La
vida del siglo XXI ha modificado casi por completo muchas
de nuestras
costumbres,
un hecho que se ha extendido por igual al resto de cosas que nos
rodean. Ni que decir tiene que la
adquisición de hábitos
es una de las primeras reacciones
en las que presenciamos estos cambios, seguidamente de
la forma de ver aquellos
elementos que nos pertenecen, es ahí por tanto donde la casa (y que
más allá del
espacio en el que residimos), empieza a adaptarse a las variaciones,
gustos y necesidades que
consideramos
como
imprescindibles. Desde
las últimas décadas los hogares de las zonas rurales han comenzado
a mutar su aspecto, sólo hemos de ver como el tradicional rebozado
con cal que cubría el esqueleto de la vivienda, y que ejercía entre
sus muchas funciones
de
regulador térmico de la misma, ha sido desprovisto para dejar a la
vista la piedra sobre
la que se estructuraban sus
paredes.
Obviamente si esto ha podido conseguirse será gracias a la
adquisición de sistemas de calefacción eléctrica
que nada tendrán que ver con la chimenea de antaño.
Evelio
Moreno en su magnífico trabajo “Crónicas de Piqueras”, recoge
muchos de los recuerdos e historias de su pueblo, estando entre ellos
la descripción de la vivienda tradicional de este municipio
conquense,
pero que por índole se podría extender a otros tantos de la región
meridional de la provincia.
Sus
hojas se acaban convirtiendo en una
obra indispensable a la hora de conocer nuestras raíces y entender
como era el modo de vida generaciones atrás en una tierra que
siempre se ha posicionado alejada
de las grandes urbes. Y es que aquellas viviendas eran simples y
prácticas, por lo que dentro de su homogeneidad, en raras ocasiones
contaban con elementos diferenciadores que las distinguieran entre
sí. Evelio menciona
cuatro espacios fundamentales: la casa propiamente dicha, la cámara,
el corral y la cuadra.
Los
hogares solían contar con escasa luz, no obstante se buscaba que las
partes más habitadas fuesen las que dieran a los puntos en los que
había un mayor trasiego. “La
cocina y el portal eran las dos estancias más importantes de la
casa, completadas con uno o dos cuartos para dormir y con una alacena
(despensa, para los capitalinos) para guardar el condumio
proporcionado por la matazón del cerdo (magras y costillas, chorizos
y morcillas) en las orzas, a modo de reservas para todo el año. En
esta geografía doméstica, la alacena cobraba una especial
relevancia: no era un frigorífico, pero hacía unas funciones
parecidas, las de mantener los alimentos derivados de la matazón del
cerdo”
(Moreno, 2013, 85). La
alacena además de la función conservante de los alimentos, podía
también emplearse para guardar otros objetos, como tinajas de aceite
o vino, siempre y cuando no se dispusiera de una bodega. Al final su
funcionalidad más bien podía recordarnos a la de un almacén
de
comida.
Una
de
las preocupaciones es que estuviese en una zona cercana a la cocina,
por lo que solían disponerse de manera adyacente. Entre las paredes
se clavarán listones que ejercerán
de estantes para que los alimentos y conservas no estuvieran
en contacto directo con el suelo.
La
limpieza era indispensable, motivo por el que será una de las partes
que más se intentará cuidar del hogar, de ahí que se revisaba de
vez en cuando si en la habitación había algún roedor. Como
decíamos, cerca de esta parte de la casa, se encontraba la cocina,
donde “estaba
la imprescindible chimenea, ennegrecida y visible, con la lumbre casi
permanentemente encendida, donde se hacía diariamente la comida de
los moradores y también la del cerdo, menester que ocupaba todas las
horas de la mañana. En el portal, a la entrada de la casa, estaba la
botijera; un mueble tosco de madera que servía de recipiente
contenedor de cántaros y botijos, llenos de agua fresca traída de
la fuente; y en la cocina solía haber un rincón con diversos
anaqueles de obra, enyesados y lustrados con cal blanca, y cubiertos
con unos tapetes de tela, flecos de blonda bordados en puntilla: era
el vasar, alojo de vasos y jarras y otros recipientes varios, como la
alcuza siempre de hojalata”
(Moreno, 2013, 86).
El
clima frío de Piqueras hacía que los
inviernos fueran en ocasiones bastante duros, por lo que la chimenea
de la casa debía de estar
en
funcionamiento prácticamente todo el día, echándose troncos
grandes cuando llegaba la noche, para que de este modo su combustión
fuese más duradera y los inquilinos no tuvieran que levantarse de la
cama para reponer otros nuevos. Tiempo
atrás la
cocina era el punto de reunión, lugar en el que convergía más
horas el núcleo familiar, allí padres, abuelos e hijos se disponían
a comer y cenar
conjuntamente. Por norma general solía haber una sola mesa,
posicionada cerca de la chimenea con sus taburetes y sillas. En
las casas respetuosas con las tradiciones y la fe cristiana, lo
primero que se hacia era dar
las gracias a Dios por la disponibilidad
de alimentos.
Sabemos por ejemplo que durante el siglo XIX todo el entorno de
Piqueras, Barchín y Buenache de Alarcón fue una zona que acogió de
brazos abiertos
las
ideas tradicionalistas, por lo que el carlismo acampó a sus anchas
entre muchas de las casas del pueblo.
En
Piqueras se vivía medianamente bien en términos generales, así por
ejemplo durante el siglo XVIII no había más que dos pobres de
solemnidad, disponiéndose de un pósito real para el grano. Otro
de los espacios
cargados
de enorme importancia eran las habitaciones de la familia, estando en
ocasiones cercanas a la parte trasera de la chimenea.
La
decoración de la vivienda era muy austera, hallando como mínimo un
crucifijo, y que en ocasiones se mezclaba con la compañía de
“amuletos”, estando extendida
esta costumbre
entre muchas de las familias de labradores y ganaderos del pueblo.
Normalmente aquellas casas en las que había existido una correcta
práctica de los preceptos católicos, se entendía que el uso de
objetos o elementos protectores se alejaba de las bases del dogma
cristiano,
pues detrás de su empleo había costumbres y creencias ancestrales,
en las que muchas veces se acababan introduciendo ideas o remedios
más
propios de la curandería
rural que de las sagradas escrituras. Imposible de obviar sería el
uso de cordeles rojos que se solían
atar en la muñeca a los niños pequeños y neonatos
para protegerles de cualquier tipo de enfermedades, y que para
potenciar su efectividad se acompañaban con una
cruz
de Caravaca. Otro de los métodos estribaba en el
empleo de
piedras importadas como el azabache, el cuarzo cristal de roca o el
granate, y que solía
engarzarse como colgante, o moldearse con la
forma de un
puño (las famosas “higas”) que según la creencia tradicional
protegía de las envidias y males de ojo a
sus
portadores.
En
las casas más pudientes se intentarán
adquirir restos de coral rojo, pues estaba extendida la creencia de
que este era útil para combatir enfermedades respiratorias como
distintos problemas
de salud. Finalmente, ya con una mejor aceptación por parte de las
familias más católicas, nos encontraríamos con los escapularios,
evangelios
o pequeñas campanas que se tocaban
para proteger la casa, y que especialmente en las habitaciones como
en otras partes de la vivienda siempre
podían estar
a
su disposición.
Recomendamos para un mayor conocimiento de este tipo de objetos la
obra de Luisa Abad y Francisco J. Moraleja, “La colección de
amuletos del Museo Diocesano de Cuenca”.
Obviamente
tampoco podían faltar estampas
u
hojas
de imágenes religiosas, y que durante
el siglo
XIX se enmarcarán en las paredes de algunos
hogares.
Lo mismo pasaría con cuadros religiosos, en los que se ilustraba
alguna advocación que gozaba de reputación para la familia, y que
solía encargarse
a algún pintor local. Tampoco podemos olvidar las capillitas
portátiles, y que eran usadas por algunas personas cuando no se
podía acudir a la Iglesia, o se consideraba que habían de dedicar
rezos por las almas de sus seres
difuntos cuando sus ánimas se encontraban
divagando por el purgatorio. Tenemos
el caso de la
familia Crespo, y
que en
1695 mandó que se diera para la Virgen del Rosario un cuadro de
Nuestra Señora de la Leche.
Junto
a las ventanas de la vivienda o en los marcos de las puertas se
usaban ramilletes de torvisco o torrisco (Daphne gnidium), una planta
a la que se le atribuían funciones protectoras que
se extendían a
todos los miembros que residían en el hogar. En
el
referido trabajo de los amuletos de Cuenca se dice que era
“empleado en casos extremos para el diagnóstico y curación de la
enfermedad (…) por lo que si se seca el torvisco la criatura tendrá
mal pronóstico, y si se mantiene fresco la criatura sanará”
(Abad y Moraleja, 2005, 47).
Otra
parte indispensable de
la vivienda
era la cámara, la cual se hallaba en la parte superior, siendo
“donde
se guardaba el grano de la cosecha repartido en los diferentes
-atrojes-, que servían de silos a los distintos cereales. Si el
perro era el guardián del corral, el gato lo era de la cámara, y
con su sola presencia, o bien con su zarpazo medio somnoliento,
mantenía en alerta y temor a los ratones, que acudían a comerse el
grano”
(Moreno, 2013, 85).
Por
norma general las cámaras eran lugares oscuros, en los que además
de los granos de trigo, centeno, cebada y avena, se solían depositar
los
utensilios de
trabajo agrícola.
Ya hemos indicado que en la alacena se custodiaba la carne de la
matanza. Incluso en algunas casas no faltaba un palomar.
Una producción avícola de la que veremos como la documentación
muchas veces ignora cualquier alusión, pero que
fue
una realidad extendida por muchos de los pueblos de esta
franja geográfica.
Ya
en la parte baja nos encontraríamos con el corral, ese espacio que
como bien definía Evelio Moreno -marcaba los ritmos de la vida
vegetativa y sensitiva de todos los moradores de la casa-. “El
corral incorporaba el porche para el carro, para la leña y los
aperos de labranza, la gorrinera del cerdo y el gallinero para las
gallinas; algunas mañanas, en especial, el corral era un improvisado
coro polifónico, un canto alegre de exaltación de la naturaleza”
(Moreno, 2013, 82).
La
presencia de gallinas era algo habitual entra la mayoría de las
casas, pues raro era el vecino que dispusiera de un corral y no
hiciera uso de su compañía.
Más habitual fue
la cría de cochinos (cerdos). Todo un ritual desde
el momento de su nacimiento hasta el sacrificio, y que
como bien conocen nuestros
mayores
suponía
el trabajo en equipo de todos los miembros de la casa. Este
acontecimiento se celebrará
sólo una vez al
año durante
los
meses de invierno, aunque
podía adelantarse hasta la segunda semana de noviembre.
Por
norma general el proceso
desde que se obtenía la
cría hasta su consiguiente
muerte duraba un periodo de
9 ó 10 meses, tiempo en el que se efectuaba el engorde del animal,
para luego sacrificarlo y sacar el producto que se
acababa
almacenado en la alacena de la casa. Los lechones se adquirían en
las primeras semanas de primavera. Una vez trascurrido el tiempo, y
llegada la época de la caída de las temperaturas (por norma general
a partir del 11 de noviembre, día por cierto que celebramos bajo la
onomástica de San Martín, y que obviamente explica el origen del
famoso dicho de que “a cada cerdo le llega su San Martín”), era
cuando empezaban a movilizarse los miembros de cada familia,
organizando y asignándose las funciones que cada uno
había de desempeñar. Tras la matanza, desangre, socarrado y
limpieza, se comenzaba la fase de extracción y producción de carne,
en
la que se
embutían y ahumaban las piezas obtenidas.
No
sabemos realmente donde radica el origen del topónimo de este
municipio, pues por un lado existe la corriente de que
este
derivará de
una
localidad de la provincia de Guadalajara y que también es conocida
con el nombre de Piqueras, donde supuestamente descenderían una
serie de pobladores que la acabarían fundando en
el lugar que hoy se ubica la localidad conquense.
Un argumento que algunos historiadores han querido apoyar con la
presencia del apellido Checa, como muestra de que fue desde esa zona
de donde procedieron sus
primeros afincados.
Hasta la fecha nosotros no podemos pronunciar una hipótesis
razonable sobre esta
cuestión, ya que realmente el apellido Checa llega hasta nuestra
localidad en una época muy tardía (a lo más durante la segunda
mitad del siglo XVI), hecho
que hemos podido comprobar siguiendo los registros de los libros
parroquiales, pues los
progenitores del linaje serían
Alonso de Checa y su
esposa María
Gil, quienes tendrán por hijo a Juan de Checa, personaje que en 1612
casará con Isabel López, y del que descendemos muchos de los que
portamos la sangre de las
gentes
de este lugar.
Piqueras
del Castillo. Imagen: earth.google.com
Comentamos
esta cuestión, con
motivo de
que algunos historiadores han creído ver en la palabra “porqueras”,
el origen toponímico de Piqueras. Como bien sabemos una porquera
puede hacer alusión a un área de donde de forma natural hay una
notable presencia de jabalís, así como también un espacio de
actividad ganadera dedicado a la explotación del cerdo. Desconocemos
por ahora cual de estas u otras teorías es la que mejor se ajusta a
la etimología
del municipio. No obstante de lo que no cabe la menor duda, es que la
cría de cerdos fue algo muy habitual en pueblos como este,
sólo como ejemplo tenemos la referencia que nos da el Catastro de
Ensenada, donde se indica que por
aquellos tiempos había
30 cerdos que se cuidaban en los hogares de este lugar.
Para
finalizar, una de las partes más emblemáticas de muchas viviendas,
era la zona en la que descansaban los animales de labor: la cuadra.
“La
cuadra era la morada de las caballerías, y en ella no podían faltar
el pajar y los pesebres, con las familiares piedras de sal (traídas
de Monteagudo de las Salinas) estimulando el apetito de sus
pobladores; a menudo; encima de la cuadra estaba el pajar, donde se
guardaba la paja traída de la era, para todo el año. El pajar tenía
dos aberturas, una trampilla inferior horizontal, por la que se
echaba la paja diariamente a la pajera de la cuadra, y otra que era
un ventano vertical, la piquera, por donde se entraba la paja
procedente de las eras”
(Moreno, 2013, 81).
La
presencia de sus inquilinos era indispensable,
puesto que gracias a
ellos
faenar las tierras era mucho más fácil. No hemos de olvidar que
Madoz ya alertaba a
mediados del siglo XIX sobre
las malas condiciones en las que se encontraba el sistema de
comunicaciones de la población al decir que sus
caminos estaban en mal estado. Los bueyes eran cruciales para
recorrer las distancias que separaban las tierras de cultivo del
hogar del labrador, así pues a pesar de ser un animal más lento que
el caballo, este garantizaba una fuerza de arrastre que le
daba
mayor
eficacia.
Recordemos que estos
son
en realidad toros castrados, por lo que no pueden
dejar descendencia, de ahí que los ganaderos locales recurrirán
al apareamiento de
toros y vacas para
seguir manteniendo la especie.
No muy lejos del casco urbano se encontraba la partida de “la
vacariza”, donde los rebaños vacunos
disponían de una zona de dehesa para
pastar,
y que como sabemos se complementaba con otras franjas
del término en las que habían
corrales y construcciones adaptadas para transitar y permanecer
una
mayor cantidad de tiempo sin necesidad de movilizar constantemente a
las reses.
Los vecinos
también harán
uso de yeguas y asnos, de los que gracias a su cruce nacían los
mulos, los que como sabemos
también eran estériles.
Estos representaban uno de los grandes motores
del mundo rural, pues nadie discutía su versatilidad y regularidad a
la hora de faenar la tierra, destacando
su resistencia
como un medio de transporte seguro, además de ser muy prácticos
en los momentos de arar.
David
Gómez de Mora
Bibliografía:
*
Abad González, Luisa y Moraleja, Francisco J., (2005). “La
colección de amuletos del Museo Diocesano de Cuenca”. Universidad
de Castilla-La Mancha, 165 pp.
*
Catastro de Ensenada. Piqueras del
Castillo. http://pares.mcu.es/Catastro
*
Madoz e Ibáñez, Pascual (1845-1850). Diccionario
geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de
Ultramar
*
Moreno Chumillas, Evelio (2013). Crónicas de Piqueras. Bubok
publishing S.L.
*
Gómez de Mora, David (2o2o). “El linaje de los Crespo en Piqueras
del Castillo”. En: davidgomezdemora.blogspot.com