Peñíscola tiene la particularidad
de ser un enclave donde la escasa variedad de sus apellidos ha sido uno de los
principales distintivos que llaman la atención a muchos de los foráneos y
curiosos que desconocen su pasado.
Aquella abundante repetición fue
un problema con el que la población siempre estuvo lidiando, por ello su gente
ya desde antaño se las ingenió para distinguir unos vecinos de otros, hecho que
se refleja en su documentación histórica. Al respecto, cualquier investigador o
genealogista que haya consultado su archivo municipal, le habrá resultado llamativo
ver referencias vecinales en las que se pueden leer los nombres de Juan Ayza de
José, Vicente Albiol de Jaime…
Esto se debía a que antiguamente
por norma general sólo se empleaba el primer apellido, lo que unido a una repetición
como la que comentábamos, hacían necesario incluir el nombre del padre, de ahí
que si habían dos, tres o más Juan Ayza en la localidad, había de aplicarse
este mecanismo, despejando así cualquier tipo duda, lo que debía de quedar muy
claro, especialmente en temas de pagos e impuestos, puesto que cada año sus
vecinos desembolsaban una cantidad de dinero en el pago de la contribución
municipal.
Hemos de decir que la cifra de
nombres y apellidos repetidos llegaba a ser tal, que en algunos casos aparecen
hasta tres generaciones para referirse a una misma persona, puesto que si en el
municipio residían dos José Albiol, que eran a su vez hijos de dos Francisco
Albiol, había por tanto que incluir el nombre del abuelo paterno para diferenciar
así al uno del otro.
No obstante, entre los habitantes
del pueblo la cosa ya era muy diferente, pues ahí los formalismos se olvidaban,
por lo que éstos se conocían a través de los motes u apodos con los que todavía
siguen identificándose las familias auténticamente peñiscolanas.
A la pregunta de por qué hay una
excesiva repetición de apellidos en la localidad, diremos que simplemente habría
que analizar con detenimiento el pasado del municipio, para así comprender
parte de su historia, y lo que a la par integraría el estrato cultural e
identitario de sus gentes. Como bien sabemos Peñíscola es todo un hito
geoestratégico desde antes de los tiempos de la conquista cristiana. Cuando
cayó en manos de Jaume I, éste tenía muy claro el potencial del lugar, de ahí
que inmediatamente lo convertiría en el principal enclave portuario desde el
que se daba salida a la lana que bajaba desde las tierras interiores de
Castellón.
El rango comercial de Peñíscola
era indiscutible, y así seguiría perdurando durante varios siglos hasta que entraríamos
a finales del medievo, momento en el que la población comenzaría a perder
fuelle. Mientras tanto, otras localidades y que en cierto modo hasta no hacía
mucho estaban sumidas a sus directrices (es el caso de Benicarló y Vinaròs), comenzaban
a despuntar. Eran tiempos distintos a los de la conquista, pues ahora lo que
imperaba era una estabilidad en la que crecerá la nueva burguesía valenciana
(uno de los principales motores económicos del Reino valenciano).
Veremos como aquel rol defensivo
de la Peñíscola bajomedieval comenzaba a ser anticuado, pues mientras los emplazamientos
litorales se iban expandiendo, creando arrabales y saliendo de sus murallas, la
cosa aquí resultaba imposible de cambiar, ya que el propio encorsetamiento
urbano de la localidad era el mismo que ahogaba sus pretensiones de crecimiento
socioeconómico.
Aquel protagonismo militar cada
vez iba resultándole más contraproducente, y es que su plaza castrense era todo
un caramelo que despertaba un recelo permanente de control. Es por ello que Peñíscola
pagaría muy caro el precio del lugar que le tocó ocupar, pues el vivir entre
los muros de la roca obligaba a sus pobladores a estar continuamente sumidos en
todos los conflictos que se generaban a lo largo y ancho del territorio
peninsular.
Esto obviamente influyó en su día
a día, ya que además de salir a labrar sus campos o faenar con sus barcas,
habían de reforzar o colaborar con las tareas de guardia y vigilancia del lugar,
pues en varias ocasiones la documentación nos indica que no siempre había
disposición de soldados para la realización de tales obligaciones.
El punto de inflexión que marcará
un distanciamiento entre Peñíscola con las poblaciones vecinas de Benicarló y
Vinaròs se produce en el siglo XV. A partir de ese momento veremos dos visiones
antagónicas de planificación y crecimiento urbano. La ciudad de la roca no
tendrá más remedio que seguir con el modelo tradicional, que poco o nada había
cambiado con respecto a los tiempos de la Banískula musulmana. Una herencia que
como muchos habrán observado todavía perdura en muchas de sus callejuelas.
Sabemos que desde 1584 hasta los
tiempos de la Guerra dels Segadors, la villa tuvo que costearse las
reparaciones de su artillería, guardias y otros gastos que comenzaron a diezmar
severamente sus arcas. Una difícil situación para un municipio que además
estaba resintiéndose por los azotes de las epidemias de peste, y que en su
conjunto casi llegaron a ponerla en riesgo de despoblación. Una cuestión poco
conocida, que merece ser tratada más a fondo en un futuro artículo.
Como
veremos el siglo XVII tampoco fue benigno en lo relativo a conflictos bélicos,
aunque sin lugar a dudas menos lo sería su centuria siguiente, cuando Peñíscola
resistió
heroicamente confinada y defendiéndose durante un año y medio desde el día 14 de diciembre de
1705 hasta el 15 de mayo de 1707, con motivo de los continuos ataques recibidos durante la Guerra de Sucesión. Aquel episodio le valió los mayores
reconocimientos de Felipe V para toda la corporación municipal, y que el
monarca materializó mediante el otorgamiento de una nobleza para todos sus
descendientes. Este privilegio que se acompañó con la concesión de escudos de
armas en una localidad tan pequeña, hará que la tasa de miembros del estado
noble se disparase en cuestión de varias generaciones. No es por ello un error
decir que Peñíscola estaba llena de hidalgos, pues cualquiera que profundice en
sus raíces genealógicas, notará el parentesco que entre muchos de nuestros
antepasados se iría estableciendo.
No obstante, aquellos
reconocimientos simbólicos lo que pretendían era ocultar la situación
catastrófica que se vivía en su economía local. Pues mientras Peñíscola resistía
detrás de sus muros los envites de flotas que bombardeaban sus murallas, el
resto del término municipal quedaba en manos de los enemigos que talaban los
árboles de la Serra d’Irta, además de destruir todo tipo de construcciones, al
tiempo que Benicarló y Vinaròs iban creciendo e incrementando su calidad de
vida.
Creemos que el encorsetamiento
urbano de la localidad propició de modo natural una regulación demográfica desde
los tiempos de Jaume I, puesto que la cifra de almas nunca podía variar sustancialmente,
al haber siempre la misma superficie de suelo disponible, lo que unido a una
política endogámica entre su vecindario, ayudará a que en sus casi 80
kilómetros cuadrados de término municipal, las propiedades agrícolas no cambiarán
excesivamente de manos, garantizando una permanencia y conservación de la
tierra, al estar retenida entre propietarios autóctonos, y por tanto, de
vecinos que siempre contarán con recursos para rehacer su vida, a pesar de las
inclemencias económicas a las que continuamente estaban sometidos por intereses
ajenos a sus preocupaciones cotidianas. De lo contrario, Peñíscola podría haber
desaparecido en una de las muchas guerras por un empobrecimiento económico de su
vecindario.
Cuando Peñíscola cogía aire para
volver a recuperarse del fuerte varapalo que supuso la guerra de principios del
siglo XVIII, veremos cómo entrada la centuria siguiente las heridas volvían a
reabrirse tras la toma de su plaza por parte de los franceses, previa entrega efectuada
por el gobernador militar.
Las consecuencias de aquel
episodio fueron durísimas, ya que se expulsó a toda la población de sus casas,
dejando sólo en su interior a las familias de edades más avanzada, colocando además
cañones en cada uno de los accesos principales, dispuestos para disparar hacia
cualquiera de los vecinos que intentara penetrar en el municipio.
El cura don Joaquín Balaguer,
relata en el libro parroquial de aquel año (ya desaparecido) la crudeza de la
situación: “Con el pueblo me salí yo también y me fijé en Benicarló, para
desde allí acudir a lo que fuese necesario, sacando de la iglesia las ropas y
ornamentos que fue permitido sacar para conservarlos hasta que Dios Nuestro
Señor nos restituyera a nuestra amada patria. Desde dicho día toda la gente se
estableció, parte en Benicarló, parte en la partida de Irta y parte en la huerta,
sufriendo todas las privaciones e incomodidades que consigo lleva esta infeliz
suerte. Algunas gentes se fijaron en la ermita de San Antonio Abad (…) ya que
la dura necesidad les obliga a vivir en chozas, en cuevas y por bajo de los
árboles” (Febrer, págs. 278-279).
Aquello comportó un exilio que se
prolongó durante 28 duros meses. Como es de imaginar, las consecuencias fueron irreversibles,
pues en cuestión de dos años fallecieron uno de cada tres peñiscolanos, debido
a la aparición de enfermedades y hambrunas. Y es que en realidad se castigó a
casi todo un pueblo a vivir como cabras en el monte de la noche a la mañana. Sabemos que
quienes tenían parientes o amigos en municipios colindantes pudieron encontrar
cobijo, aunque esto sólo sucedió en algunos casos. Sobre este trágico episodio
se recuerdan viejas historias que nos han llegado por tradición oral en las que
se refleja la barbarie por la que tuvieron que pasar muchos de nuestros
antepasados.
Alguien se preguntará, ¿y que
tiene qué ver todo esto con las raíces de los apellidos que existen en el
municipio?, pues ahí está la respuesta. La propia historia del lugar. El
aislamiento continuo al que su sociedad se vio sometida, unido a la crisis de
la guerra contra los franceses, marcó generacionalmente al municipio, pues
aquellos pobladores que sobrevivieron y pudieron regresar a sus casas, serán
los mismos que dejarán una descendencia que portará los apellidos de una
población entera, y que durante el siglo XIX intentó rehacer su vida de nuevo.
David
Gómez de Mora
Bibliografía:
*
Febrer Ibáñez, Juan José (1924). Peñíscola: Apuntes históricos. Castellón.