban únicamente al encargado de llevarlo, aunque en ocasiones se podía disponer de algún auxiliar o ayudante.

Los alfareros bonacheros se dedicarán según el referido texto a la fabricación de “ollas, pucheros y platos”. Como bien sabemos, los pucheros son un recipiente usado en cocina, con una o dos asas de una profundidad y ancho similar, y que como en el caso que nos ocupa se podían fabricar en barro y emplearse prácticamente a diario en la elaboración de muchos platos. Sin lugar a dudas estos serán un icono en las cocinas de la época. Al ser más estrechos, poseían una menor capacidad respecto a las ollas, lo que para determinados guisos era una ventaja, pues si se recurría a la elaboración de garbanzos, lentejas y alubias, el poder favorecer que las legumbres se cocinaran un poco más apiladas, permitía que la comida conservara un sabor más intenso.

Las ollas de barro eran otro de los complementos indispensables. Igualmente, tampoco podemos obviar las cazuelas de barro. Estas como sabemos presentan un cuerpo bajo y vidriado, y al igual que el resto de piezas antes descritas, preservan de forma satisfactoria el calor de la comida. Sabemos que se han perdido muchas recetas, costumbres y datos curiosos que enriquecerían nuestra cultura culinaria, por lo que este tipo de artefactos son en realidad un resquicio de un pasado no tan lejano.

Recordemos que el Catastro de Ensenada en Buenache especificaba que había 19 arrieros, que además de vino, también transportaban las ollas que se fabricarían en los talleres de la localidad, de ahí que habría una evidente simbiosis económica entre los focos de producción y los responsables de suministrar su venta en lugares del extrarradio y zonas más alejadas. Por desgracia no disponemos hasta la fecha de suficientes datos que nos hablen o aproximen como era el nicho económico entorno al mundo de la alfarería bonachera. Únicamente podemos confirmar que su materia prima saldría al menos hacia zonas vecinas a través de los carreteros.

Puchero de barro. Imagen: wikipedia.org

Ahora bien, un elemento que si que hemos podido observar, son las relaciones genealógicas existentes entre sus fabricantes y algunas de las familias que se encargarían de distribuir el género. Creemos que obviamente esto no es un hecho casual, y que respondería a muchas de las grandes estrategias matrimoniales de la época, en las que siempre se intentaba reforzar con nexos genealógicos las relaciones parentales entre familias que económicamente remaban hacia una misma dirección o compartieran idénticos intereses. Prueba de ello queda constatado cuando estudiamos los linajes encargados de llevar a cabo estas ocupaciones. Adjuntamos por ello a continuación un listado de los arrieros locales y sus respectivas ganancias a mediados del siglo XVIII, donde se comprueba como la ocupación estaba controlada por un conjunto de familias:

Gil de Olmedo

Manuel de Ontangas

Mateo de Olmedo

Juan Ramírez

Andrés López de la Osa

Juan Hortelano

Miguel Saiz

Juan García

Bartolomé de Cuenca

Pedro Beato

Juan de la Torre

Juan Gallego

Alonso Martínez Ramírez

Juan de Soria

Juan Saiz Izquierdo

Julián Cavero

Juan de Ayuso Olmedo

Narciso Molina

Miguel de Soria


La familia Olmedo u Olmeda había emparentado estratégicamente con los Buedo. Éstos últimos eran miembros de la pequeña nobleza rural con ejecutoria de hidalguía reconocida. Tampoco podemos obviar a los Ontangas u Ontagas, linaje con disponibilidad de recursos. En este sentido sabemos que Manuel de Ontangas había casado en 1745 con María Gervasia García de Valladolid . Ambas familias estaban vinculadas con casas locales sobre las que hemos publicado varios escritos. Por ejemplo la madre de Manuel descendía de los Martínez de la Parra, así como su esposa era portadora de la sangre de varios miembros de la pequeña burguesía local (Valladolid y Arribas, entre otros). Ahora bien, estos nombres y apellidos nos interesa ahora relacionarlos con una de las familias principales que controlará la producción artesanal de la alfarería: los Herreros.

Según el Catastro de Ensenada los doce alfareros distribuidos en idéntica cantidad de alfarerías eran los vecinos:

Juan Herreros -menor-

José Herreros

Agustín Hortelano

Juan de la Orden

Francisco Castañeda

Miguel de Moya

Antonio Herreros

Tomás Herreros

Pedro Lozano

Gerónimo Castañeda

Diego Pérez

Juan Herreros


La genealogía como herramienta para analizar el tejido social y económico de los municipios es esencial, especialmente en localidades rurales. Sabemos que en Buenache de Alarcón siglos atrás existió un centro de producción bastante importante en lo que respecta a la elaboración de objetos de barro y arcilla. Su mercado se extendía por muchos puntos, tanto de zonas vinculante a su radio comarcal como en focos más alejados

La familia Herreros controlaba prácticamente la mitad de las doce alfarerías existentes en el pueblo a mediados del siglo XVIII. Éstos mezclarían su sangre con parte de los artesanos restantes, estando encabezados por familias como los Lozano y los Moya. Un sistema de producción cerrado y homogéneo, que no por designios del azar se hallaba fortalecido y relacionado con las casas de arrieros del lugar, pues el Catastro de Ensenada ya nos indica que sus integrantes transportarán básicamente entre su género las ollas, pucheros y platos fabricados desde aquellos talleres de sus vecinos y por índole parientes…, pues también habían emparentado con algunos de ellos. La casa de los Moya además de entroncar con los Herreros y Lozano lo hará con los Hortelano, así Agustín Hortelano, alfarero, casará con María de Moya. Decir que el arriaje muchas veces era una actividad complementaria a la explotación agrícola. Hecho que queda reflejado en un interesante artículo sobre esta profesión (García-Sanz, 1984), donde se plantean cuestiones como la capacidad económica del sector.

Queda claro que las políticas matrimoniales se planificaban siempre en busca de un interés que giraba alrededor del factor económico y profesional. Esta relación genealógica entre familias de alfareros y arrieros sólo es una muestra más.

Relación genealógica de la familia Herreros de Buenache de Alarcón. Fuente: Genealogía familiar

David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Apuntes genealógicos de la familia Gómez-de Mora y Jarabo. Inédito

* Catastro de Ensenada. Buenache de Alarcón. http://pares.mcu.es/Catastro

* García-Sanz Marcotegui, Ángel (1984). La “burguesía” comercial de la Burunda (Navarra), en los siglos XVIII y XIX. Vasconia: Cuadernos de historia - geografía, ISSN 1136-6834, Nº 4, 1984, págs. 97-118

* Gómez de Mora, David (2020). “Los arrieros en Buenache de Alarcón a mediados del siglo XVIII”. En: davidgomezdemora.blogspot.com

miércoles, 18 de noviembre de 2020

La vivienda tradicional en Piqueras del Castillo

La vida del siglo XXI ha modificado casi por completo muchas de nuestras costumbres, un hecho que se ha extendido por igual al resto de cosas que nos rodean. Ni que decir tiene que la adquisición de hábitos es una de las primeras reacciones en las que presenciamos estos cambios, seguidamente de la forma de ver aquellos elementos que nos pertenecen, es ahí por tanto donde la casa (y que más allá del espacio en el que residimos), empieza a adaptarse a las variaciones, gustos y necesidades que consideramos como imprescindibles. Desde las últimas décadas los hogares de las zonas rurales han comenzado a mutar su aspecto, sólo hemos de ver como el tradicional rebozado con cal que cubría el esqueleto de la vivienda, y que ejercía entre sus muchas funciones de regulador térmico de la misma, ha sido desprovisto para dejar a la vista la piedra sobre la que se estructuraban sus paredes. Obviamente si esto ha podido conseguirse será gracias a la adquisición de sistemas de calefacción eléctrica que nada tendrán que ver con la chimenea de antaño.

Evelio Moreno en su magnífico trabajo “Crónicas de Piqueras”, recoge muchos de los recuerdos e historias de su pueblo, estando entre ellos la descripción de la vivienda tradicional de este municipio conquense, pero que por índole se podría extender a otros tantos de la región meridional de la provincia. Sus hojas se acaban convirtiendo en una obra indispensable a la hora de conocer nuestras raíces y entender como era el modo de vida generaciones atrás en una tierra que siempre se ha posicionado alejada de las grandes urbes. Y es que aquellas viviendas eran simples y prácticas, por lo que dentro de su homogeneidad, en raras ocasiones contaban con elementos diferenciadores que las distinguieran entre sí. Evelio menciona cuatro espacios fundamentales: la casa propiamente dicha, la cámara, el corral y la cuadra.

Los hogares solían contar con escasa luz, no obstante se buscaba que las partes más habitadas fuesen las que dieran a los puntos en los que había un mayor trasiego. “La cocina y el portal eran las dos estancias más importantes de la casa, completadas con uno o dos cuartos para dormir y con una alacena (despensa, para los capitalinos) para guardar el condumio proporcionado por la matazón del cerdo (magras y costillas, chorizos y morcillas) en las orzas, a modo de reservas para todo el año. En esta geografía doméstica, la alacena cobraba una especial relevancia: no era un frigorífico, pero hacía unas funciones parecidas, las de mantener los alimentos derivados de la matazón del cerdo” (Moreno, 2013, 85). La alacena además de la función conservante de los alimentos, podía también emplearse para guardar otros objetos, como tinajas de aceite o vino, siempre y cuando no se dispusiera de una bodega. Al final su funcionalidad más bien podía recordarnos a la de un almacén de comida. Una de las preocupaciones es que estuviese en una zona cercana a la cocina, por lo que solían disponerse de manera adyacente. Entre las paredes se clavarán listones que ejercerán de estantes para que los alimentos y conservas no estuvieran en contacto directo con el suelo.

La limpieza era indispensable, motivo por el que será una de las partes que más se intentará cuidar del hogar, de ahí que se revisaba de vez en cuando si en la habitación había algún roedor. Como decíamos, cerca de esta parte de la casa, se encontraba la cocina, donde “estaba la imprescindible chimenea, ennegrecida y visible, con la lumbre casi permanentemente encendida, donde se hacía diariamente la comida de los moradores y también la del cerdo, menester que ocupaba todas las horas de la mañana. En el portal, a la entrada de la casa, estaba la botijera; un mueble tosco de madera que servía de recipiente contenedor de cántaros y botijos, llenos de agua fresca traída de la fuente; y en la cocina solía haber un rincón con diversos anaqueles de obra, enyesados y lustrados con cal blanca, y cubiertos con unos tapetes de tela, flecos de blonda bordados en puntilla: era el vasar, alojo de vasos y jarras y otros recipientes varios, como la alcuza siempre de hojalata” (Moreno, 2013, 86).

El clima frío de Piqueras hacía que los inviernos fueran en ocasiones bastante duros, por lo que la chimenea de la casa debía de estar en funcionamiento prácticamente todo el día, echándose troncos grandes cuando llegaba la noche, para que de este modo su combustión fuese más duradera y los inquilinos no tuvieran que levantarse de la cama para reponer otros nuevos. Tiempo atrás la cocina era el punto de reunión, lugar en el que convergía más horas el núcleo familiar, allí padres, abuelos e hijos se disponían a comer y cenar conjuntamente. Por norma general solía haber una sola mesa, posicionada cerca de la chimenea con sus taburetes y sillas. En las casas respetuosas con las tradiciones y la fe cristiana, lo primero que se hacia era dar las gracias a Dios por la disponibilidad de alimentos. Sabemos por ejemplo que durante el siglo XIX todo el entorno de Piqueras, Barchín y Buenache de Alarcón fue una zona que acogió de brazos abiertos las ideas tradicionalistas, por lo que el carlismo acampó a sus anchas entre muchas de las casas del pueblo.

En Piqueras se vivía medianamente bien en términos generales, así por ejemplo durante el siglo XVIII no había más que dos pobres de solemnidad, disponiéndose de un pósito real para el grano. Otro de los espacios cargados de enorme importancia eran las habitaciones de la familia, estando en ocasiones cercanas a la parte trasera de la chimenea.

La decoración de la vivienda era muy austera, hallando como mínimo un crucifijo, y que en ocasiones se mezclaba con la compañía de “amuletos”, estando extendida esta costumbre entre muchas de las familias de labradores y ganaderos del pueblo. Normalmente aquellas casas en las que había existido una correcta práctica de los preceptos católicos, se entendía que el uso de objetos o elementos protectores se alejaba de las bases del dogma cristiano, pues detrás de su empleo había costumbres y creencias ancestrales, en las que muchas veces se acababan introduciendo ideas o remedios más propios de la curandería rural que de las sagradas escrituras. Imposible de obviar sería el uso de cordeles rojos que se solían atar en la muñeca a los niños pequeños y neonatos para protegerles de cualquier tipo de enfermedades, y que para potenciar su efectividad se acompañaban con una cruz de Caravaca. Otro de los métodos estribaba en el empleo de piedras importadas como el azabache, el cuarzo cristal de roca o el granate, y que solía engarzarse como colgante, o moldearse con la forma de un puño (las famosas “higas”) que según la creencia tradicional protegía de las envidias y males de ojo a sus portadores.

En las casas más pudientes se intentarán adquirir restos de coral rojo, pues estaba extendida la creencia de que este era útil para combatir enfermedades respiratorias como distintos problemas de salud. Finalmente, ya con una mejor aceptación por parte de las familias más católicas, nos encontraríamos con los escapularios, evangelios o pequeñas campanas que se tocaban para proteger la casa, y que especialmente en las habitaciones como en otras partes de la vivienda siempre podían estar a su disposición. Recomendamos para un mayor conocimiento de este tipo de objetos la obra de Luisa Abad y Francisco J. Moraleja, “La colección de amuletos del Museo Diocesano de Cuenca”.

Obviamente tampoco podían faltar estampas u hojas de imágenes religiosas, y que durante el siglo XIX se enmarcarán en las paredes de algunos hogares. Lo mismo pasaría con cuadros religiosos, en los que se ilustraba alguna advocación que gozaba de reputación para la familia, y que solía encargarse a algún pintor local. Tampoco podemos olvidar las capillitas portátiles, y que eran usadas por algunas personas cuando no se podía acudir a la Iglesia, o se consideraba que habían de dedicar rezos por las almas de sus seres difuntos cuando sus ánimas se encontraban divagando por el purgatorio. Tenemos el caso de la familia Crespo, y que en 1695 mandó que se diera para la Virgen del Rosario un cuadro de Nuestra Señora de la Leche.

Junto a las ventanas de la vivienda o en los marcos de las puertas se usaban ramilletes de torvisco o torrisco (Daphne gnidium), una planta a la que se le atribuían funciones protectoras que se extendían a todos los miembros que residían en el hogar. En el referido trabajo de los amuletos de Cuenca se dice que era “empleado en casos extremos para el diagnóstico y curación de la enfermedad (…) por lo que si se seca el torvisco la criatura tendrá mal pronóstico, y si se mantiene fresco la criatura sanará” (Abad y Moraleja, 2005, 47).

Otra parte indispensable de la vivienda era la cámara, la cual se hallaba en la parte superior, siendo donde se guardaba el grano de la cosecha repartido en los diferentes -atrojes-, que servían de silos a los distintos cereales. Si el perro era el guardián del corral, el gato lo era de la cámara, y con su sola presencia, o bien con su zarpazo medio somnoliento, mantenía en alerta y temor a los ratones, que acudían a comerse el grano” (Moreno, 2013, 85).

Por norma general las cámaras eran lugares oscuros, en los que además de los granos de trigo, centeno, cebada y avena, se solían depositar los utensilios de trabajo agrícola. Ya hemos indicado que en la alacena se custodiaba la carne de la matanza. Incluso en algunas casas no faltaba un palomar. Una producción avícola de la que veremos como la documentación muchas veces ignora cualquier alusión, pero que fue una realidad extendida por muchos de los pueblos de esta franja geográfica.

Ya en la parte baja nos encontraríamos con el corral, ese espacio que como bien definía Evelio Moreno -marcaba los ritmos de la vida vegetativa y sensitiva de todos los moradores de la casa-. “El corral incorporaba el porche para el carro, para la leña y los aperos de labranza, la gorrinera del cerdo y el gallinero para las gallinas; algunas mañanas, en especial, el corral era un improvisado coro polifónico, un canto alegre de exaltación de la naturaleza” (Moreno, 2013, 82).

La presencia de gallinas era algo habitual entra la mayoría de las casas, pues raro era el vecino que dispusiera de un corral y no hiciera uso de su compañía. Más habitual fue la cría de cochinos (cerdos). Todo un ritual desde el momento de su nacimiento hasta el sacrificio, y que como bien conocen nuestros mayores suponía el trabajo en equipo de todos los miembros de la casa. Este acontecimiento se celebrará sólo una vez al año durante los meses de invierno, aunque podía adelantarse hasta la segunda semana de noviembre.

Por norma general el proceso desde que se obtenía la cría hasta su consiguiente muerte duraba un periodo de 9 ó 10 meses, tiempo en el que se efectuaba el engorde del animal, para luego sacrificarlo y sacar el producto que se acababa almacenado en la alacena de la casa. Los lechones se adquirían en las primeras semanas de primavera. Una vez trascurrido el tiempo, y llegada la época de la caída de las temperaturas (por norma general a partir del 11 de noviembre, día por cierto que celebramos bajo la onomástica de San Martín, y que obviamente explica el origen del famoso dicho de que “a cada cerdo le llega su San Martín”), era cuando empezaban a movilizarse los miembros de cada familia, organizando y asignándose las funciones que cada uno había de desempeñar. Tras la matanza, desangre, socarrado y limpieza, se comenzaba la fase de extracción y producción de carne, en la que se embutían y ahumaban las piezas obtenidas.

No sabemos realmente donde radica el origen del topónimo de este municipio, pues por un lado existe la corriente de que este derivará de una localidad de la provincia de Guadalajara y que también es conocida con el nombre de Piqueras, donde supuestamente descenderían una serie de pobladores que la acabarían fundando en el lugar que hoy se ubica la localidad conquense. Un argumento que algunos historiadores han querido apoyar con la presencia del apellido Checa, como muestra de que fue desde esa zona de donde procedieron sus primeros afincados. Hasta la fecha nosotros no podemos pronunciar una hipótesis razonable sobre esta cuestión, ya que realmente el apellido Checa llega hasta nuestra localidad en una época muy tardía (a lo más durante la segunda mitad del siglo XVI), hecho que hemos podido comprobar siguiendo los registros de los libros parroquiales, pues los progenitores del linaje serían Alonso de Checa y su esposa María Gil, quienes tendrán por hijo a Juan de Checa, personaje que en 1612 casará con Isabel López, y del que descendemos muchos de los que portamos la sangre de las gentes de este lugar.

Piqueras del Castillo. Imagen: earth.google.com

Comentamos esta cuestión, con motivo de que algunos historiadores han creído ver en la palabra “porqueras”, el origen toponímico de Piqueras. Como bien sabemos una porquera puede hacer alusión a un área de donde de forma natural hay una notable presencia de jabalís, así como también un espacio de actividad ganadera dedicado a la explotación del cerdo. Desconocemos por ahora cual de estas u otras teorías es la que mejor se ajusta a la etimología del municipio. No obstante de lo que no cabe la menor duda, es que la cría de cerdos fue algo muy habitual en pueblos como este, sólo como ejemplo tenemos la referencia que nos da el Catastro de Ensenada, donde se indica que por aquellos tiempos había 30 cerdos que se cuidaban en los hogares de este lugar.

Para finalizar, una de las partes más emblemáticas de muchas viviendas, era la zona en la que descansaban los animales de labor: la cuadra. “La cuadra era la morada de las caballerías, y en ella no podían faltar el pajar y los pesebres, con las familiares piedras de sal (traídas de Monteagudo de las Salinas) estimulando el apetito de sus pobladores; a menudo; encima de la cuadra estaba el pajar, donde se guardaba la paja traída de la era, para todo el año. El pajar tenía dos aberturas, una trampilla inferior horizontal, por la que se echaba la paja diariamente a la pajera de la cuadra, y otra que era un ventano vertical, la piquera, por donde se entraba la paja procedente de las eras” (Moreno, 2013, 81). 

La presencia de sus inquilinos era indispensable, puesto que gracias a ellos faenar las tierras era mucho más fácil. No hemos de olvidar que Madoz ya alertaba a mediados del siglo XIX sobre las malas condiciones en las que se encontraba el sistema de comunicaciones de la población al decir que sus caminos estaban en mal estado. Los bueyes eran cruciales para recorrer las distancias que separaban las tierras de cultivo del hogar del labrador, así pues a pesar de ser un animal más lento que el caballo, este garantizaba una fuerza de arrastre que le daba mayor eficacia. Recordemos que estos son en realidad toros castrados, por lo que no pueden dejar descendencia, de ahí que los ganaderos locales recurrirán al apareamiento de toros y vacas para seguir manteniendo la especie. No muy lejos del casco urbano se encontraba la partida de “la vacariza”, donde los rebaños vacunos disponían de una zona de dehesa para pastar, y que como sabemos se complementaba con otras franjas del término en las que habían corrales y construcciones adaptadas para transitar y permanecer una mayor cantidad de tiempo sin necesidad de movilizar constantemente a las reses. Los vecinos también harán uso de yeguas y asnos, de los que gracias a su cruce nacían los mulos, los que como sabemos también eran estériles. Estos representaban uno de los grandes motores del mundo rural, pues nadie discutía su versatilidad y regularidad a la hora de faenar la tierra, destacando su resistencia como un medio de transporte seguro, además de ser muy prácticos en los momentos de arar.

David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Abad González, Luisa y Moraleja, Francisco J., (2005). “La colección de amuletos del Museo Diocesano de Cuenca”. Universidad de Castilla-La Mancha, 165 pp.

* Catastro de Ensenada. Piqueras del Castillo. http://pares.mcu.es/Catastro

* Madoz e Ibáñez, Pascual (1845-1850). Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar

* Moreno Chumillas, Evelio (2013). Crónicas de Piqueras. Bubok publishing S.L.

* Gómez de Mora, David (2o2o). “El linaje de los Crespo en Piqueras del Castillo”. En: davidgomezdemora.blogspot.com

martes, 17 de noviembre de 2020

Algunas de las obras pictóricas de la Iglesia de Villarejo de la Peñuela (II)

Las pinturas de la Iglesia de Villarejo de la Peñuela tienen una clara influencia del arte Barroco. La mayoría, representan escenas marianas. Una de las más populares fue la relación de la Virgen con sus padres. Dicha parroquia conserva un cuadro en donde aparece la Virgen niña con San Joaquín. En este caso, la vemos en brazos de su padre. Esta fue una tipología bastante habitual, aunque también hay artistas que representan a ambos caminando cogidos de la mano. San Joaquín siempre suele aparecer figurado como un hombre de avanzada edad, con cabello y barba blanca, vestido con túnica azul y manto rojo. En este caso, se sitúa en medio de un espacio campestre portando a la Virgen en brazos que le mira directamente con un aire tierno y lleno de complicidad. La Virgen, por su parte, va vestida con una túnica grisácea y manto rojo o cobre. La composición de las dos figuras andando sobre un fondo de montañas de color gris genera profundidad. Este recurso, que fue muy utilizado en el Renacimiento para crear el efecto de lejanía y por tanto el naturalismo en el paisaje, también se usó en las pinturas barrocas.

Pintura de San Joaquín y la Virgen niña presente en la Iglesia de Villarejo de la Peñuela. Foto del autor

Por lo que concibe al aspecto iconológico del cuadro, hay que decir que las escenas de la Vida de la Virgen se hicieron muy populares en el arte Barroco, pues pretendían mostrar la ternura y pureza de ésta, incidiendo así en el papel de María como madre de Cristo e intercesora entre Dios y los fieles.

También fueron muy numerosas las pinturas que evocaban el sufrimiento de María por la muerte de Jesucristo. A ese respecto se enmarca otra obra que se conserva en la Iglesia de esta localidad.

Su composición es de medio cuerpo, y lo más reseñable (desde nuestro punto de vista), podría ser el uso que el artista hace de la luz, la cual está focalizada sobre el rostro y las manos para generar más fuerza y dramatismo a esta Virgen que aparece compungida de dolor. En cuanto al dibujo, genera unos rasgos muy marcados, acentuados a la vez por la intensidad con la que proyecta la luz artificial sobre la figura. El artista se detiene muy bien en los detalles, sobre todo en la corona, el rosario que lleva en su hábito, así como en la textura de las telas, especialmente la de las mangas.

Por los atributos que lleva la Virgen: el manto negro e indumentaria blanca, así como la corona de doce estrellas y que simboliza las doce tribus de Israel, junto con el aspecto triste, hace que se trate de una Virgen de luto que está llorando por su hijo muerto. En ese sentido se puede relacionar con la Virgen de los Dolores, o más concretamente, con la Virgen de la Soledad. La Soledad es en realidad una variante de la Virgen de los Dolores, ambas iconografías fueron difundidas por la orden de los Siervos de María o Servitas desde la Edad Media, aunque tuvieron mayor presencia a partir del siglo XVI. De entre las primeras imágenes que se difundieron, y de donde han tomado el modelo muchas de las que se han realizado después, destaca la escultura que Gaspar de Becerra hizo para el Convento de la Victoria de Madrid (destruida en 1936).

Pintura de la Virgen presente en la Iglesia de Villarejo de la Peñuela. Imagen: Raúl Contreras

La figura solitaria de la Virgen doliente aparece en el siglo XVI en Francia y más tarde fue exportada a España por parte de la reina Isabel de Valois, esposa de Felipe II. Aunque, por lo que respecta a la indumentaria, parece ser que la iniciadora de este modelo fue la condesa de Ureña, Doña María de la Cueva y Toledo, camarera mayor de la reina, que vistió a la imagen de la Virgen con un atuendo de viuda noble de la época.1

Esta tipología evocaba a la Virgen, la cual, después de sepultar a su hijo, permaneció en soledad recordado los tormentos padecidos por éste. Por eso, muchas veces, también se la suele acompañar con los Arma Christi o instrumentos de la Pasión. En este caso, el hecho de ser un retrato de medio cuerpo evita cualquier accesorio iconográfico que no sea solamente el rostro doliente de María, pero es evidente que sigue la línea de la obra de Becerra. Esta clase de imágenes tuvieron mucho auge durante la Contrarreforma, como ocurrirá con el modelo de la Inmaculada Concepción.2

Igualmente, sabemos que fue una de las iconografías más representativas del Barroco hispano. La Inmaculada que se conserva en Villarejo es de mayor tamaño que la pieza anterior, recordando mucho a los modelos de Murillo o Alonso Cano.

Pintura de la Inmaculada Concepción presente en la Iglesia de Villarejo de la Peñuela. Imagen: Raúl Contreras

Mientras unos ángeles sostienen unas filacterias con la advocación de María como Inmaculada Concepción, en el centro superior del cuadro se abre un rompimiento de gloria por donde aparecen las siglas de la Virgen bajo una corona. El centro de la composición está ocupado por la figura propiamente de la Virgen. Ésta, se representa en actitud de oración, con las manos juntas orientadas hacia su izquierda, mientras que su mirada se dirige a la derecha, creando así una postura en forma de zigzag que genera dinamismo a toda la escena. La escena se ve enfatizada por el baile de los pequeños ángeles niños en sus pies, que aparecen girando sobre ella, implementándose por el propio vuelo del manto de la Virgen.

La imagen de la Inmaculada fue muy popular durante la Contrarreforma, aunque su iconografía tuvo, como la anterior obra, un origen medieval. La base de su representación está relatada en el Apocalipsis: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap. 21,1). A veces, como es este el caso, se representa pisando una serpiente, evocando la idea de Virgen como nueva Eva; a la Mujer que pisa los pecados y el mal. La segunda Eva puede estar simbólicamente pisando la serpiente o dragón, en alusión a la palabra de Dios referente a la serpiente en el Paraíso del Edén (Gén 3: 15). El modelo de la Contrarreforma se consolidó bien en el siglo XVII con Francisco Pacheco en su libro “Arte de la Pintura” (1649) donde representaba a la mujer del Apocalipsis envuelta en el sol, con la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de Estrellas. La media luna con los cuernos hacia abajo era símbolo de castidad. El manto azul simboliza el cielo y recuerda, al mismo tiempo, la fundación de la Virgen como Reina del Cielo.3 A veces, también le suelen acompañar los símbolos que se mencionan en las letanías laurentanas, extraídas del Antiguo Testamento, como son el espejo, la fuente, el rosal o el pozo.4

David Gómez de Mora


Bibliografía:

1 FERNÁNDEZ GARCÍA, Ricardo, “La imagen de la Soledad en las artes y su versión pamplonesa”, 2010.

2 HALL, James, Diccionario de temas y símbolos artísticos, Madrid, Alianza, 1996, p. 379.

3 HALL, James, Diccionario de temas y símbolos artísticos, Madrid, Alianza, 1996, p. 378 y 381.

4 CARMONA MUELA, Juan, Iconografía cristiana. Guía básica para estudiantes, Madrid, Istmo, 2001, p. 144.

Los sagrarios de Villarejo de la Peñuela

Una de las piezas más representativas del barroco español es el sagrario. El tabernáculo de forma poligonal del siglo XVIII que a continuación presentamos se halla en la Iglesia de Villarejo de la Peñuela. Este se encuentra decorado con hornacinas en cada una de sus caras jugando a la bicromía entre el fondo pintado en negro y los relieves en dorado. Cada hornacina está rematada en la parte superior por una especie de palmeta o concha. La central tiene unos relieves que representan unos seres fantásticos a modo de grifos, y que se unen a través de sus colas mientras aparecen bebiendo del cáliz. El grifo, que en la Antigüedad era el guardián del tesoro, desde la Edad Media simboliza la vigilancia, y a veces, el Cristo de la Resurrección.1 Este esquema se repite en la propia enjuta del arco de la hornacina central. La cornisa que soportan las columnas está decorada con pequeñas palmetas y, sobre ésta, el friso se orna mediante una hilera de flores. En la parte superior está rematado por unos motivos en forma de dientes y, de nuevo, de palmetas.

Las semicolumnas que dividen las hornacinas incorporan a su fuste unas hojas de acanto. A su vez, éste alterna formas acanaladas en la parte inferior y otras espirales en la superior. Las columnas se rematan con un capitel que emula ser corintio.

Sagrario de Villarejo de la Peñuela. Foto del autor

La exaltación del sacramento de la Eucaristía puso de manifiesto la importancia de los retablos y sobre todo de los sagrarios eucarísticos. Durante la Contrarreforma se potenció el Sacramento de la Eucaristía y por ello se dio más entidad a los sagrarios, ya que guardan el cuerpo de Cristo. Lo cierto es que siglos atrás, como por ejemplo en la Edad Media, el sagrario no tuvo tanta importancia, pues solía hallarse en un lateral de la iglesia, no estando ni siquiera en el retablo del altar mayor. En cambio, como decimos, a partir del Concilio de Trento, se refuerza su relevancia situándolos en el altar mayor (muchas veces formando parte del retablo del altar) e incrementando su tamaño, como es el caso. Habitualmente tomarán la forma de tabernáculos en forma de templo o de hornacina.2

Por otro lado, la iglesia también alberga un pequeño sagrario cuadrangular con la puerta decorada con un relieve del Agnus Dei. Esta es una de las iconografías más comunes para representar al tabernáculo que encierra el cuerpo de Cristo. Según Carmen Heredia, desde que en el siglo XVI se defendió el dogma de la Transubstanciación, y se marcaron las directrices fundamentales de la doctrina, había la obligación de reservar el sacramento en el sagrario. Añadiendo que “de acuerdo con la doctrina de Trento, se prestaba atención especial a la manera de guardar el santísimo en el sagrario del altar mayor que, según los documentos contemporáneos, había de custodiarse en una copita, caja o cajita y dentro de otra custodia o copa grande, arqueta o cofre”.3

Arqueta de Villarejo de la Peñuela. Foto del autor

Por lo que respecta a la decoración externa, se compone únicamente de un Agnus Dei y un querubín. Adoptado por los primeros cristianos, el cordero místico es símbolo de Cristo. Según Pérez-Rioja: “El cordero, víctima propiciatoria de la fe entre los judíos, era inmolado sobre el altar para obtener el perdón de los pecados. Cristo ha sido llamado cordero de Dios porque su propio sacrificio en la cruz se asemejaba al acto expiatorio judío. En los sagrarios, suele representarse el Cordero en actitud de reposo y como sostén de una cruz envuelto en rayos de oro y plata. Otras veces, en cuadros, en los que aparece como un Pastor, la oveja o el cordero, simbolizan, a menudo, al pecado”.4 En el caso que nos ocupa, se esculpe sobre la puertecita dicho motivo con la bandera o estandarte que simboliza la Resurrección, y un querubín en la parte superior, compensando así la composición.

David Gómez de Mora


Bibliografía:

1 LAJO, Rosina, Lèxic d’art, Madrid, Akal, 2002, p. 92

2 MARTÍN GONZALEZ, J.J., “Sagrario y manifestador en el retablo barroco español”, Imafronte, 12, 1998, p. 26 y 30.

3 HEREDIA MORENO, Carmen, “El culto a la Eucaristía y las custodias barrocas en las catedrales andaluzas”, p. 280.

4 PÉREZ-RIOJA, J. A., Diccionario de símbolos y mitos, Madrid, Tecnos, 2003, p. 139.

sábado, 14 de noviembre de 2020

Un sacedero que desea marchar a las Indias

Investigando los fondos del Archivo General de Indias uno puede encontrarse con documentos de un enorme valor histórico, que le hacen retrotraerse varios siglos atrás en el tiempo. Una información de enorme valor, útil para reconstruir la vida en las localidades de origen de las que partían estos viajeros, pues en los interrogatorios de sus expedientes se dan detalles sociales de cierta relevancia, además de reflejarse el sistema de control que ya se aplicaba sobre unos pasajeros, de quienes se intentaba investigar todo lo posible, pues era necesario registrar cualquier dato que sirviera para garantizar y argumentar la necesidad de que el interesado marchara hacia un lugar en el que se valoraba su presencia, en este caso su destino era PerúLa base de datos que hoy alberga la sección de contratación de este archivo, es fundamental para entender la sistematización de una institución que hace más de quinientos años fomentaba y garantizaba la regulación del comercio y navegación hacia el Nuevo Mundo.

Recordemos que una vez lograda la cédula real, los viajeros habían de conseguir un permiso, de lo contrario no podían partir. La minuciosidad del proceso de indagación del sujeto es tremendamente rico, pues se llega incluso a realizar una descripción física del sujeto. El caso que en el presente artículo nos ocupa, corresponde a la figura de Cristóbal Muñoz de la Torre, soltero, de 40 años de edad, moreno, mediano de cuerpo y con una señal de herida en el dedo gordo de la mano izquierda. Éste era oficial de carpintería y natural de Saceda del Río, siendo hijo de Juan Muñoz de la Torre y Maria González, así como nieto paterno de Juan Muñoz de la Torre y Juana Fernández (vecinos de Olmedilla de Eliz) y materno de Cristóbal González (este de Saceda del Río) y Juana Fernández (también oriunda de Olmedilla de Eliz).

Como veremos su relación con Saceda le venía por su abuelo materno, motivo por el que tanto sus padres como él acabarán instalándose aquí. Al respecto en las informaciones genealógicas del interesado, vemos como su tío Sebastián González será uno de los declarantes que nos confirmará que sus abuelos y familiares no habían sido penitenciados por el Santo Oficio, por ser cristianos viejos limpios de sangre, además de no arrastrar conversión religiosa. Otro de los declarantes es su cuñado Miguel de Torrecilla, vecino de Saceda que intentará demostrar los actos positivos del candidato. Como veremos el interesado se apoyará en la ayuda de familiares que argumentarán a su favor, es el caso de Juan de Torrecilla -el viejo-. 

Respecto a la historia de la familia Torrecilla hemos de decir que con anterioridad ya les hemos dedicado algún artículo, pues eran una de las casas principales que por aquellos tiempos había en la localidad. En el momento de expedirse la información, el escribano era Juan Fernández y Francisco Martínez el alcalde de la Santa Hermandad de Saceda (y que como podemos comprobar, tampoco portaba el distintivo de Unda en su apellido). Muchos de estos desplazamientos tenían como propósito mejorar y enriquecer el sistema de producción de aquellos países, el caso que nos ocupa era el de un oficial de carpintería, sin lugar a dudas imprescindible en una tierras que comenzaban a modificar su urbanismo, y en el que muchas de las construcciones necesitaban de expertos que dominaran y conocieran como se trabajaba la madera. Desconocemos por ahora si Cristóbal volvería a su lugar de origen pasados los años.

MAPA MVNDI DEL REINO DE LAS IN[DI]AS: VN REINO LLAMADO ANTI SVIO HACIA EL DERECHO DE LA MARR [sic] DE NORTE - OTRO REINO LLAMADO COLLA SVIO, SALE SO[L] - OTRO REINO LLAMADO CONDE SVIO HACIA LA MAR DE SVR, LLANOS - OTRO REINO LLAMADO CHINCHAI SVIO, PVNI[EN]TE SOL. Imagen: http://www5.kb.dk/


David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Archivo General de Indias. CONTRATACION, 5307,N.1,R.10

davidgomezdemora@hotmail.com

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Profesor de enseñanza secundaria, con la formación de licenciado en Geografía por la Universitat de València y título eclesiástico de Ciencias Religiosas por la Universidad San Dámaso. Investigador independiente. Cronista oficial de los municipios conquenses de Caracenilla, La Peraleja, Piqueras del Castillo, Saceda del Río, Verdelpino de Huete y Villarejo de la Peñuela. Publicaciones: 20 libros entre 2007-2023, así como centenares de artículos en revistas de divulgación local y blog personal. Temáticas: geografía física, geografía histórica, geografía social, genealogía, mozarabismo y carlismo. Ganador del I Concurso de Investigación Ciutat de Vinaròs (2006), así como del V Concurso de Investigación Histórica J. M. Borrás Jarque (2013).