Durante
estos años he podido leer muchísimos testamentos de antepasados y parientes, con
los que uno comienza hacerse una idea de cómo funcionaba el protocolo previo a
la defunción, incluyendo a su vez las mandas que se efectuaban en el momento de
precisar las últimas voluntades.
Todo
ello lleva a plantearnos varias preguntas acerca de la importancia que suponía
dejar bien atada una herencia, o los beneficios que reportaba para sus descendientes,
el poseer un lugar específico de enterramiento dentro de un templo religioso.
En
cualquier enclave geográfico, por muy pequeño que fuera, las gentes se regían
por unas costumbres que poco cambiaban del resto de nuestro marco peninsular. Una
de las más importantes, era la redacción de un testamento, del que obviamente
se puede desprender la capacidad económica del difunto o su familia. Entre las
personas con pocos recursos, lo normal era que estos no testaran, tal y como se
dejará constancia en los libros de defunciones de las correspondientes
parroquias, cuando el cura certifica en su partida que éste era pobre o no pudo
testar por no tener bienes.
No
cabe la menor duda de que los testamentos son un documento que nos muestran
sólo una parte de aquella sociedad, es decir, las personas mejor posicionadas, esas
que tenían bienes a repartir y de los que dejaban constancia mediante dichas
escrituras.
Bien
es cierto que en algunas ocasiones la gente que remarca ausencia de bienes, no se
debía a que en su vida hubiesen estado faltos de los mismos, sino que
simplemente antes de morir, prefirieron repartirlos entre sus hijos, práctica
más habitual de lo que nos imaginamos, para que en el momento de su defunción
todo quedara finiquitado.
Que
una persona solicitara morir con un hábito como el de los franciscanos u otra
orden religiosa, suponía una reducción de penas ante la duda del purgatorio.
Así por ejemplo eran más de 8000 días de perdón lo que reportaba la vestimenta
de franciscano, que podía acompañarse con otros elementos como un escapulario,
y que servían para ampliar ese margen de satisfacción.
Otro
de los elementos más reseñables es el pago de misas, pues determinaba en buena
medida el poder de la familia a la hora de invertir dinero en su salvación.
Recordemos que los escribanos cuando redactaban testamentos dejaban detallado
de manera precisa la cantidad acordada. La cifra solía decir mucho del poder
económico de la familia, si bien es cierto había excepciones, pues no todo el
mundo era creyente, y muchos difuntos, a pesar de gozar de recursos, podían
reducir de manera considerable dicha cantidad. Incluso nos hemos topado con situaciones
curiosas a través de los procesos existentes en el fondo de la Inquisición de
Cuenca, en los que algún personaje ha sido denunciado por decir que no era
práctico o necesario el pago de estas para la salvación del difunto, o que tampoco
había de preocuparse sabiendo que su Cofradía se podía hacer cargo de ello, ya
que parece ser, en muchas de las Corporaciones se dedicaban automáticamente misas a sus
integrantes cuando llegaba el día de su defunción. Como curiosidad hemos
observado que a partir del siglo XVII se incrementa el número de misas demandadas.
La
fundación de capellanías era una cuestión crucial, y que servía en el futuro
para afianzar enlaces con otras familias que desearan proyectar a sus hijos
desde el campo religioso. Recordemos que en puntos de la Cuenca rural (como los que estamos estudiando), se vislumbra una clara simbiosis entre estatus
y permanencia de individuos del linaje familiar dentro de las Órdenes Religiosas
o en el clero local. Algo que se podría extrapolar a escalas geográficas mucho
más grandes.
El
poder vincular bienes dentro de una fundación de este tipo permitía que una
persona llegara a ocupar esa plaza de manera permanente, para que luego esta se
traspasase por herencia a sus familiares, pues aquello era una fuente de
recursos, que en una sociedad con tantas desigualdades y dificultades como la
de antaño, se convertía en un seguro de por vida. Conocidos son los casos de
linajes que conciertan acuerdos matrimoniales con familias que poseían
capellanías, para que uno de sus hijos o incluso parientes pudiesen aprovechar
esta serie de prestaciones.
No
olvidemos además que disponer de un miembro del clero en la familia
retroalimentaba el estatus social, pero también la tranquilidad del linaje, al
contar con un representante que recordara mediante misas el alma del difunto.
Otra
cuestión sumamente interesante es la adquisición de un lugar de enterramiento
determinado dentro del templo, pues siempre aquellas sepulturas más próximas al
altar eran las más deseadas, y a su vez más caras, pues esto les hacía estar
más cerca de Dios, motivo por el que sólo las gentes más adineradas contaban con esa
suerte. Del mismo modo, el espacio de la nave y el coro tenían su valor, ya que
eran unas zonas reseñables del templo, pues los difuntos preferían un lugar que
estuviera en contacto con las áreas de mayor trasiego por parte de las personas,
pues estaba extendida la creencia de que esto les permitía estar más cerca de sus familiares. También era
habitual comprar varias sepulturas anexas entre ellas, ya que así los difuntos se encontraban en compañía permanente de sus seres más queridos.
No
olvidemos las capillas laterales, también destacadísimas entre las élites
locales, ya que otorgaban un estatus a la familia, al tener estas una propiedad
dentro del lugar más sagrado del municipio. Aquel espacio se transformaba en un
entorno privado, que solía mantenerse a costas de sus representantes, y que en
el caso de miembros del estado noble, solía engalanarse con su escudo de
armas, y dependiendo de su capacidad económica, decorar y complementarlo con
piezas religiosas, un retablo o incluso una verja.
David Gómez de Mora