Cuando analizamos el pasado de
linajes o grupos de poder dentro de los enclaves rurales de este territorio, en
ocasiones resulta imposible pasar por alto la solera que algunos de ellos
arrastraron, en un permanente ejercicio que buscaba la prosperidad de la
familia, en detrimento de otros que perdían su radio de acción, como resultado
de los nuevos cambios y agentes que iban apareciendo en el olvidado modelo socioeconómico
de aquellos tiempos.
Desde finales del medievo, cualquier
familia de esta área geográfica que deseara medrar en una comunidad tan
tremendamente estratificada (en la que su asentamiento en pequeños enclaves les
resultaba algo menor), básicamente podía disponer de dos opciones, que de
acorde a su capacidad, ambición y especialmente suerte, se traducía en diferentes
escenarios.
El primer foco de población
importante para la gente con recursos que deseara cambiar su destino en el área
de la alcarria conquense, era la ciudad de Huete. Un asentamiento lleno de contrastes,
con varios miles de almas, en los que se encontraban múltiples casas de la
nobleza local, que lidiaban entre ellas por la obtención de un cargo destacado
dentro de su cabildo de caballeros (previa hidalguía reconocida), además del
control de capellanías, tierras y otro conjunto de bienes que se iban vinculando
en las fundaciones de mayorazgos, incrementando el caché de sus integrantes.
La dificultad de mantener sus fortunas,
a las que se sumaba la compleja lucha entre poderes, donde era necesario
calibrar con precisión, como y con quien habían de casar a cada uno de sus hijos,
o evitar errar en el momento de establecer pactos que ayudaran a mejorar la
imagen de la familia, convertían aquellas situaciones en una verdadero
quebradero de cabeza, en realidad, un sinvivir constante para quienes decidían
apostar por un estilo de vida, que como indicábamos anteriormente, podía incluso
llegar a mejorarse mediante una segunda opción, y que consistía en poner las
miras directamente sobre la ciudad de Cuenca, donde la rivalidad y lucha de
intereses se disputaba a una escala mucho mayor. Y es que allí los requisitos
eran obviamente más exigentes (estudios religiosos vinculados con la Catedral,
la posesión de algún beneficio en la misma, o la consecución de una de las
regidurías por el estado noble en la corporación municipal, sin olvidarnos de la
obtención de un cargo relevante dentro del Santo Oficio, previa disponibilidad
de influencias en el núcleo del órgano inquisitorial conquense).
Por norma general en lo que se
refiere a nuestra demarcación geográfica, quienes se atrevían a probar con el
gran salto, previamente intentaban consolidar su estatus entre las familias de
la ciudad optense, aunque lo cierto es que aquello no era una ecuación
matemática, y sorpresas siempre se dieron.
Ahora bien, también hubo familias
que quedarán al margen de esos movimientos, primeramente, las casas más
humildes y que lógicamente jamás gozarían de alguna oportunidad ante la falta
de recursos. A continuación, tendríamos a los linajes de la pequeña burguesía
rural, que por diferentes motivos, se verían limitados dentro de su radio de acción,
pues a pesar de disponer de tierras, e incluso muchos ocupar puestos destacados
en los principales órganos del municipio (bien fuese como alcaldes o gestionando
un conjunto de bienes que daban una situación de acomodo a la familia), preferían
preservar su estilo de vida, sin necesidad de sufrir o verse afectados a cambios
bruscos.
Finalmente, un grupo atípico,
pero que también presenciaremos en aquel conjunto de localidades que rodearán esta
área, serán los linajes de propietarios bien posicionados, que a pesar de gozar
de una muy buena calidad de vida, e incluso de tener sujetas sus superficies agrícolas
a la figura del mayorazgo, parecían no querer saberse nada de lo que no fuera
más allá de lo que alcanzaba su vista.
Pretender dar una respuestas a
ese porqué es una cuestión muy compleja, pues entrarían muchas variables, que
irían desde la mera comodidad, el miedo a perder todo ante una ambición de
querer aislarse de un lugar de origen donde el patrimonio no se podía gestionar
con las mismas garantías, la preocupación a una indagación sobre las raíces
religiosas de sus antepasados, o directamente la negativa automática a querer
abandonar un enclave en el que se sentían como alguien importante, ante el temor
de resultar personas poco significativas más allá de sus dominios.
En La Peraleja o Gascueña conocemos
el caso de la familia Jarabo, sin lugar a dudas una de las más influyentes y
poderosas que durante siglos han mantenido su importancia en el territorio
alcarreño, tanto por su manera de obrar, como por la disponibilidad de recursos
en varias de sus líneas genealógicas. Representando uno de los grandes paradigmas
sociales de la época, al romper con aquella especie de mentalidad piramidal, en
la que los linajes con recursos, mayoritariamente se preocupaban por medrar e incrementar
el estatus más allá de su escala natural.
Cualquiera que analice a fondo su
patrimonio y el grado de dominio que ejercían en los puntos donde estaban asentados,
perfectamente será consciente de que muchos de sus integrantes podían haberse
costeado una hidalguía sin pasar apuros, pues sabido y notorio era que para alcanzar
un reconocimiento como miembros del estado noble, poco o nada importaban las
raíces, que inmediatamente se falseaban, bien para superar las trabas de la
Chancillería, el Santo Oficio, o directamente alistarse en una orden de
caballeros. Y es que a menos que la familia fuese escandalosamente problemática
o cargara con una irremplazable tacha de conversión, la disponibilidad de dinero
era credencial suficiente para gestar satisfactoriamente un propósito como
aquel.
Las respuestas a estos
interrogantes pueden ser varios, y entre los mismos, habría posiblemente que añadir
la permanencia de una mentalidad que abogaba por aislarse de las corrientes
impuestas en una sociedad hipócrita, donde caballeros que exaltaban un pasado
ficticio, eran quienes controlaban las riendas de las respectivas localidades
en las que residían. Los Jarabo precisamente escogerán como lugar de asentamiento
La Peraleja, Gascueña y Tinajas, tres municipios que a lo largo de su historia
se caracterizarán por la ausencia de una presión señorial, así como por no
reconocer este conjunto de privilegios a quienes pretendieran argumentar unas exenciones,
que como era sabido, en su inmensa mayoría se cimentaban en la fantasía y la quimera
de un periodo romántico que emulaba un ideario de siglos pasados.
Igualmente en La Peraleja veremos
familias como los Hernán-Saiz, y que sin salir necesariamente de su enclave de
origen, también preferían moverse en un escueto marco local en el que eran toda
una institución, y que muy seguramente de cara hacia fuera poco o nada les
hubiese aportado.
Un hecho similar apreciaríamos en
Saceda del Río con la casa de los López-Lobo, un linaje que durante el siglo
XVI tenía un control indiscutible sobre la inmensa mayoría de los puestos
relevantes que había en el municipio, y que pocas veces hizo intenciones de
querer proyectarse más allá de su reducto natural.
David
Gómez de Mora