Un oficio hoy desaparecido, pero con varios siglos de historia, fue el de los encargados en ocuparse de las faenas de mantenimiento y conservación de nuestros caminos y carreteras. Los peones camineros habitaban viviendas distribuidas a lo largo de diferentes puntos de nuestras principales vías de comunicación, y que por asignación pública tenían el deber de preservar en buenas condiciones.
Durante el siglo XVIII, en tiempos de Carlos III, es cuando se crea una red de carreteras que nada tendrá que ver con el sistema establecido hasta la fecha. No obstante, es a principios del siglo XIX cuando se introducirán una serie de medidas, entre las que destacará la creación de un cuerpo encargado de su mantenimiento. Un equipo jerarquizado en tres niveles formado por ingenieros, capataces y peones camineros.
Las residencias o casillas se ubicaban en diferentes trayectos en los que ya habían estado posicionadas las ventas que desde siglos atrás venían existiendo, pues la idea era precisamente la de reforzar los principales puntos por los que discurrían las carreteras.
La función primordial del peón era la del mantenimiento de una legua de trayecto, es decir, una distancia que se podía efectuar aproximadamente alrededor de una hora a pie (5 ó 7 kilómetros). A éste se le asignaba un lugar en el que había de establecerse permanentemente, puesto que a diario se le encargaba vigilar ese trayecto. Las labores de reparación, como el arreglo de baches, la plantación de árboles en los márgenes del camino, junto con otras funciones como la de advertir a los viajeros de riesgos o recomendaciones, eran algunas de las tareas más cotidianas.
Llegada la segunda mitad del siglo XIX, la superficie de cada casilla tenía poco más de 100 m2, acompañándose por un jardín o huerto que ocupaba casi otros 70 m2. Se intentaba que la residencia estuviese dispuesta en un lugar elevado con buena visibilidad, además de afincarse en una zona con reserva de agua y vegetación arbórea que regulaba la temperatura del hogar (especialmente cuando entraba el verano). Sabemos que hubo alrededor de media docena de tipos de residencias que se extenderán por toda la península. En las cercanías de Vinaròs todavía podemos ver los restos de la que se conserva en la carretera nacional 340, poco antes de entrar en la zona de Aigua Oliva (justo en el término municipal de Benicarló); así como la que años atrás se destruyó, y que se disponía en la carretera nacional 232, a la altura de la partida Vistabella. Cabría sumar otra ubicada a varios kilómetros arriba del mismo vial (todavía dentro de nuestro municipio), sin olvidar una levantada en la carretera que va hacia Ulldecona (nacional 238).
Su interior intentaba ser lo más acogedor posible, de ahí que contaban con una zona de cocina y chimenea. Sin lugar a dudas se posicionaban en un enclave tranquilo, por estar alejado de las urbes o localidades habitadas. En origen los peones camineros estaban exentos de ir a cualquier guerra en la que entrara el país, así como de pagar el impuesto sobre el trigo y la cebada que cultivaban, incluso de no ejercer labores que conllevaran algún tipo de recaudación. Otro de los privilegios eran las prestaciones de las que disponían si deseaban hospedarse en ventas. En realidad era un trabajo reconocido, y que prácticamente les suponía equipararse a como hoy lo haría un funcionario, pues disponían de unas garantías que aseguraban su continuidad laboral
David Gómez de Mora