Peñíscola es una localidad singular, donde el lugar ocupado por su
antigua trama urbana sobre un peñasco calizo que sobresale por encima de
la línea del mar, eleva su castillo a una altura de 64 metros de altura, convirtiéndose así en un espacio con unas prestaciones que desde el punto de vista geoestratégico, permitían que durante fuertes temporales, y hasta antes de la construcción del puerto, la población quedase incomunicada durante varios días a modo de isla.
Las residencias que apreciamos dentro del casco antiguo de la
población, son el ejemplo de como se debía aprovechar al máximo el
escaso espacio disponible que había dentro de la roca, de ahí que los pisos o plantas de la casa tradicional sean estrechos y exploten hasta donde pueden la disposición de
algunos niveles en altura, donde la escalera puede ir adosada a uno de
los muros laterales de la vivienda.
Tras la Guerra de Independencia, con la consiguiente afección que tuvo el bombardeo del General Elio
en 1814, la reedificación del viario urbano motivaría que tanto
pescadores como labradores estructuraran de nuevo sus casas en espacios habitables que
aprovecharán la profundidad que les permitía adaptarse hasta donde podían el roquedo que envuelve su viario. En la planta baja se
depositaban los aperos, el carro o aquellos animales que tenía la
familia, y que en estaciones como la otoñal e invernal daban calor a la zona superior, la cual era donde hacían vida sus inquilinos. Como decimos por encima de la planta baja se hallaba esta sección, además de una u dos alturas adicionales.
Los testamentos del siglo XVIII de algunas familias
de Peñíscola, nos recuerdan que
estas casas en su mayoría eran austeras en elementos decorativos. La
tradición de encalarlas, así como de repasar determinadas partes con
añil (azulete), era una forma muy difundida en localidades de nuestro
país. Cierto es que desde tiempos inmemoriales las viviendas se han
cubierto de cal por diferentes motivos. Bien fuese por la discreción y
homogeneidad que daban a su conjunto cuando esta no ofrecía un aspecto
portentoso, así como especialmente por las propiedades antisépticas que
aporta este producto, sin olvidar su función termo reguladora, pues
resulta un buen reflector de radiación solar, proporcionando de este
modo una temperatura adecuada a la parte interior del hogar en momentos
de elevado calor.
Como sabemos ese blanco se complementa con la
tonalidad tan llamativa que ofrece el azul en determinadas partes de la
fachada, siendo este el caso de los marcos de balcones y ventanas, o la
misma puerta de acceso a la vivienda. Este diseño responde a motivos de
conservación, pero que también se entremezclan con lo oculto y las
costumbres ancestrales. Así pues, existía la creencia de que en aquellos
hogares donde los accesos que daban al exterior eran pintados con este
tono azulado, funcionaban como elementos protectores ante la presencia
de malos espíritus o el mismísimo maligno, impidiendo así su entrada
dentro de la vivienda. Igualmente otro de los usos que tradicionalmente
se le ha asignado en la franja mediterránea como en otras partes de la
península, es su aplicación como repelente contra las moscas,
especialmente en lugares donde la economía marinera hacia que estas
abundaran con creces en las entradas y alrededores de las casas, al
haber notable presencia de animales como de desperdicios de la materia
prima con la que se trabajaba.
Antes de la llegada de la luz
eléctrica, la escasa ventilación y por consiguiente de entrada de luz
natural, daban una osuridad destacada a la parte interior,
donde la penumbra de las velas y las lámparas de aceite eran una de las formas con las que se podían realizar los quehaceres diarios dentro del hogar.
En la primera planta la familia desarrollaba la vida, estando la cocina como las habitaciones para descansar, y donde la presencia de estampas o elementos religiosos que protegieran la casa era lo más común. En la zona superior estaba el desván o parte dedicada para el almacenaje de productos u otros
utensilios, y que en nuestra zona como sabemos denominamos bajo la designación de angorfa.
David Gómez de Mora