miércoles, 18 de noviembre de 2020

La vivienda tradicional en Piqueras del Castillo

La vida del siglo XXI ha modificado casi por completo muchas de nuestras costumbres, un hecho que se ha extendido por igual al resto de cosas que nos rodean. Ni que decir tiene que la adquisición de hábitos es una de las primeras reacciones en las que presenciamos estos cambios, seguidamente de la forma de ver aquellos elementos que nos pertenecen, es ahí por tanto donde la casa (y que más allá del espacio en el que residimos), empieza a adaptarse a las variaciones, gustos y necesidades que consideramos como imprescindibles. Desde las últimas décadas los hogares de las zonas rurales han comenzado a mutar su aspecto, sólo hemos de ver como el tradicional rebozado con cal que cubría el esqueleto de la vivienda, y que ejercía entre sus muchas funciones de regulador térmico de la misma, ha sido desprovisto para dejar a la vista la piedra sobre la que se estructuraban sus paredes. Obviamente si esto ha podido conseguirse será gracias a la adquisición de sistemas de calefacción eléctrica que nada tendrán que ver con la chimenea de antaño.

Evelio Moreno en su magnífico trabajo “Crónicas de Piqueras”, recoge muchos de los recuerdos e historias de su pueblo, estando entre ellos la descripción de la vivienda tradicional de este municipio conquense, pero que por índole se podría extender a otros tantos de la región meridional de la provincia. Sus hojas se acaban convirtiendo en una obra indispensable a la hora de conocer nuestras raíces y entender como era el modo de vida generaciones atrás en una tierra que siempre se ha posicionado alejada de las grandes urbes. Y es que aquellas viviendas eran simples y prácticas, por lo que dentro de su homogeneidad, en raras ocasiones contaban con elementos diferenciadores que las distinguieran entre sí. Evelio menciona cuatro espacios fundamentales: la casa propiamente dicha, la cámara, el corral y la cuadra.

Los hogares solían contar con escasa luz, no obstante se buscaba que las partes más habitadas fuesen las que dieran a los puntos en los que había un mayor trasiego. “La cocina y el portal eran las dos estancias más importantes de la casa, completadas con uno o dos cuartos para dormir y con una alacena (despensa, para los capitalinos) para guardar el condumio proporcionado por la matazón del cerdo (magras y costillas, chorizos y morcillas) en las orzas, a modo de reservas para todo el año. En esta geografía doméstica, la alacena cobraba una especial relevancia: no era un frigorífico, pero hacía unas funciones parecidas, las de mantener los alimentos derivados de la matazón del cerdo” (Moreno, 2013, 85). La alacena además de la función conservante de los alimentos, podía también emplearse para guardar otros objetos, como tinajas de aceite o vino, siempre y cuando no se dispusiera de una bodega. Al final su funcionalidad más bien podía recordarnos a la de un almacén de comida. Una de las preocupaciones es que estuviese en una zona cercana a la cocina, por lo que solían disponerse de manera adyacente. Entre las paredes se clavarán listones que ejercerán de estantes para que los alimentos y conservas no estuvieran en contacto directo con el suelo.

La limpieza era indispensable, motivo por el que será una de las partes que más se intentará cuidar del hogar, de ahí que se revisaba de vez en cuando si en la habitación había algún roedor. Como decíamos, cerca de esta parte de la casa, se encontraba la cocina, donde “estaba la imprescindible chimenea, ennegrecida y visible, con la lumbre casi permanentemente encendida, donde se hacía diariamente la comida de los moradores y también la del cerdo, menester que ocupaba todas las horas de la mañana. En el portal, a la entrada de la casa, estaba la botijera; un mueble tosco de madera que servía de recipiente contenedor de cántaros y botijos, llenos de agua fresca traída de la fuente; y en la cocina solía haber un rincón con diversos anaqueles de obra, enyesados y lustrados con cal blanca, y cubiertos con unos tapetes de tela, flecos de blonda bordados en puntilla: era el vasar, alojo de vasos y jarras y otros recipientes varios, como la alcuza siempre de hojalata” (Moreno, 2013, 86).

El clima frío de Piqueras hacía que los inviernos fueran en ocasiones bastante duros, por lo que la chimenea de la casa debía de estar en funcionamiento prácticamente todo el día, echándose troncos grandes cuando llegaba la noche, para que de este modo su combustión fuese más duradera y los inquilinos no tuvieran que levantarse de la cama para reponer otros nuevos. Tiempo atrás la cocina era el punto de reunión, lugar en el que convergía más horas el núcleo familiar, allí padres, abuelos e hijos se disponían a comer y cenar conjuntamente. Por norma general solía haber una sola mesa, posicionada cerca de la chimenea con sus taburetes y sillas. En las casas respetuosas con las tradiciones y la fe cristiana, lo primero que se hacia era dar las gracias a Dios por la disponibilidad de alimentos. Sabemos por ejemplo que durante el siglo XIX todo el entorno de Piqueras, Barchín y Buenache de Alarcón fue una zona que acogió de brazos abiertos las ideas tradicionalistas, por lo que el carlismo acampó a sus anchas entre muchas de las casas del pueblo.

En Piqueras se vivía medianamente bien en términos generales, así por ejemplo durante el siglo XVIII no había más que dos pobres de solemnidad, disponiéndose de un pósito real para el grano. Otro de los espacios cargados de enorme importancia eran las habitaciones de la familia, estando en ocasiones cercanas a la parte trasera de la chimenea.

La decoración de la vivienda era muy austera, hallando como mínimo un crucifijo, y que en ocasiones se mezclaba con la compañía de “amuletos”, estando extendida esta costumbre entre muchas de las familias de labradores y ganaderos del pueblo. Normalmente aquellas casas en las que había existido una correcta práctica de los preceptos católicos, se entendía que el uso de objetos o elementos protectores se alejaba de las bases del dogma cristiano, pues detrás de su empleo había costumbres y creencias ancestrales, en las que muchas veces se acababan introduciendo ideas o remedios más propios de la curandería rural que de las sagradas escrituras. Imposible de obviar sería el uso de cordeles rojos que se solían atar en la muñeca a los niños pequeños y neonatos para protegerles de cualquier tipo de enfermedades, y que para potenciar su efectividad se acompañaban con una cruz de Caravaca. Otro de los métodos estribaba en el empleo de piedras importadas como el azabache, el cuarzo cristal de roca o el granate, y que solía engarzarse como colgante, o moldearse con la forma de un puño (las famosas “higas”) que según la creencia tradicional protegía de las envidias y males de ojo a sus portadores.

En las casas más pudientes se intentarán adquirir restos de coral rojo, pues estaba extendida la creencia de que este era útil para combatir enfermedades respiratorias como distintos problemas de salud. Finalmente, ya con una mejor aceptación por parte de las familias más católicas, nos encontraríamos con los escapularios, evangelios o pequeñas campanas que se tocaban para proteger la casa, y que especialmente en las habitaciones como en otras partes de la vivienda siempre podían estar a su disposición. Recomendamos para un mayor conocimiento de este tipo de objetos la obra de Luisa Abad y Francisco J. Moraleja, “La colección de amuletos del Museo Diocesano de Cuenca”.

Obviamente tampoco podían faltar estampas u hojas de imágenes religiosas, y que durante el siglo XIX se enmarcarán en las paredes de algunos hogares. Lo mismo pasaría con cuadros religiosos, en los que se ilustraba alguna advocación que gozaba de reputación para la familia, y que solía encargarse a algún pintor local. Tampoco podemos olvidar las capillitas portátiles, y que eran usadas por algunas personas cuando no se podía acudir a la Iglesia, o se consideraba que habían de dedicar rezos por las almas de sus seres difuntos cuando sus ánimas se encontraban divagando por el purgatorio. Tenemos el caso de la familia Crespo, y que en 1695 mandó que se diera para la Virgen del Rosario un cuadro de Nuestra Señora de la Leche.

Junto a las ventanas de la vivienda o en los marcos de las puertas se usaban ramilletes de torvisco o torrisco (Daphne gnidium), una planta a la que se le atribuían funciones protectoras que se extendían a todos los miembros que residían en el hogar. En el referido trabajo de los amuletos de Cuenca se dice que era “empleado en casos extremos para el diagnóstico y curación de la enfermedad (…) por lo que si se seca el torvisco la criatura tendrá mal pronóstico, y si se mantiene fresco la criatura sanará” (Abad y Moraleja, 2005, 47).

Otra parte indispensable de la vivienda era la cámara, la cual se hallaba en la parte superior, siendo donde se guardaba el grano de la cosecha repartido en los diferentes -atrojes-, que servían de silos a los distintos cereales. Si el perro era el guardián del corral, el gato lo era de la cámara, y con su sola presencia, o bien con su zarpazo medio somnoliento, mantenía en alerta y temor a los ratones, que acudían a comerse el grano” (Moreno, 2013, 85).

Por norma general las cámaras eran lugares oscuros, en los que además de los granos de trigo, centeno, cebada y avena, se solían depositar los utensilios de trabajo agrícola. Ya hemos indicado que en la alacena se custodiaba la carne de la matanza. Incluso en algunas casas no faltaba un palomar. Una producción avícola de la que veremos como la documentación muchas veces ignora cualquier alusión, pero que fue una realidad extendida por muchos de los pueblos de esta franja geográfica.

Ya en la parte baja nos encontraríamos con el corral, ese espacio que como bien definía Evelio Moreno -marcaba los ritmos de la vida vegetativa y sensitiva de todos los moradores de la casa-. “El corral incorporaba el porche para el carro, para la leña y los aperos de labranza, la gorrinera del cerdo y el gallinero para las gallinas; algunas mañanas, en especial, el corral era un improvisado coro polifónico, un canto alegre de exaltación de la naturaleza” (Moreno, 2013, 82).

La presencia de gallinas era algo habitual entra la mayoría de las casas, pues raro era el vecino que dispusiera de un corral y no hiciera uso de su compañía. Más habitual fue la cría de cochinos (cerdos). Todo un ritual desde el momento de su nacimiento hasta el sacrificio, y que como bien conocen nuestros mayores suponía el trabajo en equipo de todos los miembros de la casa. Este acontecimiento se celebrará sólo una vez al año durante los meses de invierno, aunque podía adelantarse hasta la segunda semana de noviembre.

Por norma general el proceso desde que se obtenía la cría hasta su consiguiente muerte duraba un periodo de 9 ó 10 meses, tiempo en el que se efectuaba el engorde del animal, para luego sacrificarlo y sacar el producto que se acababa almacenado en la alacena de la casa. Los lechones se adquirían en las primeras semanas de primavera. Una vez trascurrido el tiempo, y llegada la época de la caída de las temperaturas (por norma general a partir del 11 de noviembre, día por cierto que celebramos bajo la onomástica de San Martín, y que obviamente explica el origen del famoso dicho de que “a cada cerdo le llega su San Martín”), era cuando empezaban a movilizarse los miembros de cada familia, organizando y asignándose las funciones que cada uno había de desempeñar. Tras la matanza, desangre, socarrado y limpieza, se comenzaba la fase de extracción y producción de carne, en la que se embutían y ahumaban las piezas obtenidas.

No sabemos realmente donde radica el origen del topónimo de este municipio, pues por un lado existe la corriente de que este derivará de una localidad de la provincia de Guadalajara y que también es conocida con el nombre de Piqueras, donde supuestamente descenderían una serie de pobladores que la acabarían fundando en el lugar que hoy se ubica la localidad conquense. Un argumento que algunos historiadores han querido apoyar con la presencia del apellido Checa, como muestra de que fue desde esa zona de donde procedieron sus primeros afincados. Hasta la fecha nosotros no podemos pronunciar una hipótesis razonable sobre esta cuestión, ya que realmente el apellido Checa llega hasta nuestra localidad en una época muy tardía (a lo más durante la segunda mitad del siglo XVI), hecho que hemos podido comprobar siguiendo los registros de los libros parroquiales, pues los progenitores del linaje serían Alonso de Checa y su esposa María Gil, quienes tendrán por hijo a Juan de Checa, personaje que en 1612 casará con Isabel López, y del que descendemos muchos de los que portamos la sangre de las gentes de este lugar.

Piqueras del Castillo. Imagen: earth.google.com

Comentamos esta cuestión, con motivo de que algunos historiadores han creído ver en la palabra “porqueras”, el origen toponímico de Piqueras. Como bien sabemos una porquera puede hacer alusión a un área de donde de forma natural hay una notable presencia de jabalís, así como también un espacio de actividad ganadera dedicado a la explotación del cerdo. Desconocemos por ahora cual de estas u otras teorías es la que mejor se ajusta a la etimología del municipio. No obstante de lo que no cabe la menor duda, es que la cría de cerdos fue algo muy habitual en pueblos como este, sólo como ejemplo tenemos la referencia que nos da el Catastro de Ensenada, donde se indica que por aquellos tiempos había 30 cerdos que se cuidaban en los hogares de este lugar.

Para finalizar, una de las partes más emblemáticas de muchas viviendas, era la zona en la que descansaban los animales de labor: la cuadra. “La cuadra era la morada de las caballerías, y en ella no podían faltar el pajar y los pesebres, con las familiares piedras de sal (traídas de Monteagudo de las Salinas) estimulando el apetito de sus pobladores; a menudo; encima de la cuadra estaba el pajar, donde se guardaba la paja traída de la era, para todo el año. El pajar tenía dos aberturas, una trampilla inferior horizontal, por la que se echaba la paja diariamente a la pajera de la cuadra, y otra que era un ventano vertical, la piquera, por donde se entraba la paja procedente de las eras” (Moreno, 2013, 81). 

La presencia de sus inquilinos era indispensable, puesto que gracias a ellos faenar las tierras era mucho más fácil. No hemos de olvidar que Madoz ya alertaba a mediados del siglo XIX sobre las malas condiciones en las que se encontraba el sistema de comunicaciones de la población al decir que sus caminos estaban en mal estado. Los bueyes eran cruciales para recorrer las distancias que separaban las tierras de cultivo del hogar del labrador, así pues a pesar de ser un animal más lento que el caballo, este garantizaba una fuerza de arrastre que le daba mayor eficacia. Recordemos que estos son en realidad toros castrados, por lo que no pueden dejar descendencia, de ahí que los ganaderos locales recurrirán al apareamiento de toros y vacas para seguir manteniendo la especie. No muy lejos del casco urbano se encontraba la partida de “la vacariza”, donde los rebaños vacunos disponían de una zona de dehesa para pastar, y que como sabemos se complementaba con otras franjas del término en las que habían corrales y construcciones adaptadas para transitar y permanecer una mayor cantidad de tiempo sin necesidad de movilizar constantemente a las reses. Los vecinos también harán uso de yeguas y asnos, de los que gracias a su cruce nacían los mulos, los que como sabemos también eran estériles. Estos representaban uno de los grandes motores del mundo rural, pues nadie discutía su versatilidad y regularidad a la hora de faenar la tierra, destacando su resistencia como un medio de transporte seguro, además de ser muy prácticos en los momentos de arar.

David Gómez de Mora


Bibliografía:

* Abad González, Luisa y Moraleja, Francisco J., (2005). “La colección de amuletos del Museo Diocesano de Cuenca”. Universidad de Castilla-La Mancha, 165 pp.

* Catastro de Ensenada. Piqueras del Castillo. http://pares.mcu.es/Catastro

* Madoz e Ibáñez, Pascual (1845-1850). Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar

* Moreno Chumillas, Evelio (2013). Crónicas de Piqueras. Bubok publishing S.L.

* Gómez de Mora, David (2o2o). “El linaje de los Crespo en Piqueras del Castillo”. En: davidgomezdemora.blogspot.com

davidgomezdemora@hotmail.com

Mi foto
Profesor de enseñanza secundaria, con la formación de licenciado en Geografía por la Universitat de València y título eclesiástico de Ciencias Religiosas por la Universidad San Dámaso. Investigador independiente. Cronista oficial de los municipios conquenses de Caracenilla, La Peraleja, Piqueras del Castillo, Saceda del Río, Verdelpino de Huete y Villarejo de la Peñuela. Publicaciones: 25 libros entre 2007-2024, así como centenares de artículos en revistas de divulgación local y blog personal. Temáticas: geografía física, geografía histórica, geografía social, genealogía, mozarabismo y carlismo local. Ganador del I Concurso de Investigación Ciutat de Vinaròs (2006), así como del V Concurso de Investigación Histórica J. M. Borrás Jarque (2013).