El siglo XIX trajo consigo un
conjunto de cambios sociales en unas poblaciones aisladas de las grandes urbes,
en las que paulatinamente la calidad de vida de sus habitantes iba empeorando.
La crisis identitaria y de mentalidad que había supuesto la recién llegada
metamorfosis humanística y científica de la segunda mitad del siglo XVIII (fomentada
en parte por la irrupción de un ideario liberal), trastocaba por completo la
forma de entender la vida de aquellas personas, marcando así un conjunto de
sucesos, que sentaron la base de un movimiento de disconformidad en las décadas
de años venideros, y que se canalizará a través del carlismo.
Las zonas rurales seguían
permaneciendo impasibles a la reestructuración que a nivel político se estaba
viviendo en Europa, lo que sumado a su escasa capacidad de maniobrar, convertía
esos núcleos en puntos vulnerables, susceptibles de sufrir más que nadie las
medidas sociales con las que habían crecido sus antepasados.
En cuestión de años, la
secularización era una realidad, que seguramente sorprendería a los más
ancianos, ¿Quién lo diría?, se preguntarían bastantes de ellos. Las intentonas
y pulsos de fuerza manifestados en las sucesivas desamortizaciones, eran sólo
un ejemplo de lo que estaba por llegar.
Mientras tanto, en los pueblos de
este territorio, miradas desconcertadas presenciaban el desmoronamiento de las
estructuras de poder. La Iglesia estaba en el centro de la diana, y sin ningún
tipo de afecto, cada vez surgían más críticos y pensadores que reforzaban sus discursos,
poniendo en tela de juicio todo lo conocido hasta la fecha.
Eran tiempos en los que ya todo
se podía cuestionar. Se comenzaba a hablar de derechos, valores y libertades.
Mientras tanto, en medio de esa lucha antagónica entra la fe y la razón, se hallaba
un grueso poblacional, que representaba el sector primario (en realidad, el
eslabón que generaba la verdadera riqueza de la nación). Se trataba de labradores
y artesanos que mantenían con su sacrificio y empeño los cimientos de un
sistema, que al menos, había prosperado en tiempos pasados, y que en muchos
casos, miraba con miedo y preocupación la necesidad de someter sus vidas a permutaciones
de tanta índole. Una mentalidad netamente conservadora, que nunca vio el
momento, y careció de ganas a la hora de participar en aquel giro de 180º propuesto
por los liberales.
En las cabezas de aquellas
personas, todo estaba claro, pues había un orden establecido, que daba pie a la
formulación de interrogantes lógicos, como el de si tan importante era modificar
las riendas del poder, o el de qué sucedería con sus tradiciones.
Las preguntas iban en esa línea. Se
trataba de una corriente de pensamiento que obedecía al sistema heredado, en el
que el propietario agradecía lo que Dios y sus familiares le habían concedido.
En las tierras de Cuenca, todo el mundo sabe que no había exigencias de índole
foralista como si sucedía en el norte del antiguo Reino de València, Catalunya
o las vascongadas. Pensamos que muy probablemente este dato de la ecuación,
sería el que influenciaría decisivamente en que el carlismo de esta tierra
fuese más “pacífico”.
Sobre este escenario, es cuando
se produce la entrada en el siglo XIX. Un momento clave, donde la tensión va en
aumento, y en el que el acoso y derribo hacia el estamento religioso es una
realidad indiscutible. Mientras tanto, muchos de nuestros
antepasados seguían creyendo firmemente en la necesidad de no alterar lo más
mínimo las raíces de un sistema, que ciertamente había permitido un
enaltecimiento del linaje familiar en determinados momentos de su historia. Por
ello seguía viéndose vital que uno o varios de los hijos ingresaran en una
orden religiosa, o que cursaran con la ayuda de una capellanía estudios
teológicos. Todo esto eran un conjunto de ideas inamovibles, y por las que
obviamente muchísimas familias de las áreas rurales se implicarían a fondo, llegando
hasta sus últimas consecuencias.
Encima, las sospechas de una
búsqueda de intereses por parte de los promotores del “gran cambio”, se manifestaban
de manera más clara, tras las varias desamortizaciones, en las que se subastaron
lotes de tierras, que ahora pasaban a engrosar la lista patrimonial de familias
que muchas veces, poco o nada tenían que ver con la localidad. Tratándose de
propietarios, que aprovecharon la situación para incrementar su nivel de
ganancias, en detrimento de los pequeños agricultores y terratenientes de capa
caída.
Al final resultaba que los
ancianos malpensados que décadas atrás tachaban de intereses personalistas aquellas
medidas propuestas por las corrientes liberales, acabaron teniendo la razón. Es precisamente en ese clima de
crispación, desengaño e impotencia, cuando algunos de los habitantes de estos
lugares deciden tomar cartas sobre el asunto. Una realidad extendida en la zona
occidental de lo que hoy denominamos como la Manchuela Conquense. Las situaciones no distaban mucho
entre localidades, así lo veremos en algunas de ellas, como Piqueras, Buenache
de Alarcón, Valverdejo y otras tantas de la zona.
Por ejemplo, a mediados del siglo
XVIII, en Barchín del Hoyo había un total de ocho curas (una cifra muy alta,
teniendo en cuenta que en el pueblo sólo existían 190 hogares). Aquella proporción
hablaba por sí sola (un sacerdote por cada veinte casas). Además, habría que
sumarle los estudiantes o miembros de familiares que ingresaron en órdenes
religiosas.
Las medidas que reprimían al
clero, afectaron por índole a buena parte del municipio, un panorama que se
agravó tras la liberalización del suelo, cuando a través de las
desamortizaciones se evidenciaba la grave situación de peligro que corrían
muchos propietarios agrícolas.
El descontento fomentó el
nacimiento de colectivos de personas, que empezaron a reunirse en puntos apartados
de los pueblos, y que más adelante, en algunos casos, fueron el detonante que
les llevó a empuñar las armas bajo las órdenes de caudillos locales, alimentando
el movimiento rebelde que ya comenzaba a desplegarse por todo el territorio. En
ese sentido, que mejor lugar que el cercano Navodres, un espacio del que pocos
se acordaban, apartado de miradas sospechosas.
En ocasiones la selección de estos
focos no era tan compleja, por ejemplo, los carlistas del Picazo escogieron un
huerto que había a las afueras del pueblo, cercano al puente del río. Por norma
general la cuestión era seleccionar un enclave que estuviese fuera del recinto
urbano, alejado de alcahuetes y chivatos, que en cuestión de horas pudiesen
tirar al traste cualquier tipo de organización.
Además, entre los facciosos
comenzaban a verse personalidades insignes, que a gran escala gozaban de una
incuestionable reputación, un elemento que promocionaba la necesidad de sumarse
al movimiento. Este hecho lo veremos por ejemplo en las elecciones de 1872,
cuando “el candidato carlista Manuel
García Rodrigo venció en el distrito de Cuenca por 3.865 votos frente a los
3.511 de Leandro Rubio” (Higueras, 2012, 12). El nombre de aquel político
era sobradamente conocido en el área a la que nos estamos refiriendo, pues su padre,
don Francisco Javier García-Rodrigo y García-Sáez era natural de Valverde del
Júcar, además de miembro del cuerpo colegiado de Caballeros de la Nobleza de
Madrid. Se trataba de un reputado científico, escritor e historiador, que a
pesar de haber residido brevemente en el lugar, dejaría una profunda huella en
la historia de sus aledaños.
Las ideas tradicionalistas le
venían de lejos, pues sus padres ya le educaron siguiendo los preceptos
católicos, por lo que llegó a emprender estudios en teología, aunque finalmente
por falta de vocación puso sus miras en el campo de las ciencias naturales.
Tras el estallido de la primera guerra carlista, tanto él como su hermano (y
que era gobernador eclesiástico), nunca se avergonzaron de sus ideas, lo que hubieron
de pagar muy caro, teniendo que refugiarse ante el grave riesgo que corrían sus
vidas.
Javier, siguiendo con la costumbre
familiar, abogaba por la implantación de un estado en el que imperara el modo
de vida de la época de sus abuelos. Hecho que se encargó de ensalzar en multitud
de ocasiones. Ejemplo de ello fue su acérrima defensa sobre la figura del Santo
Oficio, y que materializó en una obra impresa de tres volúmenes.
Su vástago, Manuel García-Rodrigo
y Pérez, era por aquel entonces abogado del Colegio de Madrid y Diputado a
Cortes por el distrito de Cañete. Su apellido gozaba de prestigio en esta zona
a pesar de haberse desvinculado de la Manchuela. El aprecio y consideración que
muchos vecinos guardaban al clan familiar permaneció latente, pues José María
García-Rodrigo, fue el que en 1816 solicitaba permiso a las autoridades, para levantar
en Valverde una fábrica de jabón.
Sin lugar a dudas la iniciativa
fue toda una hazaña, pues además de mostrar su actitud empresarial por sacar
del pozo a una región que estaba empobreciéndose, el linaje sellaba un claro
compromiso por la reconversión económica de la zona, ante el olvido de las
élites de la provincia, que sólo tenían sus miras puestas en Madrid. Aquello
produjo que el nombre de los García-Rodrigo, fuese asociado a la lucha por la
pervivencia de la gente en estas tierras. Un detonante que catalizaría el
respaldo a la causa de otros muchos vecinos, que obviamente veían en estas
figuras del carlismo, a los auténticos luchadores que se preocupaban por mejorar
la vida de sus convecinos.
Franja occidental de la Manchuela Conquense y sus alrededores con
seguidores carlistas y comités católico-monárquicos. Mapa mudo readapatado de www.mapasdeespana.com, con fuente de los
datos geográficos CNIG/2016. Incorporando las referencias de Higueras (2012,
11).
Escenario muy similar es el que
se había contagiado en Piqueras del Castillo, donde la población ya había
mostrado su empatía al movimiento tras la primera guerra carlista, y que acentuó
después de los acontecimientos vividos por los lotes subastados en la
desamortización.
Al respecto, sabemos que algunos
de los personajes, tenían escasa o nula vinculación con el pueblo. Un detonante
que revivía los viejos fantasmas, que advertían de los intereses que escondían
aquel tipo de medidas, a favor de una minoría, que encima tenían medio pie
fuera de la localidad. “Melecio Cano,
vecino de Valera de Abajo, labrador acomodado compró una heredad de 9,22 hectáreas;
Juan Chavarria, vecino de Piqueras, pequeño labrador que compró una heredad de
7,02 hectáreas; Gregorio Escamilla, vecino de Piqueras, labrador acomodado,
compró dos heredades en Piqueras de 48,60 hectáreas; Julián Gascón, vecino de
Piqueras, mediano labrador, que compró un solar, así como Juan Ángel Martín,
vecino de Piqueras, pequeño labrador, compró una fragua y un solar” (Romero
y Arribas, 2011, 136).
Como en otros tantos lugares de
nuestra geografía, aquellos “vecinos” guardaban débiles lazos sanguíneos con
los antepasados de buena parte de las personas del municipio. Un estigma para
la mentalidad conservadora de esos entornos, donde el hermetismo a la hora de sellar
alianzas matrimoniales, seguía siendo una realidad, que muy poco había cambiado
respecto a la segunda mitad del siglo XVI, tal y como presenciamos en las
referencias de sus libros parroquiales, de ahí que una familia recién llegada o
con escasas generaciones en el lugar, a ojos de aquellas personas siempre era
un forastero aprovechado.
A esto habría que sumar la
llegada de gente importante durante el estallido del conflicto, que avivarían
los ánimos de aquellos pueblos desengañados. Al respecto, Romero y Arribas
(2011, 132) ya nos informan de cómo en el otoño de 1873, el brigadier Santés
invade Minglanilla con 4000 soldados, seguido de Enguídanos, donde se hace con
la plaza de su castillo, y reclutará a gente de la Manchuela, entre los que se
encontraban vecinos piquereños.
El 10 de enero de 1875, Santés
intentó una nueva incursión, “para ello,
inicia su marcha hacia el norte por San Clemente, Honrubia, atravesando el
Júcar por Valverde y penetrar por las tierras de La Parrilla. Otro grupo, desde
la Motilla, se abre hacia la derecha para asegurar la retaguardia y deciden
pernoctar unos días entre las localidades pequeñas que encuentran: Olmedilla,
Buenache y Piqueras” (Romero y Arribas, 2011, 133).
Como decíamos, junto a Piqueras y
Barchín se alzaba Buenache, otro de los grandes espacios geográficos de este
triángulo carlista que influirá de modo decisivo en la toma de decisiones. A
los vecinos de esta localidad no les faltaron motivos para alistarse al bando
faccioso.
Su calidad de vida había ido a
menos, y desde luego nadie se atrevía a poner en tela de juicio la catolicidad
de una localidad en la que con poco más de un millar de habitantes existían hasta
10 cofradías, además de una cifra similar de edificios de carácter religioso,
básicamente integrados por ermitas (Gómez de Mora, 2020).
Tenemos constancia por
testimonios orales que varios miembros afines al clero local, abrazaron las
ideas carlistas. Familias que en el pasado gozaron de nombre, como los
Valladolid, así como especialmente dentro del seno de la Iglesia ocurría con
los Barambio, serían sólo una pequeña muestra de un vecindario que abogaba por la
necesidad de recuperar el esplendor de tiempos pasados.
La pequeña nobleza erosionada,
junto con la modesta y mediana burguesía que ansiaba ir creciendo como se había
venido haciendo desde siempre, vieron en la nueva mentalidad, el enemigo que
alteraría por completo los cimientos y costumbres de un territorio, cuya estructura
social simbióticamente estaba forjada con la Iglesia.
Desde luego que no fue algo
casual que la expedición de don Carlos al transcurrir por la Manchuela,
escogiera este municipio como punto de encuentro entre las fuerzas de Forcadell
y Cabrera. Buenache y sus alrededores representaban un reducto de
incondicionales, que habían mostrando su fidelidad desde el primer momento de
las guerras. Y es que a pesar de los esfuerzos llevados a cabo por los partidarios
de la reina Isabel, muchos de los vecinos seguían conspirando con bandoleros y
milicianos que se acercaban hasta el lugar en busca de víveres, información y
posada. Al respecto, sabemos que “la
noche del 17 de noviembre de 1837, a consecuencia de noticia que tuvo el
alcalde de Buenache de Alarcón de la aparición de unos facciosos en aquel
término, que se pusieron sobre las armas (…) corriendo al término y hallándose
en número de 11 en el monte de Santiago donde mataron tres, hiriendo otros
tantos, entre ellos al sargento que les acaudillaba, y les hicieron
prisioneros, los 11 fusiles y escopetas y otros efectos” (BOE, nº1093).
Más hacia abajo, en tierras del
Picazo, el movimiento carlista estaba más vivo que nunca.
Pensamos que si no se pudo garantizar la creación de una línea continua, que
comunicará el área de Barchín-Piqueras-Buenache con esta localidad, fue debido
a la posición central que jugó la fortaleza de Alarcón, y que los Isabelinos se
apresuraron en controlar, para convertir en su principal bastión en la región, ante
el riesgo que se corría por la afluencia de facciosos que se iban multiplicando
por la zona. Desde luego sus gruesos muros eran objeto de deseo para cualquier
caudillo que quisiera fortalecer un puesto de mando en condiciones.
De este modo, Alarcón rompía el cinturón
entre Buenache y el Picazo, no por ello faltarían adeptos que desde el inicio hicieron
uso de la fuerza, maniobrando esporádicamente en una especie de guerra de
guerrillas, donde se intentaba aprovechar cualquier despiste o falta de
vigilancia entre los puntos por donde se movían los sublevados.
Al respecto, el estudioso que
mejor conoce el pasado de este municipio es Benedicto Collado, quien en su
monografía histórica sobre la localidad, transmite de forma precisa la tensión
que se palpaba en sus calles.
Conocido es el relato de una
partida de vecinos, que aprovechando la ausencia de defensas tras la aparición
de insurrectos en un enclave vecino, se dirigieron hacia la casa del alcalde…,
las consecuencias ya las comentamos en su momento.
Sobre dicha acción, reseñamos la
descripción que su autor extrae de un Expediente Judicial y que se encuentra en
el Archivo Histórico Provincial de Albacete, gracias a los testimonios directos
de los implicados, donde se relata que “cuando
se acercaron a una distancia de cincuenta pasos, salieron de la chopera los que
estaban emboscando en ella haciendo fuego con las armas que llevaban dando al
mismo tiempo las voces de ¡Viva Carlos V! y ¡A ellos!, Viendo el Alcalde la
superioridad de las fuerzas de los sublevados retrocedió y mandó a los que le
auxiliaban que le siguieran al pueblo” (Collado, 123-124).
A pesar de las duras condenas de
cárcel además de incluso la sentencia a muerte hacia alguno de los sublevados,
la cosa parecía no estabilizarse cuando años después “en prevención de posibles ataques al pueblo, el Ayuntamiento en 20 de
febrero de 1837 acordó el nombramiento de un Ayuntamiento paralelo, para
ponerse al frente del pueblo y recibir a las partidas carlistas en caso de
tener que escapar los liberarles a refugiarse en Alarcón” (Collado, 136).
Pasaron varias décadas, y en las
familias del municipio, las ideas se heredaban del mismo modo que una propiedad,
por lo que un conglomerado de linajes (la mayor parte de los cuales ya se
volcaron en las ofensivas acaecidas hacía cuarenta años atrás), volvían a
manifestarse con fuerza, mostrando su apoyo a la causa facciosa.
El carlismo era una cuestión
arraigada, que como vimos, no obedecía a una simple moda, ni a las ganas de
“bandolear” de un puñado de personas. Y esto se refleja claramente en una
interesante mención que efectúa Benedicto, donde apreciamos la significación
que seguía teniendo para parte de su vecindario, aquel conjunto de ideas (que a
pesar de haber caído en el olvido, y hallarse aisladas de los grandes focos de
influencia política), seguían palpitando en la conciencia de un pueblo, que se resistía
a desprenderse de lo que para ellos eran un conjunto de principios incuestionables:
“Todavía
el 8 de enero de 1887 el alcalde se ve en la obligación de comunicar al
Gobernador Civil -que algunos vecinos de esta localidad se presentan en público
con boinas [rojas], por más que no producen alarma y quizás sin ningún interés,
pero sin dejar de producir sospechas por ser de los que han militado en las
filas carlistas y, tratando de evitarlo, han contestado-” (Collado, 2004, 184).
David
Gómez de Mora
Bibliografía:
-BOE,
Gaceta de Madrid, nº1093, año 1837, 26 de noviembre.
-COLLADO FERNÁNDEZ, Benedicto
(2004). El Picazo. Un lugar en tierra de Alarcón. Diputación Provincial de
Cuenca. 373 pp.
-GÓMEZ DE MORA, David (2019). “La fuerza del carlismo en las zonas rurales
de Cuenca. Cuestiones y dudas por esclarecer”. En: davidgomezdemora.blogspot.com
-GÓMEZ DE MORA, David (2019). “Notas sobre acciones carlistas en puntos de
la provincia conquense”. En: davidgomezdemora.blogspot.com
-GÓMEZ DE MORA, David (2019). “Linajes, tradicionalismo y forma de vida en
la sociedad local de Piqueras del Castillo durante los siglos XVI-XIX”. En:
davidgomezdemora.blogspot.com
-GÓMEZ DE MORA, David (2020). “La fuerza del clero en Buenache de
Alarcón”. En: davidgomezdemora.blogspot.com
-HIGUERAS CASTAÑEDA, Eduardo
(2012). “La participación política
carlista durante el Sexenio Democrático: el caso de Cuenca”. Homenatge al
doctor Pere Anguera, vol. I, Història local. Recorreguts pel liberalisme i el
carlisme, Barcelona, 13 pp.
-ROMERO
SAIZ, Miguel y ARRIBAS BALLESTEROS, Jesús (2011). Piqueras del Castillo. “Donde
la Mancha empieza su historia”. Ediciones Provinciales Número 88, Exma.
Diputación Provincial de Cuenca. Departamento de Cultura, Ayuntamiento de
Piqueras del Castillo. Asociación Cultural de Piqueras.