sábado, 12 de septiembre de 2020

Filosofía, religión y metafísica. Apuntes sobre ideas, conceptos y ciencia durante el milenio de los siglos V a.C. al V d.C.

Distintos factores socioeconómicos desarrollados en la Antigua Grecia, acabarán siendo cruciales para explicar la aparición de la filosofía entre aquellos estratos más privilegiados de la comunidad ateniense. Elementos como la disponibilidad de un mayor tiempo por parte de las familias de la nobleza, la extensión y aceptación de la religión, la promoción del pensamiento como herramienta de perfeccionamiento interior del ser humano, unida a una visión cultural que intentaba saciar con información el hambre de sabiduría que perseguían las mentes más privilegiadas, serán los catalizadores idóneos para generar un caldo de cultivo que permitiría implantar un interés por profundizar en el campo de las ciencias. Hoy apreciamos como muchos expertos discuten si Sócrates fue un hombre de carne y hueso, o simplemente se reducía a un personaje ficticio, fruto de la mentalidad platónica, tal y como se ha venido señalando con la histórica ciudad de la Atlántida.

Las hipótesis al respecto son tan variadas y controvertidas como autores que quieran enfocarlas. No obstante, algo de lo que no cabe la menor duda, es que la filosofía se acabó convirtiendo en una disciplina que ayudó notablemente a comprender muchas de las cuestiones que se hallan estrechamente relacionadas con nuestra religión cristiana.

En este sentido resulta imposible no destacar la figura de San Agustín de Hipona, hijo de un pagano y una cristiana formado en la escuela de Cartago, en la que acabaría estudiando retórica y derecho. Este, como erudito de su tiempo, abrazaría las corrientes filosóficas que estaban en boga durante su época de formación académica. No cabe duda de que las ideas neoplatónicas le resultaron tremendamente interesantes, de ahí que la estructura de un dualismo permanente a la hora de interpretar todo lo que le rodeaba, marcaría su discurso, en el que luz y oscuridad se contraponían constantemente. Por aquel entonces las críticas hacia el Imperio Romano estaban a la orden del día, ya que la situación económica y política en la que se hallaba sumido, provocaban que la situación de aquel vasto territorio continental fuese de mal en peor. Es en ese escenario tan poco favorable, cuando San Agustín impartirá su visión sobre la idea de la Ciudad de Dios, y que este recogerá de forma escrita, creando un texto en el que hábilmente ponía en tela de juicio los argumentos paganos que intentaban tirar por tierra y culpar del deplorable momento histórico a la religión cristiana. Sobre ese escenario se tejerá una aferrada defensa que no renunciará a establecer una visión científica, perfectamente en consonancia con el dogma bíblico. Y es que si algo demostró Agusín, era que tanto la filosofía como la religión iban cogidas de la mano, proponiendo de forma indiscutible que la existencia del hombre estaba innatamente conectada con la presencia de un alma y su cuerpo. No obstante, para nuestro autor el alma se hallaba en un nivel superior.

A finales de la Edad Media, los escolásticos jugaron un papel importantísimo en la difusión de la metafísica, por lo que la vinculación ontológica con Dios será crucial para entender el mensaje que representará el misterio del hombre, el cual acabaría esclareciéndose desde el Verbo encarnado. No olvidemos que la actuación de Dios será siempre trascendente.

Los monistas espirituales (para quienes cuerpo y alma es una misma cosa), indican que el ser humano es puro espíritu, mientras que los más materialistas, reducen todo a mera genética, exterminando la visión metafísica del ser humano. Los dualistas partirán de diferentes enfoques, donde podremos ver el modelo platónico, para quienes el cuerpo es simplemente una jaula que liberará al alma el día que fallezcamos, y todo ello sin perder de vista la opinión aristotélica, la cual plantea una alternativa hilemórfica que rivalizaba con las tesis primitivas. La visión materialista de Aristóteles chocará de lleno con el planteamiento agustiniano, quien veía precisamente en el cuerpo la vinculación con un mal, que era contrapuesto en aras del bien, gracias a un alma que nos unía con Dios. También podríamos considerar que el menosprecio de San Agustín hacia el cuerpo no era tan exacerbado como el planteado por Platón, por lo que el Obispo de Hipona dictaminará que el cuerpo es un don de Dios que debía ser respetado y tenido como gozo de su propia dimensión corpórea.

La metafísica, como su etimología ya nos recuerda, procede del latín metaphyisica, y que deriva a su vez del griego μετὰ φύσις, lo que significa «más allá de la naturaleza o más allá de la física». El término será acuñado por Aristóteles, quien la estudiaría y difundiría entre sus discípulos, sin llegar a ahondar excesivamente en la misma. Más adelante el concepto se prestaría y evolucionaría en el campo de la teología como ámbito de la ciencia vinculado con lo divino.

Dentro de la misma, la ontología acabará siendo la rama de esta disciplina que se encargará de investigar que entidades existen, planteando su simbiosis con la teología. Resultan interesantes determinados planteamientos recogidos por Aristóteles en los que estrecha nexos con la idea del “ente”. No olvidemos que el “ente” está asociado directamente con el “ser”, es decir, aquellas cosas que vemos presentes en el Universo, por lo que en consecuencia se trataría de algo que existe en la realidad. Todo esto nos lleva a la reflexión de que las cosas tienen una parte de “ser”, debido a su propia presencia, junto con una esencia, gracias a la que recibirán distintas categorizaciones.

Siguiendo este planteamiento, en metafísica el “ser” indica el nombre del acto que va asociado con aquellas propiedades que aguardan cualquier cosa que nosotros podemos describir. Dicho con otras palabras, si queremos distinguir dentro del “ente” el papel que ejercen el ser y la esencia, del primero diremos que es el encargado en señalar el acto de existencia de las cosas, mientras que la esencia permite distinguir que cada cosa acaba siendo de una u otra manera. El ser representa el primer acto del ente, permitiendo interpretar que el alma es el principio que rige la vida. De acorde a la metafísica, en el cristianismo entendemos que Dios tiene el “ser” en su mayor escala, diminuyendo a medida que estudiamos el resto de criaturas y elementos que nos rodean.

Finalmente, para cerrar este artículo, resulta indispensable comprender la idea de la “causa primera”, es decir, el primer motor inmóvil (primum movens), una designación de tipo metafísico que describirá Aristóteles, representando la causa originaria de todo aquello que se encuentra en movimiento dentro del Universo, pero que en su caso no fue iniciado por nada. Una idea que sintetizada desde la filosofía y que en el campo de la metafísica ejemplifica el concepto de Dios.

Los presocrátictos le dieron diferentes nombres, como sucederá con el “nous” de Anaxágoras. Al respecto, Aristóteles tendrá clara la idea de un elemento creacional, que responderá a un motor o punto de creación, y que representará el principio físico del mundo, un ser divino que en un acto puro y sin influencia de nada, será el encargado de dar pie a todo lo que vendrá desencadenado en la formación de lo que nosotros hemos ido conociendo.

Esta fuerza que Aristóteles definirá como el “conocimiento de conocimiento”, no ocupaba un lugar específico y permanecía impertérrito al trascurso del tiempo, siendo perfecto y estático. Un motor eterno que no cesaba en su actividad, y del que dependerán todo el resto de elementos. No obstante, cabe hacer un importante matiz, y es que este “Dios” planteado por Aristóteles no será el que llegará a crear el mundo, sino que lo reducirá a la causa final de todo aquello que está en movimiento. Y es que este autor beberá de una visión politeísta, en donde plasmará un planteamiento en el que ese motor responderá en realidad a un conjunto de más de medio centenar de engranajes independientes que accionarán la movilidad del mundo. Finalmente su idea será interpretada ya fuera del periodo que hemos querido abarcar en este escrito con la figura de Santo Tomás de Aquino, haciéndolo derivar hacia una fuerza primera (motor), encargada de dirigir a las restantes.

Santo Tomás verá en la propuesta aristotélica una clara evidencia de que Dios era en realidad la causa de todas las cosas que existían, emanando exclusivamente del mismo esa perfección que vemos a día de hoy en el Universo en el que nos encontramos. Un Dios, infinito, sin limitaciones, con una capacidad de conocimiento y atributos que evadían todo tipo de error.

David Gómez de Mora

davidgomezdemora@hotmail.com

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Profesor de enseñanza secundaria, con la formación de licenciado en Geografía por la Universitat de València y título eclesiástico de Ciencias Religiosas por la Universidad San Dámaso. Investigador independiente. Cronista oficial de los municipios conquenses de Caracenilla, La Peraleja, Piqueras del Castillo, Saceda del Río, Verdelpino de Huete y Villarejo de la Peñuela. Publicaciones: 20 libros entre 2007-2023, así como centenares de artículos en revistas de divulgación local y blog personal. Temáticas: geografía física, geografía histórica, geografía social, genealogía, mozarabismo y carlismo. Ganador del I Concurso de Investigación Ciutat de Vinaròs (2006), así como del V Concurso de Investigación Histórica J. M. Borrás Jarque (2013).