En una época no muy lejana, en la
que existían tasas de analfabetismo que rebasan el 80% de la población, y ante
la falta de personal capaz de poder leer una correspondencia, redactar un texto
o realizar una firma, había pocos candidatos (especialmente en los pueblos), con
capacidad para auxiliar ante este tipo de necesidades.
En el presente artículo quisiéramos
tratar el papel ejercido siglos atrás por los escribanos. Un oficio bastante infravalorado
dentro de la historiografía general, y que ha pasado desapercibido, de ahí la
necesidad de realizar varias consideraciones al respecto.
Su profesión les autorizaba muchas
funciones, aunque por norma general donde más esfuerzos invertían, era en la
redacción de diferentes tipos de documentos, tales como censos, testamentos,
compras, ventas, cambios…, y que junto con transcripciones de fe, encuadernadas
y acumuladas en sus estanterías, generaban pequeñas colecciones bibliográficas,
que hoy son las que conforman los múltiples archivos de protocolos notariales,
en las que investigadores y curiosos de la historia buscamos todo tipo de
referencias. Una riquísima fuente de información, apta para indagaciones, bien
sea en aspectos genealógicos, sociales como de otras tantas índoles.
Los escribanos eran personas que
cultural y socialmente estaban distinguidas, pues además de ser de las pocas
que no tenían que ir a faenar a los campos, para llegar a ejercer su profesión,
era necesario disponer de unos ingresos, que permitieran el mantenimiento o la
consecución de la escribanía.
Además de las funciones antes
descritas, también eran capaces de ejecutar trabajos poco éticos, como podía
ser la falsificación de un documento, con el fin interesado de un particular
que se lo ordenaba a cambio de un precio estipulado. Conocemos los casos de
múltiples linajes que para entrar en una orden de caballeros, o presentar
pruebas de nobleza que salvaran las férreas restricciones impuestas por las
Chancillerías, requerían de sus dotes para inventar o alterar aquello que se
les solicitaba.
En ese contexto, el escribano
formará parte de la red clientelar que las élites buscaban para borrar toda
tacha impuesta por el sistema. Un dato interesante, en torno a las raíces de
muchos de estos profesionales, en ocasiones nos conduce hacia familias
conversas (especialmente de sangre judía), nada extraño si tenemos en cuenta
que la cultura hebrea siempre ha premiado la formación de sus hijos. Podría ser
esta razón, lo que explicaría la notable proliferación de familias de
escribanos dentro del seno converso, y que en el caso que hemos estudiado en
Cuenca, es una realidad incuestionable.
Veremos muchas veces como el
oficio se transmitía de padre a hijo, tal y como sucedía con cualquier trabajo
de ámbito artesanal. Había diferentes tipos de escribanos públicos (reales,
numerarios, de cámara, de ayuntamiento y demás categorías que aquí no vamos a
desglosar).
En Caracenilla, desde siglos
atrás, tenemos referencias de una familia encargada de estos menesteres.
Concretamente se trataba de Francisco Martínez, quien aparece con este cargo en
la localidad hasta el día de su muerte (el 6 de abril de 1636).
Podemos considerarlo como el
primer escribano del que de una manera continua comenzamos a ver su nombre en la
documentación del Archivo Parroquial del municipio. No obstante, tenemos
constancia de que hubo otros muchos previamente.
Francisco será una figura clave
para entender lo que poco después será una saga de escribanos, pues como
decíamos, el oficio se traspasaba entre familiares, de ahí que éste, en sus
mandas testamentarias, cita los nombres de sus yernos, Juan de la Fuente y
Antonio de Torrecilla.
Será precisamente Antonio el encargado
de recoger el guante, al no disponer de un varón que pudiera suplirlo.
Siguiendo nuestros apuntes genealógicos, averiguamos que Antonio casó con la
hija de Francisco (María Martínez Pastor), de quien ya era pariente, pues en su
partida matrimonial podemos leer que ambos guardaban un tercer grado de
consanguinidad, por lo que la familia tuvo que solicitar una dispensa aprobada
en 1637. Antonio, decidido a tomar las
riendas, y ante la muerte de su suegro, suponemos que acabaría de formarse, viendo
su firma estampada en los documentos notariales a partir del año 1639.
Como solía suceder en este tipo
de familias, los escribanos eran miembros de la pequeña burguesía local más
afortunada, pues al fin y al cabo, no vivían con las penurias que podríamos ver
en otros eslabones de aquel mundo agrícola, donde el labrador luchaba constantemente
contra los elementos de la naturaleza. Éste era hijo de Gerónimo de Torrecilla
y Catalina Ballesteros, una familia bien posicionada, natural de la localidad
de Bonilla.
El nuevo escribano, Antonio de
Torrecilla y Ballesteros, ejerció el oficio desde 1639 hasta el año 1668, es
decir, casi tres décadas de manera continua. Curiosamente, éste no realizó
testamento en el momento de su defunción, seguramente porque la muerte le
sorprendería de manera inesperada. Sabemos que mandó enterrarse en la sepultura
de su madre, Catalina Ballesteros, un linaje del que había algunos miembros en
la localidad, y que durante la primera mitad de aquel siglo tuvo cierta
relevancia.
Parece ser que estaba claro quien
debería seguir con el oficio, pues tras realizar una manda de 118 misas en su
partida de defunción, cita como herederos a sus dos hijas (Juana y Catalina),
así como a un único varón, Antonio (el mozo).
Antonio de Torrecilla y Martínez
ejerció como escribano desde 1668 hasta 1706, un periodo bastante amplio (casi cuatro
décadas). Éste tras fallecer, y siguiendo con la costumbre de la familia, mandó
enterrarse en la tumba de los Ballesteros, y que como sabemos se ubicaba en una
zona privilegiada del templo. Parece ser que Antonio viviría unos años
desvinculado de la escribanía, pues su fecha de fallecimiento data del año
1711, cuando pagó por su alma un total de 150 misas.
Quien le sucedería fue Juan
Antonio de Torrecilla, que ejerció el oficio entre 1710-1742. Éste era marido
de María Duque, y aunque en el acta de su defunción no se especifique mucha
información, menciona que el pago de misas corra a voluntad de sus hijos,
Bernardo de Torrecilla y María de Torrecilla. Sabemos que tras su fallecimiento
el licenciado Solera se encargará de continuar con la labor de manera
transicional, hasta que finalmente Pedro Benito Pérez, será quien retomará el
oficio.
David
Gómez de Mora
Referencias:
* Archivo Gómez-de Mora y Jarabo.
Genealogía familiar. Inédito
* Gómez de Mora, David (2018). “Las
élites culturales de Caracenilla”. En: davidgomezdemora.blogspot.com
* Gómez de Mora, David (2018). “Las Élites locales
en la franja Este de Huete entre los siglos XVI-XVIII”. En:
davidgomezdemora.blogspot.com