sábado, 6 de mayo de 2023

La concepción religiosa durante los siglos XVII-XVIII

A falta de un estudio más exhaustivo sobre la materia que lleva por título este artículo, consideramos imprescindible seguir ahondando en una reconstrucción de la mentalidad que centurias atrás había en muchos de los pequeños núcleos rurales que integran la provincia de Cuenca, y sobre los que afortunadamente disponemos de herramientas y referencias como para partir de un contexto histórico en lo que atañe a la cuestión de qué idea tenían nuestros antepasados sobre el mundo que les rodeaba.

Como bien sabemos, Cuenca y sus localidades anexas, han conformado un espacio geográfico con un elevado calado tradicionalista, gracias a los valores y costumbres que beben de la religiosidad de sus habitantes. Esto evidentemente ha moldeado una forma de pensar y vivir, que especialmente en las zonas más alejadas de los principales núcleos habitados, agudizará una comportamiento, donde la fe y los hábitos trasmitidos de manera generacional resultarán imprescindibles.

Entender como ha sido la idea que se concebía del destino del alma tras la llegada de la muerte, es algo que desde la religión puede permitirnos aproximar que temores y preocupaciones acechaban a nuestros ancestros. Cabe decir que “la cuestión de la división interna del hombre, favorecida por el dualismo, adquirió unas dimensiones que luego no fueron equilibradas con una incidencia igual en la liberación, y si a esto añadimos en el siglo XVIII un predominio del Antiguo Testamento sobre el Nuevo al tratar de la muerte, nos encontramos ante el concepto de vida como -lucha- y -batalla-” (Fernández Cordero, 1989-1990, 99).

Como se aprecia en los sermones de este periodo, el mensaje que se desprendía creaba “un sentimiento de filiación a un doble nivel: universal en primer lugar entre todos los cristianos que escuchan o leen la palabra de Dios: relación extrapolable, en segundo lugar, a cada comunidad religiosa específica de una localidad concreta para unir todavía más los vínculos entre los feligreses de una misma parroquia” (Iraceburu, 2006, 10), además de recordar que Cristo es maestro y Rey, remarcando esa superioridad que recuerda al creyente la perfección de su figura, en una sociedad estratificada por estamentos, en la que por encima de todos ellos él es quien ocupa el lugar más elevado (Iraceburu, 2006, 743).

Al igual que sucedía en la mayoría de enclaves de nuestra geografía peninsular, el conquense hace siglos atrás partía de un mundo dividido entre el bien y el mal (o en términos religiosos, el cielo y el infierno). No cabe duda que la influencia dantesca que se arrastrará por nuestro continente desde finales del medievo, influirá en una idea jerárquica, que apreciaremos con niveles y categorías, en los que el difunto pagará unas penas en relación al pecado cometido.

Ya hemos comentado en alguna ocasión como la idea del Purgatorio o de ese estado en el que el alma ha de pasar por un proceso de purificación, no bebe originariamente del Concilio de Trento. Esta afirmación resulta demasiado simple y generalista para quien previamente ha analizado las Sagradas Escrituras, y comprueba como en su contenido se aprecian reseñas que ya nos hablan de como las comunidades paleocristianas entendían la importancia de la limpieza del pecado antes de alcanzar la salvación.

Precisamente durante los siglos XVII y XVIII, nos encontramos en un momento cumbre para tratar esta cuestión, pues como bien sabemos, el Purgatorio se convertirá en una necesidad a tener en cuenta en la vida de todo creyente, ya que desde la iglesia se podrá obrar a través de donaciones y actos que el difunto ejercerá anteriormente en vida, o dejando por escrito ante la llegada de su muerte, de modo que sus familiares puedan seguir cumpliéndolos, a fin de conseguir acumular acciones positivas que le ayuden a salvar su alma de la carga pecante que arrastraba. Según esta visión, “las culpas se penan también con el fuego en el lugar de tránsito hacia la gloria. La ortodoxia del XVII representaba el Purgatorio de un modo muy similar al Infierno, excepción hecha de la transitoriedad de la pena: existen en él la pena de daño y la de sentido, e igualmente el fuego abrasador. La peculiaridad del XVIII serán las caracterizaciones más detalladas y la mayor insistencia en su inevitabilidad. Así pues, lo que al hombre del XVIII español le espera después de la muerte, si es creyente, es algo verdaderamente terrorífico: bien pasarse eternamente la vida en el Infierno transitorio que puede durar hasta el juicio final. Salvarse directamente resulta, ahora, más impensable que en el siglo anterior, y la muerte no es más que el comienzo de un terrible purgar” (Canterla, 2004, 89).

Cuando uno analiza los testamentos o libros de misas de pequeños enclaves como los que nosotros hemos investigado, donde a grosso modo se tiene un control más preciso de qué familias había en el pueblo, se comprueba que no todas esas personas cuando mueren aparecen referenciadas con pagos de misas, puesto que en aquellas casas con menos recursos se anotaba en el margen del libro que esa persona era pobre, razón por la que las cofradías habían de rezar una serie de misas que al menos ayudaran dentro de lo que se pudiese a que ese alma (aunque fuese de una forma más ralentizada), pudiese ir purgando la carga negativa de sus pecados. Tengamos en cuenta que cuando se destinan misas dentro de este tipo de documentación, primeramente se empieza solicitando y en mayor cantidad para aquel que acaba de fallecer, seguido a continuación de padres, esposos, hermanos y abuelos en una segunda categoría, así como finalmente una tercera y última en la que la cantidad suele ser inferior respeto a las anteriores, y que va destinada para las almas del Purgatorio.

Cierto es que se podían dar casos en los que la gente pensara que una persona había obrado tan bien en su vida, que esta prácticamente no pasaría mucho tiempo en el Purgatorio, o incluso directamente llegar a alcanzar el Cielo. No obstante, como bien indica Canterla (2004, 91), aquello no era lo habitual, ya que estaba extendida la idea de que hasta quienes creían ser un fiel reflejo de la bondad, siempre debían rectificar determinados errores. Por lo que la idea “según la cual se está desprovisto de culpa y se está preparado para la gloria, sería una manifestación de soberbia”, y es que hemos de recordar que nadie es perfecto excepto Dios, atributo que se remarca en diferentes pasajes de las Sagradas Escrituras, tal y como se demostrará en su obra y palabra (Deuteronomio 32:4; Santiago 1:25 y Salmo 19:7).

La importancia de creer en un mundo más allá de lo que era la muerte, resultará indispensable para interpretar esa mentalidad a la que estábamos refiriéndonos líneas arriba. Para ello, ante el elevado grado de analfabetismo de una sociedad ruralizada, que profesionalmente estaba representada en su mayoría por gente que vivía en el campo, los sermones y la imaginería religiosa que estos apreciaban en las parroquias de su pueblo era fundamental en la formación de sus ideas. Tengamos en cuenta que durante el medievo esta era más intensa y directa, motivando una herencia en esa forma de pensamiento que luego detectamos en determinados textos de la época.

En ese momento los sermones eran una herramienta importante en la formación de aquellas personas, tengamos en cuenta que “en el pensamiento cristiano del siglo XVIII está vigente una concepción del hombre como ser formado de alma y cuerpo; la idea común transmitida en los púlpitos hacía referencia a dos entidades cuyo ensamblaje constituía el ser del hombre” (Fernández, 1989-1990, 95).

Canterla (2004, 80) comenta como la posibilidad de rescatar las almas del Purgatorio, en la sociedad española durante el siglo XVIII respecto a la centuria anterior, se va a convertir en una práctica religiosa económicamente más rentable, en parte por el auge y devoción de las cofradías encargadas en este tipo de acciones, y que como apunta la autora ya se palpaba con intensidad desde la segunda mitad del siglo anterior (Canterla, 2004, 82). “De forma que a comienzos del siglo XVIII, y más allá del mantenimiento de las incontroladas supersticiones, el otro mundo y este dejaron de estar tan en contacto como lo habían estado en el siglo anterior, en el que, según se desprende de algunos expedientes de la Inquisición o relativos a exorcismos del siglo XVII, la desbordante imaginación religiosa difícilmente se distinguía en muchos casos de las fantasías medievales” (Canterla, 2004, 81).

Muchas de las cuestiones que un católico se podía plantear eran la de cuánto tiempo había de trascurrir su alma en el Purgatorio, o si esa persona tenía dinero suficiente para solicitar determinadas misas que aminorasen sustancialmente la carga pecante que este portaban. Una muy habitual era la de cómo podría ser el primer juicio. La tradición nos recuerda que este se produce el mismo día de la muerte, cuando el alma se separa del cuerpo, y delante de un tribunal será juzgada para decidirse si esta va al Cielo, al Infierno o al Purgatorio. En ese momento el alma será juzgada por pensamientos, obras y palabras desarrolladas en vida, pues tal y como se recoge en Mateo 12:37  “porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado”.

En este sentido “si el barroco, en el curso de la reforma de la predicación, se desveló como portador de una concepción de la vida válida para ser retomada por el eclesiástico del siglo XVIII, fue porque formaba parte de la evolución del pensamiento cristiano y era la expresión más próxima en el tiempo de la vivencia de ser incompleto, propia de todo hombre religioso y que ya expresará San Agustín” (Fernández, 1989-1990, 93). 

Título: Ánimas del purgatorio. Anónimo. Óleo sobre tela. Ubicado en la galería José Campos Mota. Siglo XVIII. Dimensiones 268 x 136cm. Fuente: La imagen fue tomada por el fotógrafo de arte Joaquín Sánchez Mercado (en: filha.com)

Como ya se ha indicado anteriormente, la importancia que jugarán las obras pictóricas y escultóricas de los templos serán cruciales para enfocar esa pedagogía teológica como un mensaje directo para que la población entienda mucho mejor las consecuencias de los actos así como la suerte que podía correr cada mortal dependiendo de su forma de obrar. En este sentido, serán pocas las iglesias que no contaban con alguna representación de ese fuego en el que caían los pecadores o por el que trascurrían las almas del Purgatorio en su afán por encontrar lo antes posible la salvación. Tengamos en cuenta, que esta idea se extendía incluso en los hogares, ya que algunas personas con ciertos bienes contaban con cuadros u obras, en su mayoría de tipo religioso, que podían alimentar más si cabe esta idea, tal y como hemos podido comprobar a través de las referencias testamentarias que leemos en algunos de los bienes que se reflejan en los protocolos notariales de determinadas localidades. “Por lo que respecta al Cielo, es concebido como el lugar en el que los elegidos por Dios, en función de la bondad de sus obras aquí en la tierra, descansarán en su contemplación eterna. Por una parte, supone el fin de las penalidades de la vida corporal, y por otra la felicidad, paz y quietud de sentir colmados todos los anhelos” (Canterla, 2004, 84).

Por lo que respecta al demonio, apreciamos como durante el periodo artístico del barroco, este sigue estando representado alrededor del fuego eterno, asociándose con un dolor y terror que constantemente recordarán que quienes acaban yendo a parar al Infierno nunca podrán encontrar la salvación. En este sentido, “las representaciones del Infierno de la tradición se hallaban, como en el caso del Cielo, formando parte de las imágenes del patrimonio artístico de las iglesias heredado de los siglos anteriores, y que cualquier cliente potencial de pintura religiosa para la piedad familiar las tenía muy presentes a la hora de hacer encargos (del mismo modo que las ilustraciones de los devocionarios al uso). En ellas aparecía el demonio como un monstruo de aspecto aterrador, con pies de chivo y cuernos de fauno en la cabeza; o quizá, si la pintura o escultura fueron realizadas a partir del siglo XII, con alas de murciélago, sin olvidar la cola y el tridente en la mano; otras veces, bajo la forma de dragón, serpiente, león o seres imaginarios. Y junto a él, los condenados ardiendo bien en grandes calderos o directamente en el fuego de las llamas, una representación que se vuelve más sofisticada a partir del siglo XIV, detallándose toda la gama de tormentos en función de los pecados capitales: para acabar en las tumultuosas representaciones barrocas, en las que a veces se identifican los oficios y los roles sociales en un acabado retablo de crítica de costumbres” (Duchet-Suchaix, 1996; Canterla, 2004, 86).

Como ya indica Canterla (2004, 86), a lo largo del siglo XVIII será cuando se percibe una transición en la concepción del demonio, pasando este a ser quien transforma de modo negativo al hombre en una criatura dominada por el mal. Igualmente, “comienza a hablarse ya de fuego racional, como culpa o pesar, más que de fuego material en el sentido estricto, y se empieza a atisbar la cuestión romántica de la angustia existencial, por cuanto en que el infierno comienza aquí abajo” (Canterla, 2004, 88).

No olvidemos que había días concretos en los que el devoto podía demostrar su humildad a través de obras penitenciales, como ocurría el miércoles de ceniza, así como no ingiriendo carne durante los viernes de la cuaresma o realizando determinados actos en fiestas concretas del calendario local. De la misma forma, en muchos de los pueblos que hemos investigado, en jornadas como las de la Candelaria, San Blas, San Miguel Arcángel o la Virgen del Rosario, se podían conseguir beneficios para las almas del Purgatorio.

Al igual que sucederá en el caso del Purgatorio, aquel miedo estaba siempre presente entre las personas. La creencia en espíritus malignos que se podían introducir dentro de los hogares era una constante que se refleja en el uso de amuletos y protectores Propiedades aislantes o curativas para combatir enfermedades que eran interpretadas como designios del más allá, forjarán un arsenal de objetos que iban desde la protección de las entradas en los hogares, colocándose por norma general en puertas, ventanas o zonas que entraban en contacto con el exterior de la vivienda; así como también dentro del interior de la casa, puesto que además del crucifijo que custodiaba las habitaciones donde la familia pasaba las noches, podía haber también imágenes, cuadros o estampas religiosas, que combinadas con amuletos que bebían de un poso pagano, completaban aquel conjunto de creencias que buscaban por todos los medios protegerse contra el mal. Es por ello que “a finales del siglo XVIII, la reflexión sobre la muerte irá cambiando lentamente de signo para orientarse en la dirección de la concepción romántica” (Canterla, 2004, 94), muestra de que las corrientes filosóficas e ideas secularizantes, comenzaban a hacer mella en la mentalidad de un pueblo, que desde las ciudades la ilustración estaba comenzando a alterar.

David Gómez de Mora

Bibliografía:

*CANTERLA GONZÁLEZ, Cinta (2004). “El cielo y el infierno en el imaginario español del siglo XVIII”, Cuad. diecioch., 5, pp. 75-96. Ediciones Universidad de Salamanca

*DUCHE-SUCHAUX y PASTOREAU, Michel. (1996). Guía iconográfica. La Biblia y los Santos. Madrid. Alianza

*FERNÁNDEZ CORDERO, María Jesús (1989-1990). “Concepción del mundo y de la vida en los eclesiásticos del siglo XVIII a través de la predicación. Ilustración, pensamiento cristiano y herencia barroca”, Cuadernos de Historia Moderna, nº10, pp. 81-101. Ed. Universidad Complutense.

*IRACEBURU JIMÉNEZ, Maite (2016). “Metáforas y contexto social en sermones del siglo XVIII”. Príncipe de Viana (PV), 265, pp. 733-756

davidgomezdemora@hotmail.com

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Profesor de enseñanza secundaria, con la formación de licenciado en Geografía por la Universitat de València y título eclesiástico de Ciencias Religiosas por la Universidad San Dámaso. Investigador independiente. Cronista oficial de los municipios conquenses de Caracenilla, La Peraleja, Piqueras del Castillo, Saceda del Río, Verdelpino de Huete y Villarejo de la Peñuela. Publicaciones: 20 libros entre 2007-2023, así como centenares de artículos en revistas de divulgación local y blog personal. Temáticas: geografía física, geografía histórica, geografía social, genealogía, mozarabismo y carlismo. Ganador del I Concurso de Investigación Ciutat de Vinaròs (2006), así como del V Concurso de Investigación Histórica J. M. Borrás Jarque (2013).